Pitágoras

De Coímbra a Atenas, Maite Reyes era una presencia entrañable en los coloquios de filosofía griega. In memóriam.

Para Fernando, terco en el empeño de recuperar la infancia.

Pitágoras

En la infancia de la filosofía

Víctor Gómez Pin

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Prólogo

Empezaré evocando un relato, probablemente conocido por el lector. Cuenta Cicerón en sus Disputaciones Tusculanas que, llegado Pitágoras a la ciudad de Fliunte en la Argólida, región del Peloponeso, tuvo ocasión de conversar sobre diversas cuestiones con el gobernante local Leonte, o León, según las traducciones, quien, estupefacto ante el saber de su interlocutor, vino a preguntarle indirectamente cuál era su oficio. El viajero habría respondido que no era experto en nada particular, sino que era «filósofo». Al parecer el término filósofo era desconocido para el interlocutor de Pitágoras, por lo que este le ilustró con una alegoría.

En las olimpiadas, o simplemente en las animadas ferias de las ciudades griegas, hay personas que obtienen provecho comprando o vendiendo mercaderías, otros exponen su destreza corporal, poniéndola a prueba en competiciones, y finalmente unos terceros, a los que el relator atribuye el comportamiento más digno de consideración, no buscan provecho compitiendo o negociando, sino que meramente observan a los unos y a los otros, atentos a lo que acontece y a cómo acontece. Pues bien, habría concluido el viajero, al igual que en la feria, también en la vida es un comportamiento más digno de elogio el ser observador desinteresado del transcurrir de las cosas, que el tener una actividad u oficio determinado por intereses prácticos. Cicerón pone a su vez la anécdota en boca de una autoridad, el filósofo Heráclites Póntico, que habría frecuentado a Aristóteles pero también al heredero de Platón en la Academia, Espeusipo.

Por su parte, Diógenes Laercio sintetiza así la anécdota:

Preguntado por Leone, el tirano de Fliunte, quién era, dijo ‘un filósofo’. Y comparaba la vida a una verbena, pues así como en esta unos acuden para competir, otros para hacer negocios, pero los mejores como espectadores […] los filósofos, perseguidores de la verdad.

De la legendaria figura de Pitágoras se dice que fue un gran matemático a cuya escuela se atribuyen audaces hipótesis en astronomía o en música, así como la teoría del movimiento de la Tierra alrededor de un «fuego central» (no el Sol), o las relaciones aritméticas que cimientan la escala musical. Pero además, en ese diálogo con el gobernante de Fliunte, Pitágoras habría sido el primero en haber usado el calificativo de «filósofo», aplicándoselo como hemos visto a sí mismo. La precisión de que carece de oficio concreto, hecha por Pitágoras a Leonte, trae de inmediato a la mente esta osada afirmación de Aristóteles (Metafísica A,I, 982a8-10):

Concebimos al filósofo en primer lugar como el que es capaz de conocer el conjunto de todas las cosas, en la medida en que ello es posible, pero sin tener la ciencia particular de cada una de ellas.

Grabado de Pitágoras del siglo vi.

Si realizáramos una encuesta sobre qué nos pasa por la mente al oír el nombre Pitágoras, muy probablemente la mayoría de personas respondería evocando el teorema que lleva su nombre. Ello, obviamente, no significa que esas personas fuesen capaces de demostrar tal teorema, pero sí que es muy probable que recuerden de memoria el enunciado, dado que constituye un indispensable componente del aprendizaje geométrico escolar. Pitágoras es pues, para esas personas, de entrada, un matemático. Habrá sin embargo algunos que tengan información diferente o complementaria. Un músico asociará quizás el nombre con la llamada «escala» pitagórica, que junto a otras (por ejemplo, la llamada escala de Zarlino) eran objeto de estudio en sus años de conservatorio. Pero a una tercera persona, interesada por doctrinas más o menos esotéricas, el nombre le sugerirá la imagen de un venerado reformador religioso, cuyos prodigios dejaban a la concurrencia estupefacta, e incluso es posible que le pasen por la cabeza líneas del llamado Verso de oro, texto que se atribuyó durante un tiempo a Pitágoras como compendio de su sabiduría, y que hoy sabemos apócrifo. Un historiador de la cosmología pensará en la mencionada hipótesis de la Tierra girando en torno a un fuego central, y en consecuencia lo reivindicará como cosmólogo. Múltiples son, pues, los oficios que Pitágoras hubiera podido designar como propios ante el jerarca Leonte, en lugar de dejarle en la perplejidad, diciéndole que era filósofo.

Pero ¿qué significa todo esto? ¿Qué añade al matemático o al cosmólogo Pitágoras la condición de filósofo, la condición de alguien que tendría un conocimiento del conjunto, sin por ello ser perito en cada disciplina particular? Estas preguntas remiten a una tercera: ¿qué pasó en las brillantes ciudades marinas de Jonia, cinco siglos antes de nuestra era, para que los más grandes historiadores sigan buscando allí los cimientos de nuestra civilización? Es usual al respecto utilizar la expresión «milagro griego», pero ¿está claro en qué consiste tal milagro? Se ha dicho que este equivale al nacimiento de la ciencia y de la «filosofía». Sin embargo, a veces resulta más fácil reconocer allí la matriz de la primera que de la segunda, entre otras cosas porque el término filosofía es demasiado equívoco.

Una de las conjeturas que rememora este breve libro es la de que, en la atmósfera social e intelectual en la que se despliega el pensamiento de Tales, Pitágoras o Heráclito, entre Mileto, Samos y Éfeso, por primera vez en la historia de las culturas, se introduce el presupuesto de que la naturaleza no estaría gobernada por fuerzas oscuras y arbitrarias como los dioses de Homero, sino por una rigurosa necesidad, que limita nuestras posibilidades de someterla, pero que sería transparente a la razón. Esta convicción da cimiento a la ciencia, que nace como resultado de sospechar que las cosas no son como nuestros sentidos las perciben, y avanza hipótesis sobre el ser real que tras ellas se encubre.

Mas esta sospecha que tiene el entendimiento humano de que tras las cosas, tal como se muestran a nuestros sentidos, se esconde algo verdaderamente determinante, conducirá de modo inevitable a preguntarse por el ser mismo de quien se atreve a decir lo que las cosas son en realidad. La idea de que el hombre, siendo en ciertos aspectos un animal como otros, no es sin embargo reducible a la mera condición natural, se abre camino y se «discute». Se discute porque tal idea surgió precisamente de una observación racional de la naturaleza, y no de un acto de dejación de la razón. «Filosofía» sería el nombre mismo de esta disposición singular del espíritu humano que aúna la búsqueda de lo incondicionado y la exigencia radical de lucidez.

Nos remontamos pues a la infancia de la filosofía, una infancia, como veremos, afortunada, en la que el estupor ante lo que acontece genera interrogaciones cuya eventual respuesta renueva la admiración, generadora de otra secuencia de interrogantes. Pero a diferencia del transcurso ordinario de la vida, en la que los años infantiles parecen quedar definitivamente atrás, cada vez que la filosofía alcanza una nueva etapa, esta se revela como un retorno enriquecido a su momento de arranque, de tal manera que son muchos los que pueden sostener con Hegel (y por fuertes que sean las divergencias con este pensador) que en la historia solo ha habido «una única filosofía», a saber, aquella que nace en Jonia en los albores del siglo vi a. C.

Sería simplemente estúpido interpretar esta tesis en el sentido de una diferencia jerárquica entre la civilización jónica y las que la precedieron. Tan estúpido como pensar que la aparición de la teoría de la relatividad en un determinado contexto cultural supone algún tipo de superioridad del mismo. La prueba de la universalidad de la filosofía es precisamente que la reflexión iniciada en la lengua griega de Jonia sea, sin problema alguno, incorporable por toda lengua. La filosofía nace en una lengua y una región del mundo, pero se siente en su casa allí donde hay una lengua que la acoge.

«Única» no significa en efecto que la filosofía carezca de diversidad interior, ni que se halle enclaustrada en un marco inamovible. «Única» significa que todo combate interno y toda excursión en busca de alimento fuera de sus fronteras se hace sin perder de vista la motivación de origen (al igual que, practicando sus sorprendentes dotes para la orientación, la abeja se aleja kilómetros en busca de botín, sin perder nunca la referencia de la colmena). Pues, hija de la ciencia, la filosofía recurrirá a ella cuando sea necesario, pero sin subordinarse nunca, y los expedientes que la ciencia le proporcione no dejarán de ser eso, expedientes, instrumentos cuyo valor se juzga por su grado de utilidad para la causa que sirven.

El contexto social concreto en el que la filosofía surge, como retoño inconformista de la ciencia, en las costas de Anatolia, es el de unas ciudades costeras que habían alcanzado un floreciente desarrollo y, a través de actividades comerciales o guerreras, se habían vinculado con algunas de las grandes civilizaciones vecinas, como Babilonia o Egipto. Los protagonistas de esta aventura del pensamiento son generalmente catalogados como «presocráticos», denominación, desde luego, algo abusiva. La expresión supone en efecto que Sócrates constituye un indiscutible punto de ruptura, que hay claramente un antes y un después. Ahora bien, como veremos, los filósofos herederos de la Academia platónica están más cerca del pitagorismo que de su contemporáneo Aristóteles; y podrían darse otros ejemplos. En suma: hay a veces más afinidad de problemática entre presocráticos y postsocráticos que entre unos grupos presocráticos y otros.

En Samos, una de las evocadas ciudades de mar, nace Pitágoras. Pitágoras tuvo, desde luego, un gran peso entre sus contemporáneos y los pensadores griegos en general, lo cual no evita el plantear la pregunta: ¿por qué la elección de Pitágoras como nombre emblemático de un conjunto de filósofos? Una primera respuesta sería el enorme respeto que tienen por Pitágoras algunos de los más grandes de la historia de la filosofía, empezando por los que se sienten distanciados del mismo por razones estrictamente filosóficas.

Es quizás necesario precisar desde ahora que, cuando hablo de la influencia de Pitágoras, me refiero a las ideas centrales de la escuela pitagórica, sin que quepa distinguir claramente lo atribuible al maestro y a uno u otro de los discípulos. Como veremos, la actitud filosófica que yo mismo he calificado hace años de «tentación pitagórica» es encarnada por diversos nombres y, de alguna manera, los filósofos se han sentido obligados a posicionarse ante ella, implícita o explícitamente. Tal es el caso de Aristóteles, que critica la enorme influencia de cierto pitagorismo en los filósofos de la Academia platónica, pero a quien debemos no solo muchas de las más fiables referencias a nuestro pensador, sino también loables consideraciones. Mas si pitagórico es el platonismo de la Academia tardía, la idea esencial del pitagorismo es también vivificada por los grandes de la Revolución científica (Copérnico, Kepler, Galileo) y hasta por cierta metafísica surgida de la ciencia contemporánea. Y, sin duda alguna, la sombra del pitagorismo recorre el pensamiento de aquellos filósofos presocráticos cuyo período de mayor intensidad es posterior al del gran pensador de Samos.

Por atenerse a estos últimos, veremos que algunos de los problemas que se derivan de la concepción pitagórica del hombre y del mundo marcan las diatribas referentes a cómo interpretar el Poema de Parménides o las aporías de Zenón de Elea, dan luz sobre los posicionamientos de Heráclito o de los atomistas y, desde luego, son imprescindibles para explicar la génesis de la teoría platónica de las ideas.

Pero aún hay una razón suplementaria, y no de menor importancia, para ocuparse del pitagorismo cuando se trata de presentar aquello que da origen a los grandes temas de la filosofía. Pues resulta que una de las crisis más graves en la concepción pitagórica del orden natural, y del papel del hombre en el mismo, es consecuencia directa de una crisis filosófica en relación a una teoría en la que se hallaban también imbricadas la matemática y la música. Volver los ojos sobre aquella conmoción que vivió la escuela pitagórica puede ayudar a entender el reto que supuso cada momento de crisis en la historia del pensamiento. Piénsese que nuestra heredada concepción del mundo se halla también hoy cuestionada en sus bases por una teoría científica, aunque esta vez más física que matemática. Como casi todo lo que tiene un peso real en la vida del espíritu, el pensamiento filosófico solo se da en situación de «emergencia», es decir, en ese renacer que supone la superación de una gran crisis.

Desde la perspectiva de los pitagóricos, toda crisis en lo cognoscitivo supone también una crisis en el campo de la ética y de la filosofía política. Esto se debe a la concepción que tienen del ser humano y de los valores que este erige a fin de fundamentar la ciudad, los cuales no son separables de aquello que permitiría hacer inteligible el orden natural. Por decirlo de forma somera (y anacrónica): si el libro de la naturaleza se halla escrito en caracteres matemáticos (Galileo), también se hallaría detrás una precisa relación numérica, por ejemplo, del concepto de justicia.

Con independencia del grado de credibilidad que quepa otorgar al texto de Cicerón en el que se atribuye a Pitágoras el nombre mismo de «filosofía», en cualquier caso Pitágoras representa emblemáticamente esa singular disposición ante el entorno natural y los abismos del alma humana que ha sido caracterizada como filosófica, y que antes de Pitágoras tiene embrión en los filósofos de la ciudad de Mileto que le precedieron. Un objetivo algo más que tangencial de este libro es contribuir a despertar en el lector la nostalgia de cuando su deseo de conocimiento no establecía fronteras rígidas entre el estupor cargado de interrogantes que provocaban las cosas del entorno y la admiración que despertaba el rigor matemático. Permítaseme al respecto cerrar estas líneas preliminares con esta loa al espíritu del pitagorismo en el segundo libro de Los cantos de Maldoror del poeta Conde de Lautréamont:

Había en mi espíritu una suerte de vaguedad, la espesura de una humareda; pero pude franquear sacramente las escalas que conducen a vuestro altar y habéis logrado apartar este oscuro velo [...] La Tierra muestra ilusiones y fantasmagorías; mas vosotras ¡oh matemáticas concisas! […] hacéis que brille, ante los ojos estupefactos, un reflejo de esta verdad suprema cuya huella se muestra en el orden del universo.

Pitágoras

© 2019, Víctor Gómez Pin

© 2019, de esta edición, Shackleton Books, S.L.

Realización editorial: Bonalletra Alcompas, S.L.

Diseño de cubierta: Pau Taverna

Diseño de tripa y maquetación: Kira Riera

Composición ebook: Víctor Sabaté (Iglú de libros)

© Fotografías: Everett Historical / Shutterstock.com (p. 9), CC BY-SA 4.0 (p. 19), D. P. (págs. 31, 50, 80, 111, 121, 125, 154).

ISBN: 978-84-17822-60-6

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