Stephanie Storey

 

 

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Traducción de Pedro Santamaría

 

 

 

Pàmies

 

 

 

 

 

Título original: Oil and Marble

 

Primera edición: septiembre de 2016

 

 

Copyright © 2016 by Stephanie Storey

 

© de la traducción: Pedro Santamaría Fernández, 2016

 

© de esta edición: 2016, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

editor@edicionespamies.com

 

ISBN: 978-84-16331-91-8

 

Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio

 

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

 

 

 

Para mi marido, Mike, que me dio el coraje para perseguir mis sueños

 

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Diciembre

 

Desde cerca se podía ver que el mural ya estaba empezando a descascarillarse. La pintura no se mostraba uniforme, como debiera, sino granulosa, como si hubiera sido aplicada sobre una fina capa de arena. El pigmento no tardaría en desprenderse de la escayola y en desmigajarse en pequeñas partículas que acabarían por desaparecer una a una. Los tonos terrosos, conseguidos a partir de barro y arcilla, serían los primeros en caer. Era probable que el bermellón, ese rojo herrumbroso hecho de sangre y granada, aguantase el que más; tenía cualidades que lo hacían más resistente. Pero el que más le preocupaba era el tono ultramarino, formado a partir del valioso polvo de lapislázuli. Aquel azul luminoso llegaba desde una tierra lejana, al este, y era el color más costoso del mercado. Utilizando un toque de ultramarino, cualquier pintor podía elevar su trabajo desde la mediocridad hasta la categoría de obra maestra, aunque utilizarlo para frescos no era común. Sin ultramarino, ese mismo trabajo se despreciaba por insignificante o, peor aún, por convencional. Y ya se estaba resquebrajando.

—Maldita Vaca… —maldijo por lo bajo.

El deterioro era culpa suya. Había llevado sus experimentos demasiado lejos. Siempre acababa yendo demasiado lejos. La mitad izquierda de su cara se crispó. Respiró profundamente. Su expresión se suavizó hasta convertirse en una de calma. No había razón para alterarse. Por ahora, pensó para sí, aquella seguía siendo una obra maestra, y él seguía siendo el maestro. Dio media vuelta para seguir entreteniendo a su público con historietas y secretos. Eso era, al fin y al cabo, a lo que habían venido: a escuchar al gran Leonardo de Vinci hablar sobre su última creación, La última cena.

—¡Uno de vosotros me traicionará! —rugió Leonardo. Su voz retumbó en las piedras del refectorio abovedado de la iglesia de Santa Maria delle Grazie, donde su fresco ocupaba el muro norte.

El tumulto de viajeros franceses quedó encantado con aquel estallido dramático. Sabía que para muchos de ellos él constituía toda una curiosidad. A sus cuarenta y ocho años, el maestro de Vinci era uno de los hombres más famosos de la península Itálica; su nombre recorría Francia, España, Inglaterra y las lejanas tierras de Turquía. Era conocido por sus ingeniosos diseños de máquinas de guerra y sus revolucionarias innovaciones en la pintura. Los viajeros llegaban de todo el mundo para verle junto a su famoso fresco, conocido por su exquisito colorido, aún aferrado al yeso por el momento, y por los trece vivos retratos de Jesús y sus discípulos, por su composición ondulante y equilibrada por un Cristo central, firme.

—Este es el instante siguiente a la acusación de Cristo —dijo al tiempo que se apartaba del fresco con la esperanza de que los visitantes desviaran la atención de la deteriorada pintura—. En este momento del relato, nadie sabe aún que será Judas quien traicione a Jesús. La revelación de que hay un impostor entre ellos es impactante. Los discípulos saltan, hacen aspavientos y gritan alarmados. Uno de ellos es un traidor. ¿Pero quién?

Observó a los viajeros como si buscara entre ellos a una serpiente. En realidad estaba estudiando sus caras: buscaba rasgos singulares y expresiones que pudiera garabatear en su cartera de dibujo cuando se hubieran ido.

—He oído que utilizaste tu propio rostro para representar el Tomás dubitativo —observó una voluptuosa muchacha francesa en italiano con un fuerte acento—. Pero no veo la… ressemblance. —Los labios de la chica se arrugaron al pasar al francés, como si se estuvieran preparando para dar un beso.

Leonardo sabía que tanto las mujeres como los hombres le encontraban atractivo. Aunque solía llevar anteojos para aliviar de los estragos de la edad en su vista, cuando se miraba al espejo comprobaba que sus ojos dorados seguían brillando con vigor juvenil. Era un hombre delgado y musculoso, y en la cabeza lucía una cabellera bien poblada, de pelo ondulado, castaño oscuro, que ya empezaba a adoptar tonos plateados. Si las masas iban a estar observándole boquiabiertas como si fuese algún tipo de criatura mitológica, pensaba, tenía la responsabilidad de lucir una buena apariencia, así que se bañaba a diario y vestía ropas a la última moda como imagen de su éxito: túnica a la altura de las rodillas, medias color pastel y un anillo de oro con gemas multicolor en forma de pájaro, más valioso de lo que muchos artistas ganaban en una vida.

Deslizó la mirada hacia los pechos de la muchacha francesa, sonrosados, alzados y encorsetados como marcaba la moda. A veces, cuando un viajero llamaba su atención, se llevaba al chico o a la chica a su estudio para dibujar un boceto, y, a veces, ellos se mostraban tan emocionados de conocer al maestro que también se metían con él en el lecho.

—Eso es porque no hay ressemblance —repuso imitando el acento francés—. Si tomase mi propia imagen como modelo, no haría más que dibujar variaciones de mí mismo una y otra vez y nunca llegaría a esbozar un rostro único. Y eso desembocaría en obras aburridas.

El grupo rio, y también la rolliza muchacha francesa.

Los patronos solían decirle a Leonardo que cuando hablaba era difícil saber si lo hacía en serio o en broma, así que decidió inyectarle a su voz un poco más de gravedad.

—Digo la verdad.

Salvo por un detalle.

Bajó la mirada y contempló el pájaro hecho de joyas que brillaba en el dedo anular de su mano izquierda, su mano buena.

Los italianos temerosos de Dios consideraban a los zurdos una aberración. El derecho era el lado divino. El izquierdo llevaba al pecado. La mayoría de los niños zurdos eran obligados a utilizar la diestra para que se mantuviesen en el recto camino. El padre de Leonardo lo era de doce hijos legítimos concebidos con una legítima esposa, y todos era diestros. Pero en Leonardo, su hijo bastardo, el resultado de un desliz de juventud con una esclava doméstica de baja estofa, de Constantinopla, el lado siniestro había resultado ser aceptable.

En La última cena, hay dos sillas a la derecha de Jesús, y un hombre sombrío ataviado con una túnica verde alargaba la mano para coger un trozo de pan con la izquierda. Judas también era zurdo.

—Imagina que formas parte de una gran familia —empezó a decir Leonardo, no ya dirigiéndose a la muchacha francesa, sino a su pintura—, que eres uno de los doce hermanos reunidos en torno a una mesa, celebrando algo. Tu padre está en el centro, intentando mantener el orden y la compostura. Imagina… —Los ruidos y los olores de la estancia parecieron desvanecerse mientras meditaba sobre la zurda de Judas—. Pero, al igual que en cualquier familia, bajo la superficie, hay secretos. En medio de esta escandalosa familia hay un hombre que no es de los nuestros. Está entre nosotros, pero es difícil saber quién es.

En otras representaciones de La última cena era sencillo identificar a Judas: solía estar sentado en el lado opuesto de la mesa, frente a los otros. Pero en la versión de Leonardo el traidor estaba en medio del grupo, era sencillamente otro de los discípulos, oculto debido a su inclusión, identificable tan solo por la bolsa de monedas que agarraba con una mano.

—En el instante que sigue a la acusación de Jesús, todos están sobrecogidos, se preguntan quién es el traidor. ¿Es él? ¿O es él? ¿O aquel de allá? O, la más terrible de las preguntas: ¿podría ser yo? Cuando ninguno de nosotros ha sido identificado todavía como el traidor, todos lo somos. Todos podemos ser ese otro ilegítimo. Todos podríamos ser Judas.

Los espectadores se inclinaron para examinar cada una de las caras. Leonardo gruñó por dentro. Su intención había sido desviar la atención de la pintura deteriorada, no hacer que se acercaran a escrutarla con más detenimiento.

De pronto la puerta del refectorio se abrió de un golpe y un joven y atractivo veinteañero irrumpió en la estancia. El rostro suave de Gian Giacomo Caprotti da Oreno lucía un gesto de pánico. Tenía el cabello revuelto.

—¡Viene el Moro!

Se hizo el silencio entre los visitantes. Intercambiaron miradas como si intentaran discernir si aquello era una alarma genuina o si era un ardid diseñado para entretenerlos. Miraron a Leonardo buscando una señal.

—Si se trata de una inocentada, Salaì, estás siendo muy cruel con esta pobre gente.

Llamaba a su asistente «Salaì», que significaba «pequeño demonio», por su tendencia a hacer bromas desde… ¿cuánto hacía? ¿Diez años ya?

—No es ninguna inocentada, maestro. Lo juro. El Moro vuelve. Con un ejército. —Aunque propenso a crear enredos, el joven no era buen actor. Estaba diciendo la verdad.

Dos damas chillaron. La voluptuosa joven francesa se apretó una mano contra el vientre. Los maridos empezaron a ordenar a sus familias que huyeran. Si el Moro volvía a Milán, las vidas de todos ellos estaban en peligro.

En especial la de Leonardo da Vinci.

La familia Sforza había gobernado Lombardía durante cincuenta años, hasta hacía dos meses, momento en que las tropas francesas invadieron la capital y expulsaron a la familia de la ciudad. El duque, Ludovico Sforza, conocido con el sobrenombre de «el Moro» por su tez oscura, había escapado indemne, pero después de sufrir una humillante derrota. Si Salaì tenía razón acerca del retorno del líder destituido, el duque Sforza recurriría a un despiadado asalto. Todo francés que se encontrara en Milán correría peligro.

Incluido Leonardo. Durante los últimos dieciocho años había vivido y trabajado en Milán, sirviendo en la corte milanesa, pero cuando el duque huyó, Leonardo no siguió sus pasos, como se esperaba de un leal súbdito. En vez de eso, permaneció en sus cómodas habitaciones del castillo de los Sforza y le ofreció sus servicios al rey francés. Si el duque volvía a hacerse con el poder, era probable que Leonardo fuese arrestado por traición. Y todo el mundo sabía lo que los Sforza hacían con los traidores.

—Debemos ir a ver al rey. Él nos llevará consigo a Francia o a Nápoles, o adonde quiera que se dirija.

Salaì se turbó.

—El rey ya se ha ido. Se ha llevado a la corte con él. Nos ha dejado atrás.

El ojo izquierdo de Leonardo hizo un guiño involuntario. Necesitaba tiempo para pensar, así que sacó la pequeña cartera que le colgaba del cinturón, se sentó en el suelo delante del fresco y empezó a hacer esbozos de las caras de pánico de los viajeros franceses. A base de trazos rápidos, reprodujo bastas impresiones: los ojos abiertos al máximo, los aspavientos, lo que fuera que sugiriese miedo. La única manera de entender de verdad las emociones humanas era mediante el estudio de sus efectos físicos, y tener la oportunidad de presenciar aquel tipo de reacción en crudo era poco común. Deseó poder atrapar el crujir de las ropas, los gritos ahogados, los jadeos. Si hubiera podido dibujar el sabor del terror, lo habría hecho.

—Maestro, por favor, ahora no… —Salaì intentó retirarle la cartera de dibujo de las manos con delicadeza, pero Leonardo no la soltaba—. Nos han abandonado. Debemos irnos de Milán.

—Debemos pensar antes de hacer nada apresurado.

Debía bosquejar a aquella rolliza muchacha francesa tal y como la estaba viendo en ese momento: la cabeza hacia atrás, la boca abierta mientras gemía, el pecho agitado y sonrosado… El miedo se parecía bastante al éxtasis. Hizo una anotación a modo de recordatorio para estudiar lo que implicaba tan incongruente similitud. Cuando la chica salió corriendo de la estancia, lamentó haber perdido la ocasión de satisfacer sus deseos con ella.

El último francés abandonó el refectorio. La pesada puerta se cerró, amortiguando la cacofonía del pánico en las calles.

Salaì agarró a Leonardo del codo.

—No tenemos tiempo para pensar.

—Siempre hay tiempo para pensar, mi joven aprendiz. —Leonardo apartó su cartera de dibujo con calma.

Tener tiempo para pensar era lo que, en un principio, le había llevado a probar esa técnica experimental con aquel fresco que ahora se estaba echando a perder. En un fresco convencional el artista untaba la pared con una buena capa de cal y pintaba sobre la escayola húmeda para que la obra pasase a ser parte permanente del edificio. Pero la durabilidad tenía un precio. Uno tenía que acabar la pintura de una zona antes de que la escayola se secara. Requería un trabajo continuo, rápido…, pero lo rápido y lo continuo no formaban parte del estilo de Leonardo. Le gustaba tomarse su tiempo, contemplar cada detalle. Podía empezar un proyecto, detenerlo y luego volver a empezar. Es más, muchos de sus colores favoritos, como el ultramarino, estaban hechos de minerales que no se mezclaban bien con la cal. Por eso había desarrollado una técnica que se ajustara a su estilo, aplicando una témpera a base de huevo sobre una pared seca cubierta con una imprimación. Mediante ese método, Leonardo podía emplear sus pigmentos minerales favoritos: ultramarino, bermellón, incluso el brillante azul verdoso de la azurita. Pero lo más importante era que, al evitar el yeso húmedo, podía tomarse su tiempo, hacer cambios cuando se le ocurría una idea mejor días, semanas, meses, incluso años más tarde. En una ocasión, mientras pintaba aquel mismo fresco, estuvo dándole vueltas durante tres días a una única pincelada antes de aplicar un toque de ocre oscuro a la mano derecha de Jesús.

Salaì tiró de Leonardo para que se pusiera en pie.

—Ya he hecho un petate con tus carteras de dibujo y los esbozos sueltos. —Dio una palmada a un pesado morral que le colgaba del torso—. Tendremos que dejar el resto aquí.

Leonardo volvió a mirar La última cena. La pintura se estaba deteriorando, de eso no había duda. No sería capaz de salvar la obra de la decrepitud.

—No pasa nada, Salaì —le dijo a su asistente tanto como a sí mismo—. Los que pretenden aferrarse a sus posesiones para siempre están confundidos. Los artistas sabemos desprendernos de nuestras cosas. Después de todo, nuestro trabajo no nos pertenece, pertenece a nuestros patrones. Además, una pintura nunca se acaba, tan solo se abandona.

Cuando salieron, el ruido de los cañones retumbaba en la distancia. En la calle había caos. Caballos al galope llevaban soldados a las afueras de la ciudad. Cortesanos franceses y ciudadanos cargaban carretas frenéticamente. Un viento invernal, tormentoso, levantaba nubes de polvo y envolvía la ciudad en una bruma marrón. Milán, la exquisita capital del norte, se había sumergido en la anarquía. En medio de aquel pandemónium, se encontraba un soldado francés, solitario, tranquilo, en la plaza, mirando fijamente a los ojos de una gigantesca estatua de arcilla, un caballo cuya altura superaba la de cinco hombres que estuvieran subidos los unos sobre los hombros de los otros.

Aquel caballo de arcilla, un monumento al finado padre del Moro, había sido diseñado por Leonardo como modelo de prueba para la que hubiera sido la estatua ecuestre de bronce más grande de la historia. Los poetas componían versos sobre la gloriosa bestia, y los viajeros viajaban desde muy lejos para admirar el modelo y hacían planes para volver cuando la estatua de bronce estuviera acabada. Pero Leonardo ni siquiera había llegado a completar el molde para la escultura y, con el tiempo, el Moro había fundido el bronce destinado a la estatua para fabricar bolas de cañón para la guerra. Cuando los franceses invadieron Milán, habían utilizado el caballo de arcilla para hacer prácticas de tiro, dispararle flechas en llamas y golpearlo con palos. Los soldados le arrancaron la oreja, parte de la nariz y un buen trozo de las ancas traseras. De haber estado vivo, el caballo hubiera muerto en los primeros instantes. Sin embargo, y aun plagado de agujeros, el modelo de arcilla seguía en pie.

—Maestro, vamos. ¡Tenemos que irnos! —Al otro lado de la calle, Salaì ensillaba dos caballos.

Leonardo no se movió. No podía apartar los ojos del soldado francés que parecía conversar en silencio con el inmenso caballo. Leonardo esperaba que el monumento le estuviera llenando al joven de una sensación de paz y sentido en ese momento de agitación. El soldado se llevó la mano al cinturón y, lentamente, desenvainó una larga espada. Leonardo imaginó al bisoño guerrero colocando el arma a los pies de la estatua, como si se rindiese ante la belleza de su arte. En su lugar, el soldado blandió la espada y gritó:

—¡Muerte a los Sforza!

La espada impactó contra la pata delantera derecha del caballo y se oyó un eco metálico. La pata se hizo añicos. El caballo se mantuvo firme un momento, luego se inclinó hacia delante y se estrelló contra el suelo.

—¡No! —gritó Leonardo.

Había tardado cuatro años en diseñar aquel caballo. Muchas noches había fantaseado con llegar por fin a levantar la estatua en bronce reluciente.

En ese momento de su carrera su éxito era incontestable, pero muchos de sus contemporáneos ya estaban muertos. ¿Qué dejaría atrás cuando él, también, desapareciese? No tenía hijos que pudieran perpetuar su nombre en el futuro. La mitad de sus obras estaban inacabadas. La otra mitad, incluidos los retratos de las amantes del Moro, colgaba en habitaciones privadas, y era probable que jamás llegara a estar expuesta al gran público. Tenía un montón de invenciones que nunca se habían materializado y una pila de carteras de dibujo repletas de inútiles desvaríos. Ahora La última cena se estaba desprendiendo de la pared y el modelo para la obra maestra ecuestre yacía hecho pedazos. Dentro de unos años ¿recordaría alguien a Leonardo, el pintor, inventor e ingeniero de la insignificante ciudad de Vinci?

—¡Leonardo! —le llamó Salaì, ya a lomos de su caballo.

Apartó la mirada de su caballo de arcilla y cruzó la caótica calle. Cuando se mudó a Milán tenía treinta años, y justo estaba empezando a labrarse un nombre como ingeniero, científico, inventor, organizador de espectaculares eventos sociales y, por supuesto, pintor. En Milán se había convertido en gran maestro. Siempre creyó que moriría en aquella gran ciudad. Montó en su caballo y asintió hacia Salaì. Juntos galoparon y abandonaron las protectoras murallas de Milán para adentrarse en la naturaleza circundante. Nadie sabía lo que el futuro le depararía a la ciudad, o a aquella península asolada por la guerra donde reyes, duques y papas pugnaban por el territorio. Nadie sabía lo que el futuro le deparaba a Leonardo. Solo había una certeza: el maestro de Vinci necesitaba encontrar un nuevo hogar, un nuevo patrono, una nueva vida, un nuevo legado.

 

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Enero. Roma

 

Mientras esperaba a que se descubriese la estatua, Miguel Ángel Buonarroti sintió que su mundo se ladeaba. Luego se le nubló la vista. Miró rápidamente alrededor con la esperanza de situarse, pero las columnas de mármol, el techo artesonado y los frescos con copos de oro le daban vueltas. Empezó a oscurecérsele la visión por los extremos. Aparecieron puntos negros. Se sintió caer, así que se apoyó contra la fría pared de piedra.

Recordó que debía respirar, y los puntos negros empezaron a desaparecer poco a poco.

Ninguna de sus esculturas había sido expuesta antes en un acontecimiento público. Hubiera ocurrido donde hubiese ocurrido, aquel era el momento más importante de su carrera. Fuera como fuere, ese no era un lugar cualquiera, sino el más grande escenario de la cristiandad: la basílica de San Pedro.

Cuán sobrecogedor, pensó, que la desgarbada basílica de tres pisos llevara deteriorándose mil doscientos años. A lo largo del costado oeste, el techo de madera a dos aguas se estaba derrumbando, y varias columnas lucían grietas. Un albañil sin experiencia había levantado una tosca pared para reforzar la estructura, pero uno de los lados seguía viniéndose abajo. El viento silbaba por entre las grietas abiertas, y faltaban losetas de mármol en el suelo. Sin embargo, y a pesar de los daños, seguía sintiendo el alma de la iglesia entre aquellas paredes.

El Vaticano estaba a rebosar de peregrinos esa mañana. Era Año Jubilar, momento en el que el Papa ofrecía el perdón a cualquier pecador que atravesara las puertas de la basílica, así que eran miles los que habían llegado a Roma para orar y confesar sus pecados. Aquel día, en la capilla de Santa Petronila, también serían testigos de la presentación de una nueva estatua, obra de un joven y desconocido escultor.

Miguel Ángel creía haber levantado algo especial, pero tendría que esperar a ver si emocionaba a las masas. En cuestión de momentos se le aclamaría como joven brillante o se le descartaría como fracasado. Hundió las manos en lo más profundo de los bolsillos de su túnica. Al fondo de cada uno de ellos había pequeños montones de polvo de mármol. Apretó el polvo con las manos y movió las partículas entre los dedos. Aquel ritual le calmaba.

A sus veinticuatro años, Miguel Ángel era un joven desaliñado, y sabía que a los presentes debía de parecerles un salvaje carente de refinamiento. Era de escasa estatura y fuerte, y sus músculos se habían desarrollado durante años de trabajo con el mármol. Tenía el cabello negro y tosco, las manos ásperas y cubiertas de callos y una nariz aplastada en una pelea de juventud con un compañero aprendiz celoso de su talento. No le importaba lo que otros pensaran de su aspecto; se lavaba una vez al mes y vestía las ropas de un mampostero: larga túnica de lino, pantalones abolsados y pesadas botas. Pero sí le habían dicho que sus ojos marrones brillaban con tal intensidad que nadie reparaba en su atuendo ni en su olor. Solían quedarse demasiado prendados por su pasión.

El arcipreste de la basílica de San Pedro, con sus ropas negras rozando el suelo, se abrió paso entre la masa de peregrinos. Acercó su nariz aguileña a un palmo de la oreja de Miguel Ángel y susurró:

—¿Estás preparado, hijo mío?

Miguel Ángel intentó hablar, pero se le cortó la voz. Asintió en silencio.

Mientras el arcipreste murmuraba una bendición, una fría capa de sudor empezó a formarse en la frente y en el labio superior de Miguel Ángel, y entonces el arcipreste agarró la cuerda que colgaba sobre la escultura. A Miguel Ángel empezaron a pitarle los oídos. Apretó en los puños los montoncitos de polvo de mármol hasta incrustarse las uñas en las palmas de las manos. Lo más probable fuera que la gente odiara la escultura. No la entenderían. Se reirían de ella, la maldecirían, le maldecirían.

El arcipreste tiró con fuerza de la cuerda.

La gruesa cortina negra cayó al suelo y descubrió una estatua colosal de mármol que representaba a la Virgen María sosteniendo al Cristo crucificado. Cuando Miguel Ángel tenía seis años, su madre murió al dar a luz. Era el segundo de cinco hijos, así que la mujer siempre estuvo demasiado embarazada como para prestarle mucha atención, y había pasado sus dos primeros años con una nodriza, como era costumbre. Aunque su madre siempre fue una presencia distante, su muerte le hizo sentir huérfano. Esta escultura era la expresión de aquel dolor: una madre y un hijo solos en su sufrimiento, congelados en una masa de luz y sombras, entrelazados para siempre, aunque separados. La piedra blanca, pulida a conciencia, resplandecía. El cuerpo de Jesús yacía inerte sobre el regazo de su madre. Su piel mostraba el vigor de una vida recientemente perdida. Las ropas de María caían en cascada hacia el suelo en profundos pliegues mientras que una expresión serena revelaba su resignación al mandato divino.

Por primera vez el público contemplaba la Pietà de Miguel Ángel.

La multitud permanecía en silencio. Miguel Ángel observó las caras inexpresivas, pero no pudo adivinar ni lo que estaban pensando ni lo que estaban sintiendo. Le latía la cabeza, no podía respirar, y la presión empezaba a acumulársele en el pecho.

Dos años atrás, cuando el cardenal francés Jean Bilhères de Lagraulas le contrató para que tallara una Piedad en mármol para su tumba, Miguel Ángel ya había esculpido unas cuantas imágenes por iniciativa propia, e incluso le habían pagado por un Baco a tamaño real, pero jamás había recibido un encargo de tamaña importancia. A pesar de su falta de experiencia, había garantizado por escrito que esculpiría la más bella estatua que jamás hubiera visto Roma. Si quería llegar a cumplir la promesa de convertirse en un escultor de renombre, una estatua de dolor madre-hijo era su mejor oportunidad.

Durante dos agotadores años había pugnado con la enorme mole de mármol. Muchas veces se había olvidado de comer, de beber o de dormir. El primer invierno cayó enfermo, pero siguió trabajando a pesar de las fiebres. A lo largo de ese primer año, el cardenal Bilhères había pasado por su estudio varias veces para comprobar sus progresos. El francés había elogiado lo que veía emergiendo del mármol, pero entonces el viejo cardenal falleció; nunca llegó a ver la escultura completa, y jamás la bendijo como un éxito. Miguel Ángel tendría que depender de extraños para decidir si era una obra maestra o no.

Y ahora, varios agónicos instantes después de descubrirla, el público permanecía contemplando su creación en silencio. Miguel Ángel hundió las uñas en las palmas de las manos.

Por fin, un peregrino pelirrojo cayó de rodillas.

—Gracias, Dios mío.

Luego, una joven madre, que cargaba con dos bebés, se arrodilló en el suelo para orar. De pronto todos los congregados prorrumpieron en palabras de alabanza. Unos lloraban, otros cantaban y algunos murmuraban con sentida adoración. Otros más simplemente estaban quietos, en silencio, pasmados, atrapados en la belleza de la escultura.

Había creado su primera obra maestra.

Una sensación de alivio le recorrió el cuerpo. Los puntos negros desaparecieron. Volvió a ver con claridad. Cuando no era más que un bebé, sus padres le habían llevado a las canteras de mármol que había cerca de Settignano para que le amantara la esposa de un picapedrero. Sus primeros recuerdos eran de hombres extrayendo níveos bloques de la tierra, del sonido de las mazas de metal tintineando contra la roca y del sabor a polvo de mármol en la lengua.

Pasar los dos primeros años de vida entre aquellos picapedreros y mamando la leche de la esposa del cantero le había dado una sed insaciable por el mármol. Había sacrificado toda su vida por esculpir. No tenía esposa, no estaba comprometido, no tenía hijos ni aficiones, y ahora iba a recoger los frutos de su obsesión.

—¿Quién es el escultor? —oyó que le preguntaba un peregrino a otro.

Miguel Ángel respiró profundamente y se preparó para sentir el delicioso cosquilleo que le atravesaría la columna cuando alguien dijera su nombre.

—Nuestro Gobbo, de Milán —repuso el otro peregrino.

A Miguel Ángel se le cerró la garganta. ¿Qué acababa de decir aquel extraño?

Antes de que pudiera detenerlo, ese nombre se propagó entre la multitud como el río Arno recorriendo la campiña toscana después de una recia tormenta. «Gobbo, Gobbo, Gobbo», empezaron a susurrar los peregrinos, hasta que todos parecieron estar entonando esa palabra. Gobbo, un escultor jorobado de segunda oriundo de Milán. Gobbo, cuyas piezas eran estáticas y gruesas, prácticamente deformes. Gobbo, que no tenía el talento ni para moldear el pedestal de la Pietà. Miguel Ángel había luchado toda su vida por elevar el nombre de su familia a través de su arte, y ahora aquellos imbéciles le atribuían su obra maestra al vago, al impío, al inepto Gobbo.

Cuando Miguel Ángel aún estaba en el vientre de su madre, esta se había caído de su caballo y el animal la había arrastrado durante varios minutos. Los médicos dijeron que la criatura que llevaba dentro no sobreviviría, pero, inexplicablemente, vivió. Para celebrar el milagroso nacimiento, sus padres le confirieron un nombre único, de inspiración divina: Miguel Ángel, aquel que está protegido por el arcángel san Miguel.

No podía ser que Dios le hubiera salvado, le hubiera dado un nombre raro y bello y le hubiera infundido un monolítico deseo por trabajar el mármol para permitir que al final el reconocimiento por su obra maestra recayese sobre un indigno impostor: Gobbo.

Miguel Ángel estaba tan furioso que acabó por marearse. La iglesia daba vueltas a su alrededor, el techo parecía estar viniéndose abajo. El arcipreste, que debía ser quien le presentase a la multitud, había desaparecido. Tenía que encontrar la manera de asegurarse de que nadie, jamás, le atribuyese su escultura a alguien que no fuera él. ¿Pero cómo?

Entonces le asaltó una idea tan perfecta que, seguro, le había sido enviada desde los cielos. Para volver a encarrilar los planes que Dios tenía para su vida, necesitaba tallar su nombre directamente en la Pietà, para que nadie pudiera albergar dudas sobre quién la había esculpido.

Solo había un problema. La Pietà ya no le pertenecía. Pertenecía a la Iglesia. No podía acercarse como si nada y empezar a martillear la piedra. Alguien le detendría. Puede que incluso le arrestaran. No. Para dejar grabado su nombre en la escultura, tendría que hacerlo al abrigo de la noche, cuando todos los fieles se hubieran marchado, cuando las puertas estuvieran cerradas y trancadas y los sacerdotes estuviesen profundamente dormidos.

Y, para hacer eso, Miguel Ángel iba a tener que colarse en el Vaticano.

 

Miguel Ángel asomó la cabeza desde su escondrijo, detrás de una tumba que había en una cochambrosa capilla secundaria. Había estado esperando durante horas. Por fin todo estaba en silencio. Oscuro. Se dijo a sí mismo que debía dejar de obsesionarse con lo que pudiera ocurrir si le sorprendían destrozando el patrimonio eclesiástico. Estaba protegiendo el nombre de su familia. Arriesgaría lo que fuera necesario.

—Dios, te ruego que me perdones —susurró al emerger de detrás de la tumba y atravesar la penumbrosa nave.

Se había quitado las botas para acallar sus pisadas, y aferraba con fuerza su morral de cuero contra el pecho para evitar que las herramientas de metal repiquetearan.

En la capilla de Santa Petronila, un rayo de luz de luna bañaba su Pietà con un suave brillo azul. Hacía semanas que no estaba a solas con María y Jesús. Mientras estuvo preparando la presentación, siempre había habido sacerdotes y peregrinos paseando. Pero ahora, en la iglesia silenciosa, podía oír el canturreo del mármol. Siempre que esculpía, el mármol le hablaba, su alma se comunicaba con el alma de la piedra. La Pietà le había hablado, tarareado, cantado a todas horas, día y noche. Ahora volvían a estar solos, juntos como viejos amigos. Abrió la bolsa y dejó caer sus herramientas al suelo. Se desplomaron con estrépito.

—Mierda… —siseó Miguel Ángel.

Aguantó la respiración y se preparó para que alguien irrumpiese en la iglesia y le sorprendiera, pero el único ruido que oyó fue una ráfaga de viento que sopló entre las grietas de los muros. El estruendo de las herramientas no parecía haber despertado a nadie.

Cogió el martillo y el cincel y trepó a su Pietà. La granulosa oscuridad no le permitía ver bien, pero había trabajado en esa estatua durante dos largos años. Aun si se hubiera quedado ciego, habría reconocido cada recodo.

Pasó las manos por la piedra y dio con la familiar correa de mármol que cruzaba el torso de la Virgen. Deslizó el cincel hacia abajo y hacia la izquierda, y alzó el martillo para hacer una primera incisión.

Una vez que había empezado, no podía parar ni dejar garabateada a medias una palabra en su piedra. Si imprimía una única marca en esa figura perfectamente pulida, tenía que acabarla; de lo contrario, habría echado a perder su propia obra maestra para nada.

Miguel Ángel giró. El martillo impactó contra el cincel. La punta emitió un fuerte sonido que reverberó al golpear contra la roca. El ruido rebotó a lo largo de la iglesia cavernosa, de forma más estruendosa de lo que había esperado. Un miedo gélido se apoderó de su pecho, pero ya no podía parar.

«Clac, tac, clac, tac, clac, tac».

El polvo de mármol volaba y se le posaba sobre el pelo, sobre las ropas. El sudor se mezclaba con la suciedad y formaba una pasta gris que se deslizaba hacia sus ojos. Picaba.

El rostro sereno de la Virgen María le observaba. Dejó de martillear. El silencio le envolvió mientras esperaba a que la dama le diera permiso para seguir ajándole el pecho. La mayoría de la gente pensaba que el mármol no era más que piedra inerte, pero Miguel Ángel sabía que la vida corría por sus vetas, del mismo modo que la sangre recorría los corazones de los hombres. Le dijo algo a María en un susurro, pero ni siquiera él estaba nunca seguro de lo que decía cuando hablaba el lenguaje de la piedra.

Un destello de movimiento le llamó la atención. ¿Era un roedor corriendo por la nave? ¿Un pájaro atrapado en las vigas del techo? ¿Una nube pasando por delante de la luna? Luego vio el contorno flotante de una silueta que portaba una antorcha por el lejano pasillo que quedaba al otro lado de la capilla. El maniático sonido de la talla debía de haber despertado a los monjes.

Miguel Ángel saltó desde lo alto y se ocultó bajo un arco, en un recoveco cercano, esperando encontrar abrigo bajo el velo de las espesas sombras. Cuando miró hacia atrás, vio algo que hizo que su estómago se desplomara.

Las herramientas aún estaban tendidas junto a la base de la escultura. El montón sería la prueba para el cura que hacía su patrulla de que había un intruso. Si le sorprendían, sería excomulgado, le atarían a una tabla que arrastraría un caballo, le desollarían vivo o le ahorcarían. El Papa le condenaría por sus pecados. Su piel desgarrada ardería en el infierno de Dante durante toda la eternidad.

No tuvo tiempo de recoger las herramientas. El cura que recorría los pasillos avanzaba rápido. Miguel Ángel creía que los hombres de Dios podían oír el miedo, y en aquella iglesia silenciosa su pánico debía de sonar como el trueno. Respiró profundamente y aguantó el aliento.

El cura dio la vuelta por el lado externo del ábside y empezó a caminar por el transepto hacia él, proyectando la antorcha sobre cada oscuro recodo. Miguel Ángel contó los pasos que se aproximaban: cada uno de ellos le acercaba un poco al cadalso.

El sacerdote llegó a la capilla de Santa Petronila. Miguel Ángel vio la cara severa, fofa y llena de arrugas que observaba desde debajo de la capucha. El viejo parecía el típico hombre rígido, inmisericorde.

El cura echó un vistazo a la estatua. Su mirada se dirigió hacia el montón de herramientas incriminatorias. Miguel Ángel se ocultó aún más en el recoveco arqueado; golpeó con la cabeza una pequeña balda de metal que había justo encima de él. El metal tintineó contra la piedra.

El sacerdote movió la antorcha hacia el ruido. La luz recorrió la capilla hacia Miguel Ángel. Este apretó los ojos con fuerza. Sintió el calor de la antorcha en la cara. Esperó a oír un rugido de sorpresa. En vez de eso, la antorcha pasó por delante de él. Entreabrió un ojo justo a tiempo de ver una rata pasando por encima de las sandalias del cura. El padre soltó un chillido y blandió la antorcha hacia el animal.

—¡Ratas!

La rata se desvaneció en la oscuridad. El cura miró alrededor; parecía haber quedado satisfecho con su búsqueda, y se le notaba deseoso de escapar de los roedores. Se volvió a toda prisa y desapareció por la puerta de atrás.

Miguel Ángel estaba solo de nuevo. Respiró profunda y entrecortadamente.

Esa rata, pensó, debía de ser el Espíritu Santo, enviado para asustar al clérigo. Dios volvía a bendecirlos, a él y a su arte.

Miguel Ángel emergió de su escondrijo y volvió al trabajo. De vez en cuando, y a modo de ronda, algún cura pasaba por la iglesia, pero el escultor volvía a ocultarse y a evitar la captura. Sabiéndose protegido por los cielos, se tomó su tiempo para tallar con mimo cada una de las floridas letras romanas, e incluso pasó una hora más puliendo las palabras en latín:

 

«Michæl·Angelvs·Bonarotvs·Florent·Faciebat».

 

«Miguel Ángel Buonarroti, florentino, hizo esto». Acabó su labor y se escondió detrás de un sarcófago instantes antes de que los cardenales desfilaran hacia su misa matinal, una ceremonia privada en la que la élite de la Iglesia podía reunirse antes de que las puertas se abrieran al gran público. Minutos después de que comenzara la misa, oyó un murmullo de entusiasmo que empezó a recorrer la congregación, pero no asomó la cabeza por miedo a ser descubierto. En vez de eso, siguió oculto, en silencio, esperando su oportunidad de escabullirse sin llamar la atención.

Después del servicio, los curas abrieron las puertas delanteras y dieron la bienvenida a la marea de peregrinos que entraban en la iglesia. Miguel Ángel esperó hasta que el edificio estuvo repleto, emergió de su escondrijo y se mezcló con la multitud. La capa de polvo de mármol le sirvió para pasar desapercibido. Los viajeros estaban cubiertos por la suciedad del camino.

Cuando pasó junto a su Pietà, se detuvo para oír las conversaciones. Los peregrinos probaban a pronunciar un nombre único y nuevo. «Miguel Ángel Buonarroti», murmuraban. El nombre pasaba de boca en boca. Miguel Ángel se sonrojó de orgullo.

—Un día de estos aprenderás a que sea tu arte el que hable por sí mismo.

El florentino se dio la vuelta y vio a Jacopo Galli, el adinerado banquero romano que le había recomendado al cardenal Bilhères para la Pietà. Caminaba junto a él. Miguel Ángel estaba contento de tener ahí a su amigo para ser testigo de aquel triunfo.

Jacopo señaló la Pietà con el mentón.

—Pero, mientras tanto, debo admitir que cuando la vio esta mañana se mostró… —Hizo una pausa, como si estuviera saboreando con la lengua una gota de miel—. Impresionado.

—¿Cuando quién la vio?

—El Papa, por supuesto.

Miguel Ángel se le quedó mirando. ¿Había oído bien o estaba Jacopo hablando en otro idioma? Alejandro VI era famoso por sus corruptelas, su sed de poder y sus fervientes apetitos sexuales, pero también era la venerada cabeza de la Iglesia católica, el vínculo más directo del hombre con los cielos. Que el Papa alabara su obra era comparable a Dios mismo concediendo su divina aprobación.

—Su Santidad quería ver tu Pietà sin que le estorbaran las masas —dijo Jacopo mientras saludaba con la mano a un cardenal que merodeaba por allí. Jacopo siempre tenía algo entre manos con alguien importante—. Y el arcipreste me ha invitado a hacer una visita con la esperanza de que me digne a elogiar tu duro trabajo y tu talento…

Así que aquella era la razón de la conmoción durante la misa matinal, pensó Miguel Ángel. El Papa había estado presente.

—¿Qué dijo?

—Alabó su belleza. Dijo que le inspiraba caridad divina. Y todos sabemos que esa es una asombrosa proeza para el Santo Padre. Incluso soltó una carcajada por tu ego al firmarla. Dijo que le recordabas a César.

A Miguel Ángel le dio una vuelta el estómago. César Borgia era el hijo ilegítimo del Papa y un reputado canalla. Había sido criado para ocupar un puesto en la Iglesia y había sido elevado a la dignidad cardenalicia a los dieciocho años de edad. César se convirtió en el primer hombre de la historia en renunciar al capelo, una rebelión imperdonable, en opinión de Miguel Ángel. Peor aún, según se rumoreaba, César había matado a su hermano, había consumado su amor por su hermana y había asesinado al marido de esta por celos. En aquel momento César lideraba los ejércitos papales en una sangrienta campaña a lo largo de la península por el control de las tierras rebeldes al Papa.

—El Papa dijo que eras todo corazón y pasión —siguió diciendo Jacopo—. «Una encantadora arrogancia», creo que lo llamó. Dijo… Veamos…, ¿qué dijo exactamente?

Miguel Ángel aferró la correa de su morral de cuero mientras esperaba a que Jacopo recordase las palabras exactas.

—Dijo: «Creo que ese Miguel Ángel Buonarroti llegará lejos algún día». Pareció querer dar a entender que, si seguías así, Su Santidad podría llegar a contratarte. ¿No sería todo un logro? Trabajar para un papa…

Miguel Ángel cayó de rodillas.

Había llegado a Roma hacía cuatro años con la esperanza de labrarse un nombre en la legendaria capital. La Ciudad Eterna espoleaba su imaginación. Poco a poco se iban excavando restos de la antigüedad que habían permanecido sepultados durante cientos de años. Columnas de mármol y arcos de Triunfo yacían medio enterrados, con sus deteriorados capiteles y frontones emergiendo de la tierra como tumbas. Cada día salía a la luz un nuevo edificio, una estatua o un artefacto. El viejo foro romano era el lugar perfecto para un artista que quisiera estudiar, copiar e imitar el arte de los antiguos. A pesar de la dimensión artística, Roma le había decepcionado. La antaño poderosa capital ahora no era más que una ciudad pequeña, sucia, provinciana, atestada de prostitutas, mendigos y ladrones. En los cadalsos había cuerpos ahorcados, abandonados, pudriéndose a modo de advertencia para cualquiera que tuviese intención de cometer algún crimen. Para un hombre acostumbrado a la refinada belleza de Florencia, la tosquedad de Roma resultaba impactante. Nada más llegar, Miguel Ángel quiso huir, pero no podía volver a Florencia como un fracasado. Había fanfarroneado ante su familia diciendo que en Roma se convertiría en un gran maestro. Volvería a casa exitoso o no volvería.

Aunque había soñado con triunfar en Roma, jamás hubiera podido imaginar las alabanzas del Papa.

—¿Su Santidad sabe mi nombre?

—Por supuesto —dijo Jacopo mientras le cogía a Miguel Ángel de la mano y le ayudaba a ponerse en pie—. Los peregrinos extenderán la palabra sobre ti y sobre tu Pietà por toda la península e incluso más allá, hasta las tierras de los bárbaros. Como los franceses.

—¿Y en Florencia?

—En Florencia harán procesiones en tu honor.

Miguel Ángel cogió a Jacopo de los hombros y le besó en las mejillas.

—Gracias, amigo mío. Ven. Ayúdame a cerrar el taller. Es hora de que vuelva a Florencia.

Después de todo, el honor siempre tenía más valor en casa.

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Invierno. Mantua

 

Leonardo prendió la última mecha. Salaì y él se ocultaron detrás de una valla de madera para protegerse, y seis cilindros de metal dispararon sus proyectiles. Las cargas silbaron en el aire y explotaron dando lugar a fuegos artificiales de oro y plata. El pueblo de Mantua vitoreaba al ver llover las pavesas. Aunque la noche era fría, todos se habían reunido frente al Palacio Ducal para dar la bienvenida al duque de Valentinois, César Borgia, comandante de los ejércitos papales, quien visitaba su ciudad.

—Qué extraordinario artilugio —dijo César Borgia apuntando hacia los múltiples cilindros del lanzador de artificios.

Leonardo había oído rumores de que la piel de César solía cubrirse de un sarpullido púrpura, señal de la sífilis, pero no pudo ver ni rastro de la aflicción esa noche, ni siquiera cuando los fuegos artificiales le iluminaban la cara. No cabía duda de que el duque era un hombre atractivo, alto y musculoso, con ojos del más puro azul ultramarino.

—Sí, nuestro maestro es bastante extraordinario —dijo Isabella d’Este al tiempo que se colgaba del brazo de Leonardo con coquetería. Por aquel entonces se había vuelto una mujer bastante rolliza, incluso para ser ella. Su marido había estado atareado durante su última visita a casa; no solo había dejado embarazada a Isabella, sino también a otras tres muchachas de la localidad.

Leonardo posó su mano sobre la de ella.

—Acepto jubiloso el cumplido de tan bella patrona.

Después de huir de Milán, Leonardo y Salaì sabían que no podían permanecer mucho tiempo en la campiña. Era demasiado peligroso. La península Itálica no era un país unido en el que reinara la paz, sino un mosaico de ciudades-estado y reinos en guerra. El ejército invasor francés marchaba hacia el sur para tomar posesión del reino de Nápoles. En el oeste, Florencia estaba en estado de guerra perpetuo con Pisa, mientras que en el este la república de Venecia estaba en guerra con todos. Y César Borgia, al mando del ejército papal de su padre, acababa de empezar una campaña de saqueo por la Romaña. Dado que necesitaba un lugar seguro, Leonardo se dirigió a la cercana ciudad-estado de Mantua, donde gobernaban su apasionada y vieja amiga la pelirroja marquesa Isabella d’Este y el marido de esta.

Mientras vivió en Milán, Leonardo había trabado amistad con Isabella, que solía viajar al norte para visitar a su hermana pequeña, Beatrice, esposa del Moro. Siempre que Isabella pasaba por la corte, insistía en cenar sentada junto a Leonardo para hablar de arte, política y naturaleza hasta bien entrada la noche. Cuando Beatrice murió, Leonardo e Isabella intercambiaron sentidas cartas de dolor.

Desde la invasión francesa de Milán, Leonardo no había escrito a la dama, pero presentía que le acogería en la ciudad. No se equivocó.

Así que, durante más de un mes, había servido como jefe de ingenieros de Mantua, y esa noche se le había encargado impresionar a César Borgia. Isabella se mostraba deseosa de mantener a César bien dispuesto hacia Mantua: lo último que necesitaban era que el hijo del Papa los considerara enemigos.

—La idea para este artilugio se me ocurrió mientras componía una pieza para el arpa —explicó Leonardo al tiempo que César sorteaba la barrera de protección para inspeccionar el lanzador, compuesto de varios tubos—. Pensé que si un instrumento podía emitir varias notas a la vez, ¿por qué no iba a poder un lanzador soltar varias descargas al tiempo?

—Pero yo nunca antes había visto pirotecnia en el aire… —dijo César.

Salaì le dedicó a Leonardo una fugaz mirada triunfal. Marco Polo había traído los fuegos artificiales del este hacía más de doscientos años; sin embargo, aún eran considerados como algo nuevo y experimental. La mayoría de los espectáculos pirotécnicos eran a pequeña escala y muy seguros, meras erupciones de chispas que nunca dejaban el suelo. Pero Leonardo prefería el método más peligroso de lanzar los proyectiles al aire y ver cómo los colores caían del cielo.

—Ahora ves lo ventajoso que es para Mantua haber contratado a nuestro querido Leonardo. —Todo lo que decía Isabella sonaba a coquetería.

—No puedo creer que le hayas tenido aquí más de un mes y aún no hayas conseguido de él ni un solo retrato. —César levantó una ceja—. Me pregunto si se cree por encima del patronazgo de una mera marquesa. Después de todo, está acostumbrado a servir a duques y duquesas.

—Mi marquesa es mucho más generosa que cualquier duque o duquesa que jamás haya conocido —dijo Leonardo.

—¿Has oído eso, duque Borgia? —Isabella hizo hincapié en la palabra «duque».

—Además, ¿por qué perder el tiempo con la pintura si puedo iluminar los cielos de Mantua? —preguntó. El humo de los fuegos de artificio aún estaba suspendido en el aire.

Borgia volvió sus ojos azules hacia Leonardo.

—Dime, ¿dispones de otras invenciones como esta?

—Por supuesto. Puedo llevarte a mi estudio…

—Pido disculpas, duque Borgia —dijo Isabella con los ojos fríos e impenetrables como el cristal volcánico—. Tus pesquisas tendrán que esperar. Necesito de los consejos del maestro.

 

—Lo de ese hombre es increíble. Intentar pescarte de debajo de mis narices… —El enojo de Isabella retumbó en los muros mientras le guiaba escaleras arriba por los últimos peldaños de la torre del viejo castillo de San Giorgio.

—Nadie podría apartarme de ti, mi señora.

Leonardo la siguió a sus aposentos privados.

—Recuerda lo que te digo: ese hombre quiere aprovechar tus talentos en su beneficio.