Mujeres y violencias

Mujeres y violencias

Eva giberti

ACERCA DE LA AUTORA

Eva Giberti es Licenciada en Psicología (UBA). Asistente Social (Facultad de Derecho, UBA). Doctora Honoris Causa en Psicología (Universidad Nacional de Rosario), Doctora Honoris Causa en Psicología (Universidad Nacional Autónoma de Entre Ríos). Creadora del Consultorio de Adolescentes, con el doctor R. Ehrenböck, del Hospital de Niños (1964-1967). Instructora de Residentes en Psicología Clínica (1966-1969). Jefa de Consultorios Externos de Clínica Psicológica (Cátedra de Pediatría, Hospital de Niños, 1966-1969). Exdocente en el Posgrado de Violencia Familiar (UBA). Exdocente invitada en la Especialización en Derecho de Familia (Facultad de Derecho, UBA). Excodirectora de la Maestría en Ciencias de la Familia (UNSAM). Exdocente en el Posgrado de Psicología Forense (UCES), Titular de la Cátedra Abierta Violencias de Género (Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Misiones). Docente invitada en universidades latinoamericanas. Actualmente Coordinadora del Programa “Las Víctimas contra las Violencias” (Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, desde el año 2006). Fundadora de la Escuela para Padres de Argentina (1959 hasta la actualidad). Recibió el Premio Konex de Platino 2016 por Estudios de Género. Conferencista invitada en congresos nacionales e internacionales. Entre sus libros: Abuso sexual contra niñas, niños y adolescentes; La familia a pesar de todo; La adopción; Incesto paterno/filial; Tiempos de Mujer; Políticas y niñez (en colaboración); Vulnerabilidad, desvalimiento y maltrato infantil en las organizaciones familiares; Madres excluidas (en colaboración); Hijos del rock; Hijos de la fertilización asistida (en colaboración) y otros. Escribe en el periódico Página 12.

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PRÓLOGO

Por Vita Escardó

He escrito en más de una oportunidad que Eva Giberti ha sido pionera en la investigación, análisis y desarrollo de temas que mucho tiempo después formaron parte de la preocupación pública. Este libro no es la excepción a esa regla. Muchos de sus artículos efectúan planteos anticipatorios de temáticas que aún hoy están vigentes, pulsantes y desafiantes en nuestra sociedad. El volumen se vuelve interesante porque permite observar el desarrollo de su pensamiento teórico. Me cuido aquí de no hablar de la evolución de su pensamiento, ya que así seguiríamos a Darwin: la evolución resulta de un movimiento adaptativo, y si hay algo que no podemos decir de Giberti es que se adapte al statu quo.

En algún sentido, hay textos que nos desafían a esta saludable desadaptación, ya que precisan del trabajo intelectual del interlocutor para completarse, como si algo de este ejercicio de distinciones conceptuales lograra entrenarnos en el pensamiento crítico.

La tarea constante que la autora realiza indagando lo mítico de diversas culturas destaca su capacidad para comprender la construcción, no solamente de las representaciones sociales a través del tiempo, sino de elementos fundamentales presentes en el inconsciente colectivo que, muy lejos de ser conserva cultural, están activos en el cotidiano. Complementa esta mirada con el rescate de anécdotas de nuestra historia, entramando el inconsciente de la especie con el inconsciente del territorio.

En este sentido, Eva Giberti es una intelectual argentina.

En el teatro de la antigua Grecia, el Prólogo tenía como función introducir a los espectadores en el clima y el tema de la obra, funcionando como apertura, inicio del diálogo entre los roles de actores y espectadores. Pensado así, este prólogo da la bienvenida a la lectura del libro Mujeres y violencias, que editorial Noveduc nos presenta en esta ocasión.

Es también el Prólogo el pro que va a situarse “antes de”, “a favor de” o “hacia” –según la acepción– el logos: la palabra, la razón, las ideas. ¿Y qué podría ser dicho antes que la palabra? ¿Qué podría decirse antes de las ideas? ¿Qué viene a cernirse previamente a la razón?

Veremos si logro aportar algo al “antes” de estos escritos de Eva Giberti.

Pienso, por ejemplo, que antes de sentarse a teclear, ciertos conceptos irrumpen en la escena a entablar diálogos conflictivos con la autora. De esta manera, ella los desnaturaliza. O, mejor dicho, retorna a su origen visibilizando el derrotero que termina llevándolos a su uso “natural” cotidiano.

En un segundo movimiento, como si fuera una toma de judo, el concepto cae a tierra y, más aún, se ve confrontado con aquellos significantes que porta de manera subterránea. En este Hades semántico, los conceptos se entreveran con los símbolos. Así, el símbolo, como arma noble, desbarata la opción binaria del concepto en perfecta sintonía con el concepto a desbaratar. Es la voltereta que, planeando desde un eje aéreo, se abisma en lo profundo, develando en el pensamiento la perspectiva de la complejidad.

Pero ninguna transformación prescinde de la angustia. Un nuevo personaje ha ingresado a escena. Y muchas veces hace su entrada como el coro griego, encarnada socialmente como discriminación, exclusión, estigmatización de la diferencia. Estos papeles muy habitualmente son actuados por los fanáticos.

Nuestro héroe-concepto, enfrentado con su hybris, transformado por la caída, dialoga con el Coro intentando persuadirlo para que acepte el misterio, enfrente al pensamiento hegemónico y elabore su herida narcisista. El Coro se resiste. ¿Dejará partir a un Concepto aceptado, sostenido, alimentado por generaciones?

Coro: –Tú, Concepto, has descendido al Hades a enfrentarte con la sombra. Has desafiado la luminosa faz de la tierra, acusándonos de sentir placer al someter a otros y otras en su vulnerabilidad. El poder del Hades se enseñorea en nuestro luminoso mundo y, en tu soberbia, pretendes que aceptemos nuestro gozo al someter a quienes se ven imposibilitados de contestar. Respóndenos, oh, Concepto: ¿cuál es entonces el aspecto luminoso del sombrío Hades?

Concepto: –Cierto es. Yo he descendido al Hades, he sido despedazado y reconstruido, y ya nunca me veré a mí mismo como el que alguna vez fui. Tu pregunta, oh, Coro binario, pretende separar Luz y Oscuridad, porque secretamente pretendes ser dueño de la primera. Abandona tú también tu soberbia, y entrégate a la compleja danza de las partículas de luz y oscuridad, haciendo y deshaciendo nuevas formas con las que participar de este doliente mundo.

Un fuerte haz de luz irrumpe en escena y acto seguido, sobreviene una inmensa oscuridad. De a poco, el panorama se ilumina crepuscularmente y hace su entrada el Prólogo:

Prólogo: –Sean bienvenidos y bienvenidas al libro Mujeres y violencias.

En la primera parte, encontrarán capítulos sobre las víctimas y la discriminación. En ellos se cuestionará la relación del esclavo, la víctima y el poder; aparecerán reflexiones acerca de la dominación versus la protección, pero también las vivencias de quienes asisten a las víctimas –vivencias quemantes–. “Lo familia” también se verá cuestionada como institución, atravesada por lo discriminatorio, y sacudida por los planteos de la bioética. La mujer en América Latina nos situará en nuestro contexto regional, mientras que la mirada psicoanalítica de Giberti indagará en la construcción subjetiva de “La niña”, también situada respecto de las políticas públicas y los Derechos Humanos.

La violencia contra las mujeres y la violencia en el ámbito de la familia serán analizadas por la autora desde su vasta experiencia de divulgación en los medios de comunicación, llamando la atención respecto de algunos posicionamientos complacientes con los violentos.

Eva Giberti hace su entrada al escenario. Está ataviada con una túnica y lleva coturnos. En sus manos tiene un objeto indescriptible, al que observa desde distintos ángulos.

Prólogo: –La segunda parte remite al tema “Mujer y obediencia”. En este tramo, Giberti observa el concepto obediencia desde múltiples ángulos, como lo hace habitualmente en cada temática, remitiéndose a los mitos y también a la historia. Al mismo tiempo, cuestiona las posturas esencialistas acerca del concepto de obedecer respecto del género, y la mirada que naturaliza a la obediencia como aspecto esencial del patriarcado.

Giberti modifica la posición del objeto y lo observa atentamente, como si fuera a dirigirle la palabra.

Prólogo: –Miren cómo cuestiona las normativas internacionales de Derechos Humanos: la vulneración de los mismos se torna diversa en varones y en mujeres; por ejemplo, en los casos de utilización de la violación como método de tortura.

Giberti vuelve a girar el objeto.

Prólogo: –Otro ángulo se traslada al interior de cada mujer respecto de obedecer los propios deseos, pivotando de manera interesante y novedosa acerca del concepto freudiano de deseo hostil. En esta interioridad subjetiva, maternar se enlaza con obediencia y con mandato, profundizando un concepto que, muy anteriormente a estos escritos, Giberti separó de cuajo, desarticulando la maternidad y el instinto.

Leerán también ustedes un capítulo relativo a la intuición –utilizada como fenómeno mágico para separar a las mujeres del mundo racional, tradicionalmente atribuido a los varones–. Aquí enlazará el deseo de hijos/as con el deseo de saber, explorando aquello que las mujeres pueden tener adentro, y cómo pueden, eventualmente, desear expulsarlo.

Giberti cambia de mano el objeto, lo eleva, lo observa.

Prólogo: –Otra perspectiva en torno de la obediencia trae la idea de que las mujeres son “algo”: un algo en lucha para transformarse en un quién, para lo cual han ido construyendo nuevas lógicas, no exentas de paradojas. Es la desobediencia como valor instituyente, oponiéndose al obedecer como ordenador psicológico. Esta mirada desemboca en el reconocimiento a los movimientos de mujeres, que Giberti ha integrado desde el inicio.

La tercera parte aborda el tema del patriarcado.

Giberti: –El patriarcado es un sistema político-histórico-social basado en la construcción de desigualdades, que impone la interpretación de las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres, construyendo jerarquías: la superioridad queda a cargo del género masculino, y la inferioridad, asociada al género femenino.

Prólogo: –Inicialmente, la autora desarrolla la construcción del patriarcado a lo largo de la historia, enlazada con la economía y con la distribución de lugares geográficos –como casa y trabajo– y también simbólicos, atribuyendo a la mujer el lugar pasivo dentro del lazo amoroso. Se trata de una construcción colectiva que sostiene un poder hegemónico como forma de dominación política ejercida sobre determinadas personas o grupos sociales. Esta hegemonía genera una idea de “derecho de ser obedecido” por parte de los dominadores.

La violencia doméstica genera un alto costo económico, creando una de las paradojas propias del sistema capitalista-patriarcal. En un loop de preciosismo académico, la autora recorre la trayectoria patriarcal desde los mitos hasta los datos estadísticos de los organismos internacionales. Y entonces se interna en los discursos que, pretendiéndose equitativos, le quitan el cuerpo a la cruda realidad: quien golpea siente un profundo placer.

El Coro atraviesa el escenario profiriendo un murmullo de protesta.

Prólogo: –Una mirada muy interesante refiere al efecto de fascinación que genera el tema de violencia de género, tanto desde el lugar de quienes pretenden “ayudar” a las víctimas –enmascarando una necesidad narcisista– como evidenciando la trampa del lenguaje, que enlaza violencia y género, logrando entre ambas un mutuo encubrimiento.

Giberti: –Las leyes están, pero si no cambian las cabezas de quienes las aplican, el patriarcado sostiene su eficacia.

Prólogo: –Uno de los procedimientos más atractivos que Giberti aplica es el de arremeter contra ciertas expresiones habituales de lo cotidiano. El análisis del insulto “hijo de puta” es una joya de la semántica y de los mecanismos que repetimos acríticamente, perpetuando desde el discurso, sin ninguna conciencia, la violencia contra las mujeres.

El Coro vuelve a atravesar el escenario repitiendo el insulto en diversos tonos.

Prólogo: –Respecto de la escucha a los golpeadores, su experiencia en el campo de la acción aporta un análisis que surge de lo observable, una vez que ha señalado el terrible enlace entre “lo familiar” y lo violento.

La cuarta parte se ocupa del tema Feminicidio.

Giberti: –El feminicidio como delito con entidad propia visibiliza de manera estridente la relación simbólica que anuda al homicida con las ideologías patriarcales de la ciencia del Derecho.

Prólogo: –Se trata de un nombre específico para un delito muy antiguo. Será en esta parte donde la autora se referirá más profundamente al símbolo de la sangre como capital de las mujeres, y deseo violento de los perpetradores. Refiere al cuerpo de la mujer como prenda de triunfo en el altar de lo irreparable. Y, dejándonos en una situación muy incómoda, la autora pregunta:

Giberti: –¿Cuál es y cómo es la rabia y la pavura de aquél que elige matar a una mujer? Con uno que mata, ¿cuántos otros gozan?

Prólogo: –En uno de los artículos más recientes de este tomo, Giberti finalmente arriba a la serie sistemas patriarcales/machistas/capitalistas/coloniales, enmarcando el feminicidio en contexto.

El irreductible posicionamiento ciudadano de la autora la ha distinguido históricamente, en especial cuando utiliza el lenguaje psicoanalítico. ¿Quién más podría decir, si no, que la sentencia aplicada al feminicida funciona como alivio terapéutico para las familias?

Los medios masivos de comunicación no quedan exentos de análisis cuando refiere al efecto contagio de las amenazas feminicidas; por ejemplo: “te quemo viva”.

Giberti: –Matar es imponer un orden.

El Coro irrumpe en escena y repite con expresión embobada, dirigiéndose al Cielo:

Coro: –Pero, ¿qué nos pasa? ¿Qué es lo que nos pasa?

Prólogo: –Nuevamente, la mirada crítica del mundo cotidiano apela a la desimplicación cultural de esta pregunta, como si la participación cotidiana del mundo patriarcal no arrastrara responsabilidad alguna.

La quinta parte de este libro nos introduce en el tema Trata de una manera sorprendente: la participación de Giberti en un juicio contra mujeres prostituidas. Pero sorprende aún más el capítulo “La ‘escuelita’ no publicaba avisos”. Refiere a una actividad muy temprana en la vida profesional de la autora.

Giberti mira significativamente al Prólogo.

Prólogo: –Evitaré más referencias, para no quitar a los lectores el placer de este descubrimiento.

Resulta de gran utilidad en esta parte un breve tratado sobre la trata, tercer negocio más rentable del crimen organizado, cuyo producto es el cuerpo de las mujeres, víctimas de concomitantes violencias, invisibilizadas en un mundo que se hace aparecer como ficcional ante los ojos de los clientes, quienes evaden así gustosamente su parte de responsabilidad en el asunto.

Se enlaza aquí el concepto de desvalimiento social y la responsabilidad del Estado respecto de este delito federal.

La sexta parte se ocupa del tema Violación.

Giberti: –En el ámbito social, la violación responde a un imaginario que la considera como algo probable, que nos puede suceder particularmente a las mujeres, y que se inscribe en el saber popular involucrando a la víctima como posible provocadora del delito.

Prólogo: –En esta parte, Giberti cuestionará las argucias de los magistrados para no castigar a los violadores, versión leguleya del “ella se lo buscó”. La virginidad, la violación a la que el violador será sometido en la cárcel, la vestimenta o el estado etílico de la víctima y otras excusas sirven para apañar a los violadores y culpabilizar a la víctima. La legislación incluso pretende definir el mapa de lo sexual, ignorando el amplio territorio que implica.

Finalmente, la séptima y última parte aborda un tema muy pocas veces analizado: el de las mujeres carceleras. Curioso ejemplo de personajes que, pudiendo considerarse subordinadas por pertenencia al género, resultan pasibles de ejercer poder sobre otras, al punto de lograr desnaturalizar el afecto materno hacia los detenidos en función de la obediencia debida. Sadismo, voyeurismo y odio por las conductas solidarias de familiares de presos se entrelazan en esta violencia institucionalizada, que poco se modificó en el tránsito dictadura-democracia.

Giberti respira profundo y pierde la mirada en un punto lejano, situado por sobre las cabezas del público.

Giberti: –Me fue preciso introducir teoría, capacidad de análisis y pensamiento meta para elaborar ciertas experiencias.

El Prólogo le tiende la mano, y ambos inician el mutis. Giberti desaparece tras bambalinas y el Prólogo vuelve sobre sus pasos:

Prólogo: –Antes de retirarse, recuerden que Giberti ha ejercido la docencia y la divulgación durante toda su vida. Utilicen los artículos contenidos en este tomo. Por su extensión y su claridad, resultan material excelente para el trabajo docente en cualquier ámbito en que quieran emplearse. Tomen ejemplo de nuestra protagonista: pónganse de pie y emprendan la marcha.

PRESENTACIÓN

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Este trabajo compagina textos producidos, aproximadamente, a lo largo de los últimos veinte años. Ofrecen un panorama de aquello que escribí y pensé acerca de las violencias contra las mujeres en el ámbito familiar, institucional y social; organiza ensayos y textos entre las innumerables producciones de autores que habían disciplinado sus aportes alrededor de estas violencias. Yo inicié los escritos acerca del feminismo y los derechos de las mujeres en la década del 50 (1956-1971), incorporándolos como artículos que se publicaban en el diario vespertino La Razón, en la sección “Escuela para padres”; los mismos posteriormente constituyeron un libro en tres tomos destinado a las familias que agotó treinta ediciones.

Los ensayos y artículos producidos entre esos comienzos y la década del 80, referidos al género mujer, en general, fueron recopilados en el volumen Tiempos de mujer (Sudamericana) y reeditados en 2014 por la Editorial de las Misiones, Sociedad del Conocimiento, Misiones.

Varios ensayos escritos posteriormente se incluyeron compilaciones realizadas por otros autores; parte de ellos se reproducen en este volumen.

Las aberraciones sexuales contra las mujeres ocuparon un espacio particular: conformaron un libro dedicado al Incesto paterno filial. Una visión desde el género, editado por Noveduc en el año 2014.

En sintonía con esas problemáticas, incluí un capítulo (“La victimización de las niñas mediante la trata y la explotación sexual”) en el volumen Vulnerabilidad, desvalimiento y maltrato infantil en las organizaciones familiares, editado por Noveduc en 2005. Asimismo, compilé un volumen para el Consejo de los Derechos del Niño, la Niña y la Adolescencia del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires: Abuso sexual y malos tratos contra niños, niñas y adolescentes (perspectiva psicológica y social). Además, en 2005 prologué el libro Prostitución infantil, tráfico de menores y turismo sexual, del doctor Luis G. Blanco.

En todo este material se evidencia un común denominador: la presencia invisible de un receptor del mismo que abarca a un público conservador y reactivo ante cualquier forma de cambio social en lo que a mujeres se refiere. Se trata de personas a las que es preciso oponerse y, al mismo tiempo, ilustrar.

Los textos están encaramados en luchas contra los prejuicios, los mitos y las posturas decimonónicas que ordenan la vida de las mujeres. Las últimas producciones incluidas en este trabajo son del año 2017 y evidencian que, más allá de instituciones oficiales y privadas que tomaron posición en la interminable lucha por los derechos humanos del género mujer, este continúa sobrellevando violencias infinitas y sufriendo feminicidios cotidianos.

La presente recopilación aporta la visión de las diversas dificultades atravesadas por el género mujer y, al mismo tiempo, se advierte la presencia de ese pasaje en el modo de presentar los problemas y la forma de describirlos. La escritura de los textos evidencia mis propios cambios, de acuerdo con el momento histórico y los estudios que cada época ha privilegiado. Es notable el énfasis sobre interpretaciones psicoanalíticas sostenidas por la teoría como hermenéutica para la comprensión y análisis de un conflicto, y la diferencia con textos en los que, sin eludir la formación en psicoanálisis, el enfoque del tema es abordado desde otros campos del conocimiento.

En el presente trabajo se mencionan el surgimiento de nuevas identidades de género, la relación subjetividad/colectividad y la necesidad de replantear la presencia del sujeto sexuado según la normativa masculino-femenino, todo ello asociado a diversas formas de violencia. Esa normativa se mantiene regulada por el patriarcado heterosexual y capitalista, responsable de las violencias contra el género mujer organizadas según mandatos varoniles que requieren la construcción de sujetos subordinados.

A partir de la lectura del presente texto sería posible preguntarse por la presencia de distintas formas de violencia en la formación de las subjetividades del género. La selección del material producido respecto de diversas violencias constituye un indicador en ese sentido: las violencias como dato permanente en la creación de esas subjetividades. Las violencias como categoría indiscutible en el corpus desde donde emigran, se expresan, se modifican y se interrelacionan las subjetividades. La escritura desafiante como una de las formas utilizadas para construir la propia subjetividad: tal sería un fenómeno aportado por esta recopilación.

Mediante procesos de reelaboración, las nuevas generaciones de mujeres y de personas trans se ocupan de producir textos diversos que se constituyen progresivamente en legados culturales acordes con las nuevas formas de violencias que han logrado definirse y describirse como tales. Constituyen un flujo que incorpora matices diferentes a las antiguas violencias, uno más agraviante que el otro, móviles y distribuyéndose sin titubeos ni quebrantos, seguros de sus maneras de circular sin eludir a ninguna víctima. Ya se ha advertido que las violencias no se localizan esencialmente en el “borde de la sociedad”, sino que la constituyen; que oprimen siendo “lo cultural” e impregnan con predilección al género mujer.

PARTE

I

Víctimas y discriminación

INTRODUCCIÓN

I

El primer capítulo de esta Parte 1 fue escrito en forma de artículo, mientras cursaba un Seminario con Roberto Yáñez Cortés en 1998. Mi experiencia con las diversas formas de violencias de ese momento provenía de la práctica en el Hospital de Niños y en el Hospital Rawson en las décadas de 1980 y 1990.

Dichas experiencias se centralizaban en el contacto con víctimas que recurrían a la consulta hospitalaria (niños y niñas con sus padres) o bien, como sucedía en el Hospital Rawson, con personas que por haber sufrido un accidente cardiovascular habían sido trasladadas a la Unidad Coronaria. El contacto con la violencia social lo había iniciado como asistente social, empleada en el Ministerio de Acción Social, donde mi trabajo consistía en realizar visitas “sociales” a personas que se hubiesen presentado al Ministerio para solicitar ayuda económica. Por lo general debía concurrir a domicilios ubicados en el conurbano para constatar el estado de pobreza de la persona solicitante.

Durante dos años, esta experiencia constituyó un aprendizaje esclarecedor y un contacto con diversas formas de pobreza e indigencia, en los que la violencia que hoy denominamos de género se expandía desde la niñez hasta la vida adulta. También implicó un entrenamiento para aprender a trabajar con personas ajenas a mi clase social, solamente conocidas mediante lecturas. El mismo se completó con el sistema de visitas a la villa Dorrego, en ese entonces en la Capital Federal, en donde realicé grupos con madres e hijos (práctica que posteriormente habría de llevar a cabo en la Sala 17 del Hospital de Niños). La concurrencia a la villa me condujo a la alternancia con problemas sociales ya conocidos pero recortados en modalidades diferentes de las aprendidas en el conurbano. El trato que recibíamos allí era diferente de los contactos en el suburbano: era preciso contar con la benevolencia de los “responsables” del área villera para poder citar a las madres y convocarlas para las reuniones en las que los temas de puericultura se demoraban para ceder espacio a las confidencias dolorosas de aquellas mujeres víctimas de diferentes violencias.

Pero el primer capítulo de esta Parte 1 aparece como una producción muy lejana si se lo compara con los textos que siguen, cuando las violencias adquirieron una envergadura tal que propusieron otras redacciones y permanentemente postulan reclamos.

CAPÍTULO

01

La víctima: generalidades introductorias

La idea de víctima, en tanto conceptualización, se instituye paulatinamente en el pensamiento moderno, articulada con el surgimiento del concepto de violencia. Tanto las víctimas como las violencias (1) se asocian con los cambios que se produjeron en la concepción de “la fuerza”.

Si recordamos lo que consignan los textos tradicionales acerca de Esparta y de Atenas como modelos paradigmáticamente diferentes, diremos que los espartanos solían despeñar por las laderas del monte Taigeto a los recién nacidos que evidenciaban alguna minusvalía, porque estimaban que carecerían de suficiente fuerza y destreza física, valores clave para esa población. En cambio, esos mismos textos señalan que Atenas se regía por los intercambios y ordenamientos intelectuales y culturales. De este modo, se planteaban aparentemente dos modelos opuestos respecto del empleo de la fuerza, ya que Atenas apelaba al uso de una de otra índole: la fuerza de la razón. Los atenienses comenzaron por conceptualizar a la fuerza como pathein, la fuerza de la pasión, tal como la describían en las tragedias. Entonces lograron trascender y transitar desde la fuerza del mito a la fuerza de la razón: en sus textos siempre aparecen dioses todopoderosos (por ejemplo, Zeus tonante, dueño del rayo mortal).

En las historias de los dioses y de los héroes se privilegiaba al ganador (Aquiles, Hércules o Palas Atenea); siempre se encontraba la fuerza (en algún sentido) para imponerse al otro (se impone el que pone en el otro y sobrepasa su posición).

Para los atenienses se trataba de la fuerza de la razón. Mediante el privilegio de la racionalidad se forzaba a los seres considerados irracionales: los esclavos y las mujeres. Lo que Esparta hacía de modo abierto, Atenas lo hacía embozadamente.

En Atenas, un sujeto era considerado torpe era conducido a ejercer el negocio: la negación del ocio, su opuesto, ya que el ocio correspondía a los señores, a los patricios. El mismo Sócrates pensaba según el modelo espartano, no democrático como es el caso de Pericles y Protágoras. O sea que tanto en Esparta como en Atenas el privilegio siempre fue el de la fuerza.

En la actualidad se mantiene el ideal espartano de la fuerza y la violencia, y usamos el ideal ateniense de la racionalidad cuando conviene (Yáñez Cortés, 1998).

Poder y dominación

Max Weber se refirió al poder como un concepto amorfo, porque todas las constelaciones de un sujeto pueden colocarlo alguna vez en situación de imponer su voluntad. El poder es la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social contra toda resistencia y cualquiera sea el fundamento de esa posibilidad. No se piensa en términos de una dialéctica entre voluntad y resistencia (como lo hace el idealismo alemán con Fichte y Hegel) sino en referencia al ser.

En cambio, la dominación implica que alguien debe ser obedecido; significa encontrar acatamiento ante determinado mandato entre personas dadas. Requiere una manifestación histórica visible, así como el abandono y destrucción del límite. Este es el gozne o lugar de poder que la dominación tradicional y la carismática intentan dominar.

El poder se refiere al ser del sujeto, en tanto la dominación remite a las exigencias de adhesión que deben acatar determinadas voluntades en relación con la instancia que dicho dominio detenta y ejerce. Y, por lo tanto, a las formas en que se basa y ejerce esa exigencia de obediencia (Trias, 1996).

De allí que Nietzche (Canetti, 1981) llama esclavos a los católicos al referirse a la religión de los impotentes: los que están engrillados, atados a la obediencia ciega, en este caso mediante una ley divina.

Los apóstoles ejercían el poder de pescadores o seductores de almas; con la fuerza de la convicción acerca de la bondad del sacrificio, lograron la exaltación de la víctima, hasta que la misma institucionaliza la crucifixión, el máximo sacrificio: la consagra. De esta institucionalización nacerán los mártires para sostener un proceso político-religioso; ellos elegirán acceder al máximo poder, que sería el contacto con Dios.

Actualmente, los fundamentalistas que se inmolan para estar cerca de su dios son sus víctimas-victimarios: la síntesis de la dialéctica. Están educados para ser victimarios, pero saben que serán víctimas y lo eligen en virtud de su creencia en un mandato divino. En cambio, la víctima con la que trabajamos no elige serlo, a diferencia de lo que sucede con el mártir.

La degradación del sujeto para transformarlo en víctima

En el ejemplo histórico que proviene de los espartanos y el Taigeto encontramos una característica clave para la descripción de la víctima: su degradación. Víctima es aquella o aquel que, por alguna razón, no puede. Es enclenque, pequeño o minusválido; ocupa el lugar del no-poder, que es un disvalor por impotencia, mientras que el máximo poder es la opresión, así como la enajenación de la víctima comienza con la amenaza que pronuncia o evidencia el victimario (Giberti, 1997b).

La palabra violencia deriva de vis, fuerza o impulso que supone que aquel que sabe que va a golpear da por descontado que tiene el poder, lo haga o no. Y el mismo le otorga una especie de inmunidad.

El poder de decisión traza la estrategia víctima-victimario, y está a cargo de quien decide que algún día va a golpear; le alcanza con ello porque no se aprecia a la víctima como persona; se la des-precia, como al esclavo, como a los vencidos. Es posible conjeturar, ensayando una aproximación, que así nacería históricamente la víctima, coagulando el intento de construir esclavos. Mediante la aplicación de una dialéctica inmanente al poder (que se transparenta en los fundamentalismos) se somete a un ser humano, degradándolo hasta convertirlo en un algo, aniquilando (intentando hacerlo) en lugar de incorporarlo como un alguien, el otro.

La víctima es quien soporta a quien detenta el poder, o sea, es el perdedor, el que es burlado: esta es una descripción que constituye la caracterización paradigmática de la misma. En la víctima se entrena quien utiliza el poder para dominar a quien convertirá en objeto, como sucede en la relación entre los pensantes y los sirvientes. La víctima es el territorio necesario para fundar el lugar real y simbólico de la dominación.

Placer del victimario y desvalorización de la víctima

No es habitual que en los avances teóricos acerca de la relación víctima-victimario se insista en el placer que experimenta quien daña o golpea.

Este placer reside en violentar a una persona pero, ontológicamente, para poder golpear es necesario des-preciar al otro. Esa posibilidad de pegar es imposible sin registrar al otro como a alguien descalificado: ese es el primer momento en esta relación que se entabla entre el abusador o golpeador y su víctima.

En un segundo momento, y como consecuencia de la descalificación previa y el placer que construye quien violenta, se produce el mecanismo de cosificación de la víctima (Giberti y Lamberti, 2014). Transformar a la persona victimizada en un objeto parecería constituir una instancia posterior a la descalificación primordial y primera: el placer es el resultado de golpear a una persona y no a un objeto.

En ejercicio del poder y de la fuerza de la que dispone, el violento actúa en función de la minusvalía del otro, minusvalía que por lo general él decreta: los niños y las mujeres, por ejemplo, comienzan por ser considerados inferiores e incapaces. Para desvalorizarlos, necesita en primera instancia reconocerles alguna índole de valor.

Cosificar a la víctima es un mecanismo que cuenta con un primer paso: convertirla en “menos” para reificarla posteriormente.

Potencia-impotencia-impunidad

Recordemos los orígenes del vocablo poder: patricio, patriarcado y pater comparten la misma raíz etimológica. El poder del varón es directo. No se golpea sin suponer que el otro es un sujeto débil y entonces se golpea en lugar de proteger a quien es frágil. La articulación debilidad-protección por parte de otro no es imprescindible en ciertas circunstancias, pero parecería adquirir vigencia en la relación víctimas-victimario: “Dado que podría protegerla, puedo lastimarla porque soy el poder: protejo o lastimo”. Dada la debilidad ontológica, registrada y definida por el golpeador, en la alternativa de la posible protección –no ejercida– reside el peligro que proviene del abuso de poder.

Esta articulación me autoriza a introducir la idea de impunidad –no necesaria, pero reiterada en la práctica– es decir, la no-pena para quienes delinquen, que se traduce en impotencia para la víctima, o sea, quien se encuentra en situación de impotencia o es impotente. Entonces la ecuación posiciona al impune-victimario como potente. En el imaginario, una víctima es un fracaso, es alguien que legalizó su no poder, de allí el estigma.

La impunidad se relaciona con el sentimiento de injusticia, lo que genera resentimiento en las víctimas y contiene un sentimiento de impotencia y furia impotente. No es la furia activa sino la impotente, que se convierte en un caldo de cultivo que luego se gatilla y hace que se tornen en victimarios. Esto se observa en el transcurso de los años.

El violento que crea la escena de la violencia es un dios que actúa. ¿Contra quién? Contra niños y ancianos, porque solo dispone de la potencia de lo que sería una franja intermedia: el niño no llegó aún a la potencia y el anciano ya la perdió, “fue”. Esta franja de la impotencia se diseña desde el jardín de infantes al geriátrico, porque niños y ancianos recortan una minoridad ontológica (Giberti, 1997a). Algo semejante ocurre con el género mujer, si bien este ha levantado la voz y avanzado con sus decisiones destinadas a revertir las impunidades.

Pero, para evaluar algunos niveles de las violencias, tengamos en cuenta que la historia de la humanidad describe cuál fue, en distintas latitudes, la historia de las mujeres y la de la niñez: en algunas regiones, durante siglos, los niños y las mujeres “no tuvieron alma”, a diferencia de los varones adultos. Esto implicaba que no eran sujetos per se: necesitaban ser defendidos o bien podían ser utilizados, ya que ambos “tenían menos ser” que el varón. Eso autorizaba a abusar de ellos según las costumbres de cada época y región.

El estigma que la víctima sobrelleva… ¿por qué?

Asociado a esta descripción que al mismo tiempo es una hermenéutica, se construye, social e individualmente, un hecho que siempre nos sorprende: las víctimas son descalificadas y socialmente estigmatizadas, a punto tal que con frecuencia no denuncian por vergüenza y por sentimiento de culpa.

Temen mostrar, explicitar, denunciar el abuso y el maltrato que padecen o padecieron en tanto y cuanto no solo cuentan con la propia vivencia de impotencia y de haber sido denigradas, sino que también temen la denigración social; se comprende que les resulte sumamente complejo vivir acompañadas por esa vivencia. La víctima pareciera llevar sobre sí un texto escrito: “No has podido, te fue mal”, que podría incrementar su disponibilidad para ser castigada o utilizada.

Señala Neuman (1994) que, comparada con el delincuente, “la víctima nos parece inocua, sin incentivos. Nadie desea ser robado, lesionado, torturado”.

El imaginario social rubrica la condición pasivizada de la víctima, que supone propia de ella, ya que fracasó en la defensa que quizá logró intentar o, peor aún, quizá “encontró placer en ser victimizada”, según la tesis que impregna algunos segmentos del imaginario social.

Cuando se trabaja con víctimas. ¿Quebrantos éticos?

Como sujetos que compartimos ese imaginario social, se nos presenta una duda: ¿qué mecanismo psíquico, consciente o no, se activa para que el primer movimiento hacia la víctima sea la burla, la exclusión, la crítica o la sospecha, pero raramente la inmediata empatía? ¿Por qué se produce esta expulsión de la piedad o conmiseración? Podemos suponer que la imagen de quien fue o está siendo pasivizado dificulta la identificación parcial, coyuntural y superficial con la víctima por parte de quienes están fuera de la situación.

Cuando uno es víctima de abusos de los que no puede defenderse y que hacen huella, cualesquiera sean estos, debe haber algún intento, quizá un movimiento en nuestro psiquismo, intentando neutralizar el problema, ensayando la libidinización del hecho y de la situación traumáticos.

Tal vez podríamos pensar, continuando con la anterior tesis especulativa, que en los seres humanos podría ponerse en marcha un movimiento psicológico que nos llevara a suponer que, si estuviésemos en situación de ser victimizados, algo se nos quebrantaría interiormente: ese quiebre estaría definido por una alianza que habríamos compaginado con el agresor.

La alianza estaría constituida por haberlo provocado, inducido a proceder contra nosotros. O sea, ese quiebre interior de la víctima que consistiría en provocar al agresor aliándose con él sería el que permitiría justificar al victimario. La víctima habría suscitado la violencia.

Este pensamiento facilitaría el imaginar que el victimario tuvo razón y se llegaría a construir tal pensamiento al suponer que cualquiera de nosotros podría desear generar un victimario contra sí mismo, lo que autorizaría a pensar que eso es lo que hizo la víctima. Es probable que este modo de ver y sentir a las víctimas sea inherente a la situación de padecer abusos uno mismo, puesto que en cada uno de nosotros hay un fragmento que se doblega interiormente en el sentido de darle la razón a quien nos agrede o daña. Es decir, en alguna parte de nuestro psiquismo existe una identificación con el victimario, con quien delinque y “triunfa”, lo que constituye una vulnerabilidad de las propias convicciones éticas.

También contamos con la anticipación de otra vulnerabilidad: “Esto (ser violentada) me podría pasar a mí o a mis hijos”, y al mismo tiempo pensar que una fue tonta o que se lo busco.

Además, los seres humanos tenemos una manera propia y personal de flaquear en las convicciones éticas. En cada uno de nosotros hay un fragmento que se doblega interiormente, en el sentido de identificarnos con el victimario y no con la víctima. Uno flaquea porque debe entregarse imaginariamente al violador, pero también flaquea porque le reconoce éxito y además porque aparece el deseo de ser uno el violador: son formas posibles del quebranto ético, quiebres de la integridad interior que pueden surgir en cada persona que se enfrenta con una víctima e incluso en las mismas víctimas.

Este quiebre se advierte cuando la víctima no alcanza la calidad de quien pelea, denuncia o se defiende, como si le resultara imposible sostener que “el violador es un delincuente y me dañó y yo voy a pelear por obtener justicia”.

La capacidad de pelear contra la injusticia suele quedar amilanada, morigerada, como si uno (la víctima) dijera: “Yo algo hice, algo de culpa tuve o me descuidé”. El quiebre ético y subjetivo limita la demanda de justicia porque la víctima siente que sería parte del acto delictivo.

Todos los que escuchamos a víctimas sabemos que corremos ese riesgo: que alguien nos ataque y nosotros pensemos “Claro, algo habré hecho mal, algo de razón tendrá el otro”. Entonces se reacciona de diversos modos: algunos poseemos más capacidad para posicionar al victimario como tal y poder decir que es un delincuente. Pero en otros terrenos flaqueamos, porque se trata de una experiencia que compromete nuestra subjetividad en relación con un poder vigoroso avalado por los imaginarios sociales.

Cuando nos angustiamos es porque no solo pensamos que nos podría ocurrir lo mismo que a la víctima, sino porque también nos encontramos con algo propio, pues la presencia de ella nos toca en un punto en el cual podemos dudar, en el punto en el cual podemos admirar al nazi. Es un mecanismo de admiración inconsciente hacia el bárbaro, porque es un triunfador que se impone con su potencia.

Imaginarse a una misma padeciendo abusos –más allá de los que en la vida social sobrellevamos realmente– quizá esté relacionado con el modo de ver y sentir a las víctimas y puede conducir a titubear en la defensa de ellas y a confundirse, lo que no significa darle la razón al victimario.

Estas sospechas que nos obligan a reconocernos formando parte de los contenidos del imaginario podrían convertirse en un entrampamiento para evaluar las denuncias y la situación de las víctimas y, sin duda, el profesional debe sustraerse de esto.

Vivencia de peligro frente a la víctima

La víctima produce miedo y angustia (incluso en quienes deben tratar profesionalmente con ella, distinguiéndose aquellos que se entrenaron psicológica y técnicamente para hacerlo) porque encierra peligrosidad: no es casual que Girard (1972) haya incluido en su tesis la presencia del chivo expiatorio.

¿Qué es lo que la torna peligrosa? Que es una perdedora respecto del victimario, cuya existencia se descubre en la presencia de la víctima. Pero también la convierte en peligrosa el hecho de que su existencia nos haga titubear éticamente.

Este mecanismo psíquico se asemeja a un movimiento inercial, inicial, subjetivo, que obliga a quienes trabajan con víctimas a sobreponerse a este sentimiento para darle cabida a la conmiseración y a la piedad como parte de una filosofía política.

La duda está en saber qué mecanismos se activan para que el primer movimiento hacia la víctima sea la burla, la exclusión, la crítica o la sospecha, pero dificilmente la empatía; se crea un movimiento entre los que no son víctimas y la víctima, como si se pensara que “algo puede inducir ella” para que el otro se decida a golpearla. La presencia de este mecanismo psíquico podría desembocar en un entrampamiento para el profesional que tiene que sustraerse de esta presencia psíquica posible.

Hay profesionales que al reconocer esa debilidad propia exacerban la respuesta activa porque se sienten frágiles en determinado punto, el que conduce a sospechar de quien está posicionado en el lugar de quien perdió; entonces pueden proceder de modo desmesuradamente activo y así perder la pretensión de objetividad que ponemos en marcha cuando trabajamos. Lo que conduce a proceder a destiempo y no en el momento y forma adecuados.

Quizá en ese momento se incorpore la angustia de la víctima como espejo de la propia angustia; no puede impedirse que esto suceda dada la complejidad de la relación que se entabla entre quien escucha la descripción de la violencia padecida y la misma víctima en función de narradora.

El Yo que narra la escena no es el Yo que padeció violencia: el relato está mediatizado por los códigos verbales que no traducen los códigos del dolor físico ni de la humillación, como frontera psíquica que distingue al ser humano de los animales. Solo las personas pueden ser humilladas; las bestias, no.

1- En este texto no se incluye la diferencia entre violencia estructurada y violencia estructurante, tal como la utilizamos en psicoanálisis.

CAPÍTULO

02

La discriminación sexual

Empédocles, que estaba en pedo, dijo:

–“Peresidientes del poker pejecutivo de la Res Pública, nuestro país es homo…

–¡Sexual! –gritaron.

–Géneo, burutos. Nuestra apatria es homogenual. Quiero decir, estimados fantasmas recorridos de cólicos, que todos somos iguales”.

Alejandra Pizarnik,
La bucanera de Pernambuco
o Hilda la polígrafa,
1984.

Las circunstancias se crearon poco a poco, casi inadvertidamente, salvo algunos exabruptos episcopales. Sus protagonistas ganaron terreno mediático y de pronto brotaron, legalizados por el texto jurídico; por una parte, los transexuales, que modificaron su anatomía y por otra los gays, que pueden ingresar juntos en los albergues transitorios, además de las travestis que reclaman la derogación de los edictos que ponen en riesgo su vida cuando se las detiene.

El reconocimiento del derecho a la diferencia se asentó en la legislación, lo que no implica disolver la humana capacidad de discriminación, que se desarrolla y se expande en una geografía con múltiples recovecos: uno de ellos, el de la discriminación sexual.

Este estilo del discriminar se asienta en la voluptuosidad de quien discrimina, como un llenado o una plenificación que le produce efectos temporales y espaciales, porque quien discrimina se siente pleno no solo por el poder que ejerce, sino por la persistencia de sus efectos sobre los discriminados. Quienes discriminan en territorios de la sexualidad de otros disfrutan de la persistencia de su propia voluptuosidad: la inmediatez no es voluptuosa. En todo caso, el poder que impregna su ejercicio resulta placentero, dada la expansión del Yo que le propone al discriminador. Como si intentase obtener la ampliación de un espacio psíquico para que ese Yo –que se sabe carente y titubeante en su deseo y en sus imaginarios sexualizantes– pudiera abastecerse.

Más allá de los criterios psicoterapéuticos o psicoanalíticos destinados a estudiar o acompañar los comportamientos y los discursos que pueden encontrarse –o imaginarse– en aquellas personas que evidencian su diferencia respecto de las que se considera “normales”, cabe llamar la atención acerca de la frecuente utilización del vocablo “perverso” cuando se trata de reflexionar acerca de determinadas diferencias.

“Si no se los coloca dentro de los perversos, ¿dónde se los clasifica?”. Esta es una pregunta que desnuda el dispositivo de violencia que cobija a la discriminación y destaca la parálisis del pensamiento de quien la profiere, fijado en categorías monolíticas y universalistas, a la retranca del pensamiento múltiple y plural, y de las lógicas de la paradoja que reclaman su inclusión en el modo de registrar y tratar a los otros.

Evaluar a esos otros en función del desorden que producen porque no se los puede incrustar en las categorías concebidas como únicas e inmutables puede sobrepasar su simbólica y convertirse en acto, es decir, tornarse excluyente de quienes conviven con su diferencia.

Así se crea la burocracia de los discriminadores sexuales que, a diferencia de los diferentes discriminados, configuran una categoría conocida. El origen etimológico parte de “cernir”, como dialéctica del separar; ese es el decreto que esconden quienes utilizan la vida sexual para discriminar a los diferentes: cernirlos y aislarlos en el agrupamiento de los que no pasan el cedazo donde los discriminadores organizan el bien y el mal, lo normal y lo no normal, el cielo y el infierno.

La discriminación es una de las formas mayores de la violencia y la exclusión. Sus víctimas satisfacen el afán de poder de quienes discriminan; en sus prácticas, ellos encuentran satisfacciones múltiples.

La perversidad de la discriminación encuentra su apogeo en la selección de las víctimas elegidas de acuerdo con su sexualidad.

ACERCA DE ESTE CAPÍTULO

Artículo escrito para la revista La Maga en 2011, con comentarios para esta edición (2017).

Incluir la discriminación en este texto, conjuntamente con las víctimas, significa reconocer el estilo que la Modernidad tardía encuentra para maldecir. Antiguamente, se maldecía como paradigma de exclusión. Se maldecía y excluía al mismo tiempo. Actualmente, no hay certezas acerca de los efectos de las maldiciones, pero se las sustituye excluyendo a quienes son caracterizados como malditos.

CAPÍTULO

03

La diversidad en las organizaciones familiares