portada

4ª edición: enero 2020

Título original: I’m OK - You’re OK

Traducido del inglés por Editorial Sirio, S.A.

Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.

Ilustraciones: Nancy B. Field

Diseño y maquetación de interior: Toñi F. Castellón

© de la edición original

1967, 1968, 1969 de Thomas A. Harris

Edición realizada según acuerdo con HarperCollins Publishers

© de la presente edición

EDITORIAL SIRIO, S.A.

C/ Rosa de los Vientos, 64

Pol. Ind. El Viso

29006-Málaga

España

www.editorialsirio.com

sirio@editorialsirio.com

I.S.B.N.: 978-84-18000-58-4

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Para Amy,
mi colaboradora,
mi filósofa,
mi tranquilizante,
mi alegría,
mi esposa.

NOTA DEL AUTOR

Conviene que el lector comience la lectura de este libro por el principio. Si leyera los últimos capítulos antes que los primeros, donde se definen el método y la terminología del análisis conciliatorio, no solo dejaría de captar plenamente el significado de aquellos capítulos sino que, muy probablemente, llegaría a conclusiones erróneas.

Los capítulos dos y tres son particularmente importantes para la comprensión de todo los que les sigue. Para los lectores incapaces de resistir la tentación de leer de atrás hacia delante, deseo poner de relieve que hay cinco términos que aparecen a menudo a lo largo de este libro y cuyo significado específico es diferente del que poseen en el uso corriente. Estas palabras son «Padre», «Adulto», «Niño», «estar bien» y «juegos».

PREFACIO

En los últimos años se ha venido observando una creciente irritación hacia el psicoanálisis, por la aparente lentitud de los tratamientos psicoanalíticos, su elevado coste, sus resultados cuestionables, y sus términos vagos y esotéricos. Las revistas especializadas y las asociaciones de salud mental confirman la validez del tratamiento psicoanalítico, pero no está muy claro todavía en qué consiste ni cuáles son sus resultados. A pesar de que se pronuncian anualmente cientos de miles de palabras sobre psicoanálisis, son muy pocos los datos convincentes que se han podido esgrimir a la hora de ayudar a las personas que necesitan someterse a tratamiento a superar el cliché caricaturesco de los psicoanalistas y sus divanes misteriosos.

Esta irritación ha sido expresada con creciente preocupación no solo por los enfermos y el público general, sino también por los propios psicoanalistas. Este libro es el resultado de una investigación dirigida a la búsqueda de respuestas para aquellas personas que exigen que se responda con hechos sólidos a sus preguntas acerca de cómo actúa la mente, por qué nos comportamos como lo hacemos y cómo podemos dejar de hacerlo. La respuesta se encuentra en lo que, por mi parte, juzgo como uno de los avances más prometedores del análisis psíquico conseguidos en muchos años: el llamado análisis conciliatorio. Esta nueva concepción ha devuelto la esperanza a personas que se habían sentido descorazonadas ante la vaguedad de muchas de las modalidades de la psicoterapia tradicional. Ha dado una nueva respuesta a aquellos que desean cambiar más que ajustarse, que aspiran a una transformación más que a una «adaptación». Es un enfoque realista puesto que enfrenta al enfermo con el hecho de que es responsable de lo que ocurra en el futuro, independientemente de lo que haya ocurrido en el pasado. Más aún, permite a las personas cambiar, adquirir dominio de sí mismas y de su propia dirección, y descubrir la realidad de una libertad de elección.

Debemos el establecimiento de este método, principalmente, al doctor Eric Berne, que, al desarrollar el concepto de análisis conciliatorio, ha creado un sistema unificado de análisis individual y social de vasto alcance a nivel teórico y de gran eficacia en su aplicación práctica. Por lo que a mí respecta, he tenido el privilegio de estudiar con Berne durante los últimos diez años y de participar en sus debates del seminario de perfeccionamiento que dirige en San Francisco. Tuve conocimiento por primera vez de su nuevo método de tratamiento gracias a un informe que presentó en la Conferencia de la Región Occidental, organizada por la Asociación Americana de la Psicoterapia de Grupo en Los Ángeles, en noviembre de 1957, titulado «Análisis concilitario: un nuevo y eficaz método de terapéutica de grupo». De inmediato advertí que no se trataba simplemente de «un informe como tantos otros», sino que constituía una verdadera radiografía de la mente, como nadie más había logrado obtener hasta entonces, acompañada de una terminología precisa, al alcance de todas las inteligencias. Esta terminología ha hecho posible que dos personas hablen de «conducta» y sepan a qué se refieren.

Una de las dificultades inherentes a los términos psicoanalíticos consiste en que estos no poseen el mismo significado para todos. Las palabras «ego» o «yo», por ejemplo, tienen distintos significados dependiendo de la persona que las utilicen. Freud formuló una complicada definición de estos términos, al igual que casi todos los analistas que le han seguido; pero esas largas y detalladas elucubraciones apenas resultan útiles para el paciente que intenta comprender por qué razón es incapaz de conservar un empleo, particularmente si uno de sus problemas consiste en que no lee lo suficientemente bien como para seguir unas instrucciones. Por otra parte, creo que ni siquiera los propios teóricos se ponen de acuerdo en el significado del vocablo «ego». Las vagas explicaciones y las complicadas teorías no han hecho más que obstaculizar el proceso terapéutico en lugar de favorecerlo. Herman Melville observaba que «el verdadero hombre de ciencia usa muy pocas palabras difíciles, y lo hace únicamente cuando no encuentra otra que responda a su propósito; mientras que el diletante de la ciencia cree que pronunciando palabras difíciles logra comprender cosas difíciles». El vocabulario del análisis conciliatorio es una herramienta de precisión para el tratamiento porque, empleando un lenguaje sencillo al alcance de todos, identifica cuestiones que existen realmente, la realidad de experiencias que ocurren en las vidas de personas que existen de manera real.

El método, especialmente adecuado para el tratamiento de varios individuos en grupo, aporta además una solución a la gran disparidad entre las necesidades de tratamiento y el número de personas capacitadas para administrarlo. Durante los últimos veinticinco años, y con especial intensidad a partir de la época que siguió inmediatamente a la Segunda Guerra Mundial, la popularidad del psicoanálisis parece haber creado unas necesidades que rebasan con mucho nuestra capacidad para satisfacerlas. Un torrente ininterrumpido de literatura psicológica, vertido en revistas psiquiátricas o en el Reader Digest, ha provocado un incremento de esta expectación, mientras el desfase entre esta y la cura parece haber aumentado. El problema ha radicado siempre en levantar a Freud de su diván y acercarlo a las masas.

Mike Gorman, director ejecutivo del Comité Nacional contra las Enfermedades Mentales, expresó la dificultad con que tropieza el psicoanálisis cuando intenta satisfacer estas necesidades, en su discurso ante la conferencia anual que la Asociación Psiquiátrica Americana celebró en Nueva York en mayo de 1965:

A medida que habéis pasado de ser la pequeña célula de tres mil analistas que erais en 1945 a convertiros en esta vasta organización de especialistas de 1965, que cuenta con catorce mil miembros, os habéis visto necesariamente arrastrados, de un modo creciente, a participar en los principales problemas de nuestro tiempo. Ya no podéis permanecer ocultos en la comodidad de vuestras consultas particulares, adecuadamente amuebladas con un mullido diván y un grabado que representa a Freud durante su visita a Worcester, en Massachusetts, en 1909.

Sostengo que el psicoanálisis debe crear un lenguaje «público», libre de toda jerga técnica y adecuado para el debate de los problemas universales de nuestra sociedad. No ignoro que la tarea es muy difícil; significa la renuncia a los términos cómodos, seguros y protegidos de la profesión y la adaptación al diálogo mucho más oreado del tribunal abierto. A pesar de la dificultad, es preciso llevar a cabo esta tarea si queremos que el análisis consiga audiencia en el ágora pública de nuestra nación.

Me reconfortan los recientes escritos de varios jóvenes psicoanalistas que muestran una saludable aversión a la perspectiva de pasarse toda su vida profesional tratando de diez a veinte pacientes al año.

Las palabras del psicoanalista Melvin Sabshin son reveladoras: «Basta preguntarse, simplemente, si el psicoanálisis puede o no realizar estas nuevas funciones y cumplir con este nuevo papel utilizando su estilo tradicional, su metodología típica y su práctica actual. Por mi parte, respondo negativamente. No creo que proporcionen la base adecuada para las nuevas funciones y configuraciones».

El psicoanálisis debe enfrentarse al hecho de que no puede ni empezar siquiera a satisfacer la demanda de ayuda psicológica y social de los pobres, de nuestros escolares fracasados, de nuestros obreros frustrados, de los claustrofóbicos residentes de nuestras atestadas ciudades y así sucesivamente, casi ad infinítum.

Muchos de nuestros líderes más preocupados piensan cada vez más en el nuevo papel de la psiquiatría en los próximos decenios, no solo en la ampliación de sus enseñanzas particulares sino también en la colaboración con otras disciplinas conductuales, en una posición de igualdad, con el fin de crear programas de adiestramiento para los millares de nuevos trabajadores de la salud mental que necesitaremos si hemos de alcanzar los objetivos proclamados por el presidente Kennedy en su histórico mensaje de 1963 sobre la salud mental. 1

Actualmente, el análisis conciliatorio está haciendo posibles los programas de adiestramiento de miles de trabajadores de la salud mental en un «lenguaje público», purificado de toda jerga técnica, adecuado para el debate de los problemas universales de nuestra sociedad. En el estado de California, más de mil profesionales han sido adiestrados en este método, y este adiestramiento se extiende rápidamente a otras regiones de nuestro país y a otras naciones. Cerca del cincuenta por ciento de esos profesionales son psiquiatras; entre los restantes figuran médicos de otras especialidades (obstetricia, pediatría, medicina interna y medicina general), psicólogos, asistentes sociales, enfermeras, maestros, jefes de personal, sacerdotes y jueces. En la actualidad, el análisis conciliatorio se emplea en tratamientos grupales en muchos de los hospitales, prisiones y correccionales de California. Cada día son más numerosos los terapeutas que lo emplean para orientar a matrimonios, tratar a adolescentes y preadolescentes, prestar ­asesoramiento ­espiritual y administrar cuidados obstétricos centrados en la familia. Además, también se emplea en una institución para personas con retraso mental, Laurel Hills, en Sacramento.

Existe una razón central que justifica las esperanzas puestas en el análisis conciliatorio como solución para salvar la distancia entre las necesidades de tratamiento y la disponibilidad de personal adiestrado, y es el hecho de su gran eficacia en la terapéutica grupal. Se trata de un recurso para enseñar y para aprender más que una exploración confesional o arqueológica de los sótanos psíquicos. En mi ejercicio particular del análisis, esto me ha permitido atender a un número de pacientes cuatro veces superior a los que podía tratar antes. En los veinticinco años que llevo ejerciendo mi profesión –atendiendo a pacientes y dirigiendo vastos programas institucionales–, nada me ha impresionado tan vivamente como lo que está aconteciendo actualmente en mi consulta. Una de las principales contribuciones del análisis conciliatorio consiste en proporcionar a los enfermos una herramienta que puedan utilizar; este libro tiene como objetivo definir esa herramienta. Todo el mundo puede manejarla, y no es necesario estar «enfermo» para beneficiarse de ella.

Resulta una experiencia ciertamente alentadora ver cómo las personas empiezan a cambiar, a mejorar, a crecer y a liberarse de la tiranía del pasado a partir de la primera hora de tratamiento. Basamos nuestra mayor esperanza en la afirmación de que lo que ha sido puede volver a ser. Si es posible conseguir que las relaciones entre dos individuos pasen a ser creativas, satisfactorias para ambos y libres de todo temor, de ello se desprende que esto mismo se puede lograr en las relaciones con un tercero o con un centenar de personas, o incluso –estoy convencido de ello– en las re­la­ciones entre grupos sociales enteros y hasta entre naciones. Los problemas del mundo –que aparecen cotidianamente bajo titulares de violencia y desesperación– son, en esencia, problemas de los individuos. Si estos pueden cambiar, es posible cambiar el curso del mundo. Esta es una esperanza que merece la pena albergar.

Deseo dar las gracias a varias personas por su apoyo y aportación al esfuerzo que ha exigido la redacción de este libro. Si este es hoy una realidad se lo debo principalmente a mi esposa, Amy, cuya habilidad para la redacción y fenomenal capacidad reflexiva han dado forma definitiva al contenido de mis conferencias, investigaciones, viejos artículos, observaciones y formulaciones, muchos de los cuales hemos elaborado conjuntamente. A lo largo de toda la obra aparecen muestras de sus investigaciones filosóficas, teológicas y literarias, y el capítulo que trata de los valores morales se debe enteramente a su pluma. Quiero expresar también mi reconocimiento a mis secretarias, Beverly Fleming y Connie Drewry, que prepararon el original y los ejemplares de estudio de este libro; a Alice Billings, Merrill Heidig, Jean Lee, Marjorie Marshall y Jan Root por su valiosa ayuda, y a mis hijos por su maravillosa aportación.

A mis colegas, que participaron conmigo en la fundación del Instituto de Análisis Conciliatorio, los doctores Gordon Haiberg, Erwin Eichhorn, Bruce Marshall, J. Weaver Hess y John R. Saldine; a los directores que se unieron a nosotros a medida que el Consejo del Instituto se iba ampliando: el doctor David Applegate, Laverne Crites, Donis Eichhorn, los doctores Ronald Fong, Alvyn Freed, David Hill, Dennis Marks, Larry Mart, John Mitchell y Richard Nicholson, el reverendo Russell Osnes, el doctor Warren Prentice, Berton Root, Barry Rumbles, Frank Summers, el reverendo Ira Tanner, Leroy Wolter y el doctor Z. O. Young.

Al difunto reverendo doctor Robert R. Ferguson, pastor decano de la Iglesia presbiteriana de Fremont, Sacra­mento, y asesor pedagógico del Seminario Teológico de Princeton; al doctor John M. Campbell, presidente del Departamento de Antropología de la Universidad de Nuevo México; a James J. Brown del Sacramento Bee; a Eric Bjork, por su sabiduría y sus generosas palabras, y al doctor Ford Lewis, ministro de la Primera Sociedad Unitaria de Sacramento, cuya devoción a la verdad y a la comprensión ha sido para mí una fuente inagotable de aliento.

Al doctor Elton Trueblood, profesor de Filosofía del Colegio de Earlham, por los importantes datos que me ha facilitado; al obispo James Pike, teólogo residente del Centro de Estudios de las Instituciones Democráticas de Santa Bárbara, por su contagioso entusiasmo y su generosa asistencia, y en especial, a dos personas que aportaron años de actividad docente y de estímulo, la doctora Freida Fromm-Reichmann y el doctor Harry Stack Sullivan, bajo cuya tutela escuché por primera vez el término «conciliaciones o transacciones interpersonales».

Y, finalmente, a mis pacientes, cuyas mentalidades crea­tivas y emancipadas han proporcionado gran parte del contenido de este libro, escrito a petición suya.

THOMAS A. HARRIS

Instituto de Análisis Conciliatorio,

Sacramento, California,

junio de 1968


1 M. Gorman, «Psychiatry and Public Policy», America Journal of Psychiatry, vol. 122, n.º 1 (julio de 1965).

1

FREUD, PENFIELD
Y BERNE

Me contradigo a mí mismo. Soy vasto.
Contengo muchedumbres.

Walt Whitman

En el curso de la historia, surge de un modo consistente cierta impresión sobre la naturaleza humana: el hombre posee una naturaleza múltiple. A menudo se le ha atribuido una dual, y este hecho ha sido expresado en la mitología, la filosofía y la religión. Esta dualidad ha sido siempre contemplada como un conflicto, el conflicto entre el bien y el mal, entre la naturaleza inferior y la superior, entre el hombre interior y el exterior: «Hay ocasiones –dice Somerset Maugham– en que observo perplejo las diversas partes de mi carácter. Reconozco que estoy constituido por varias personas y que la persona que, en este momento, predomina en mí cederá su lugar, inevitablemente, a otra. Pero ¿cuál de ellas es real? ¿Todas o ninguna?».

Si observamos el curso de la historia, resulta evidente que el hombre puede aspirar a la bondad y alcanzarla, sea cual sea el concepto que se tenga de esa bondad. Moisés la entendió, principalmente, como justicia; Platón, en general, como sabiduría, y Jesús la veía en el amor. Pero todos ellos estaban de acuerdo en que la virtud, cualquiera que fuese su interpretación, se encontraba constantemente minada por «algo» que existía en la naturaleza humana y que estaba en lucha contra otro «algo». Sin embargo, ¿qué eran esos dos «algos»?

Cuando, a principios del siglo XX, Sigmund Freud apareció en escena, este enigma fue sometido a una nueva prueba: el rigor de la investigación científica. La aportación fundamental de Freud consistía en su teoría de que el inconsciente era habitado por bandos en lucha. Los combatientes fueron bautizados provisionalmente: se dio el nombre de Superego o Superyo a la fuerza restrictiva y dominante, que gobierna sobre el Ello (los impulsos instintivos), y el Yo pasaba a ser el árbitro que actúa basándose en el «interés egoísta ilustrado».

Hemos contraído una gran deuda con Freud por sus denodados esfuerzos de investigación para establecer la base teórica sobre la que construimos actualmente. Con el paso de los años, los eruditos y expertos han elaborado, sistematizado y ampliado sus teorías. Pero las «personas interiores» siguen siendo huidizas, y se diría que los centenares de volúmenes que acumulan polvo y las anotaciones de los pensadores psicoanalistas no han aportado respuestas apropiadas a las personas sobre las cuales escribieron.

A la salida del estreno de la película ¿Quién teme a Virginia Woolf?, me quedé unos momentos en la entrada del cine y escuché varios comentarios de los espectadores que acababan de verla: «¡Estoy agotado!», «Y pensar que voy al cine para airearme de mi casa», «¿Por qué demonios querrán mostrar algo así?», «No la he entendido; supongo que para comprenderla hay que ser psicólogo». Tuve la sensación de que muchas de aquellas personas salían del cine preguntándose de qué trataba la película en realidad, seguras de que tenía un mensaje, pero incapaces de encontrar en ella algo relacionado con ellos o algo liberador en el sentido de cómo terminar con «la diversión y los juegos» en sus propias vidas.

Resultan ciertamente impresionantes ciertas ­formulaciones como la definición del psicoanálisis que, según Freud, es una «­concepción dinámica que reduce la actividad mental a una interacción de fuerzas que se impelen y se refrenan recíprocamente». Una definición como esta, así como sus incontables versiones posteriores, puede ser útil para «los profesionales», pero ¿qué utilidad tiene para las personas afectadas? George y Martha, en la obra de Edward Albee, utilizaban palabras al rojo vivo, desnudas y soeces, que resultaban precisas y adecuadas. Cabe preguntarse si, como terapeutas, podemos hablar con George y Martha con la misma precisión y adecuación acerca de por qué obran de la manera que lo hacen y sufren como sufren. ¿Podemos hacer que lo que les digamos no solo sea verdadero sino también de utilidad, dado que nos hacemos comprender por ellos? «¡Hable usted cristiano! No entiendo ni media palabra de lo que me dice», piensan muchos al oír hablar a algunos que se presentan como expertos psicólogos. Adoptar ideas psicoanalíticas esotéricas y presentarlas con términos todavía más esotéricos no es la mejor manera de acercarse a la gente. A consecuencia de ello, las reflexiones de la gente corriente se expresan a menudo a través de lamentables redundancias y en conversaciones superficiales con comentarios como: «Bueno, ¿no es eso lo que ocurre siempre?», sin la menor idea de cómo puede ser diferente.

En cierto modo, uno de los factores de distanciamiento de nuestra época es el abismo que separa a la especialización de la comunicación, que no deja de aumentar la distancia existente entre los especialistas y los no especialistas. El espacio pertenece a los astronautas, el entendimiento de la conducta humana es cosa de los psicólogos y de los psiquiatras, la legislación incumbe a los miembros del Congre­so y los teólogos se encargan de decidir si debemos tener o no otro hijo. Se entiende que sea así; pero los problemas de incomprensión y de falta de comunicación son tan graves que se impone la necesidad de encontrar un lenguaje que nos permita mantenernos al corriente de la marcha de las investigaciones.

En el caso de las matemáticas se ha intentado resolver este dilema a través del desarrollo de la «nueva matemática», que en la actualidad se enseña en las escuelas de todo el país. Más que una nueva forma de calculo, es una nueva manera de comunicar las ideas matemáticas, que responde a las preguntas no solo acerca del qué sino también del por qué, con el fin de que el sentimiento de exaltación que produce el hecho de poder ir a la luna o de utilizar una calculadora no sean únicamente dominio de los hombres de ciencia sino que llegue de manera comprensible al estudiante. Lo nuevo no es la ciencia matemática, sino la manera de hablar de ella. ¡Qué dificultades encontraríamos en nuestro desarrollo científico si todavía tuviéramos que utilizar los sistemas de numeración de Babilonia, de los mayas, de los egipcios o de los romanos! El deseo de usar las matemáticas de forma creativa suscitó la aparición de nuevos métodos de sistematización de los conceptos numéricos. La matemática nueva de hoy en día ha continuado este desarrollo creador. Reconocemos y apreciamos el valor creador de los antiguos sistemas, pero no queremos entorpecer la labor de nuestros días utilizando métodos menos eficaces.

Esta es mi posición en relación con el análisis conciliatorio. Respeto profundamente el abnegado esfuerzo de los psicoanalistas teóricos del pasado. Y espero mostrar en este libro una nueva manera de exponer las viejas ideas y una forma clara de presentar otras nuevas, no para atacar con inquina y desprecio lo que se realizó en el pasado, sino más bien para responder a la evidencia innegable de que los antiguos métodos no parecen demasiado eficaces en la actualidad.

En cierta ocasión, un apasionado joven del Servicio de Extensión de la Universidad, que visitaba las granjas con el propósito de vender un manual sobre conservación del suelo y nuevas técnicas agrícolas, entabló conversación con un viejo granjero que trabajaba en el campo con un apero de labranza oxidado. Tras pronunciar un educado y elegante discurso, el joven preguntó al granjero si estaba interesado en adquirir el libro, a lo cual contestó el anciano:

–Hijo mío, no trabajo la tierra ni la mitad de bien de lo que ya sé hacerlo.

El objetivo de este libro no es solamente presentar nuevos datos, sino también ofrecer respuesta a la cuestión de por qué la gente no vive ni la mitad de bien de lo que ya sabe cómo debería vivir. Tal vez conozcan perfectamente que los expertos tienen mucho que decir sobre la conducta humana, pero este conocimiento no parece surtir el menor efecto en su resaca, en el progresivo fracaso de su matrimonio o en sus alocados hijos. Es posible que acudan a consultorios sentimentales buscando consejo o que se vean magníficamente retratados en las historietas cómicas más populares, pero ¿hay en ello algo profundo y simple al mismo tiempo relacionado con la dinámica de la conducta que les ayude a encontrar nuevas respuestas a los viejos problemas? ¿Hay en ello alguna información disponible que sea veraz y útil al mismo tiempo?

Hasta hace muy pocos años, nuestra búsqueda de respuestas se había visto limitada por el hecho de que sabíamos relativamente muy poco sobre el modo en que el cerebro humano guarda los recuerdos y cómo esos recuerdos son evocados para imponer la tiranía –así como el tesoro– del pasado en la vida corriente.

LA SONDA DEL CIRUJANO DEL CEREBRO

Toda hipótesis debe verificarse mediante pruebas claras. Hasta hace muy poco, apenas disponíamos de pruebas acerca de cómo actúa la función cognitiva del cerebro, de cómo y cuáles de sus doce mil millones de células almacenan los recuerdos. ¿Qué cantidad de recuerdos se conservan? ¿Pueden desaparecer? ¿Es la memoria algo generalizado o específico? ¿Por qué ciertos recuerdos salen a la conciencia con mayor facilidad que otros?

En 1951, un neurocirujano de la Universidad McGill de Montreal, el doctor Wilder Penfield, notable investigador en este campo de la ciencia, empezó a aportar interesantes pruebas que confirmaban o alteraban los conceptos teóricos formulados en respuesta a estas preguntas. 1 Durante las operaciones cerebrales practicadas a enfermos de epilepsia focal, Penfield realizaba una serie de experimentos que consistían en tocar la corteza temporal del cerebro del paciente con una débil corriente eléctrica transmitida mediante una sonda galvánica. Sus observaciones sobre las reacciones a aquellos estímulos se prolongaron a lo largo de varios años. En todos los casos, el paciente, bajo el efecto de la anestesia local, permanecía totalmente consciente durante la exploración de la corteza cerebral y podía hablar con Penfield. En el curso de tales experimentos este pudo escuchar cosas fascinantes.

(Puesto que este libro pretende ser una guía práctica del análisis conciliatorio y no un manual científico, deseo aclarar que el material que viene a continuación, procedente de las investigaciones de Penfield –y el único de este li­bro que puede considerarse técnico–, se incluye en este primer capítulo porque lo considero esencial a la hora de establecer la base científica de todo lo que seguirá. Las pruebas parecen mostrar que todo lo que ha sido captado de manera consciente por el ser humano permanece grabado con todo detalle, almacenado en el cerebro, y es susceptible de ser «reproducido» en el presente. Posiblemente el material que viene a continuación exija una segunda lectura para comprender exactamente el alcance de los hallazgos de Penfield).

El doctor descubrió que el electrodo empleado como estimulador podía suscitar recuerdos claramente derivados de la memoria del paciente. A este respecto, afirma: «La experiencia psíquica, producida a través del electrodo, cesa cuando este se retira y puede repetirse cuando se aplica de nuevo». Y nos ofrece los ejemplos siguientes:

El primer caso es el de S. B. La estimulación del Punto 19 de la primera circunvolución del lóbulo temporal derecho le llevó a decir: «Allí había un piano y alguien lo tocaba. Y yo oía la canción, ¿sabe?». Cuando el mismo punto fue de nuevo estimulado sin ­previa advertencia, el paciente dijo: «Alguien habla a otra persona», y ­mencionó un nombre, pero no pude entenderlo... Fue como un sueño. Cuando el punto fue estimulado por tercera vez, también sin previo aviso, el paciente observó espontáneamente: «Sí, ¡Oh Marie, Oh Marie! Alguien la está cantando». El mismo punto fue estimulado por cuarta vez, y el paciente escuchó la misma canción y aclaró que se trataba de la sintonía de cierto programa de radio.

Cuando se estimuló el Punto 16, mientras se le aplicaba el electrodo, el paciente dijo: «Algo me trae un recuerdo... Veo la compañía envasadora de Seven-Up... La panadería Harrison». Después se le comunicó que se le estimulaba de nuevo, pero, en realidad, no se le aplicó el electrodo. Y el paciente dijo: «Nada».

En otro caso, el de O. E., mientras se le estimulaba un punto de la superficie superior del lóbulo temporal derecho, dentro de la cisura de Silvio, la paciente escuchó cierta canción popular que parecía ejecutada por una orquesta. La repetición del mismo estímulo reproducía la misma música. Cuando se le aplicaba el electrodo, la paciente cantaba la canción, con la correspondiente letra, acompañando así la música que oía.

El paciente L. G. dijo que se le obligaba a experimentar «algo» que le había ocurrido anteriormente. La estimulación de otro punto del lóbulo temporal suscitaba en él la imagen de un hombre y un perro que caminaban por una carretera, cerca de su casa, en el campo. Otra mujer escuchó una voz que no llegó a comprender del todo la primera vez que se le estimuló la primera circunvolución temporal. Cuando se le volvió a aplicar el electrodo aproximadamente en el mismo punto, oyó una voz que decía claramente: «Jimmie, Jimmie». Jimmie era el apodo familiar de su joven marido, con quien se había casado hacía poco tiempo.

Una de las conclusiones más importantes de Penfield fue que el electrodo evocaba un único recuerdo concreto, y no una mezcla o generalización de recuerdos. Otra de sus con­clusiones fue que la reacción al electrodo era involuntaria:

Bajo la influencia compulsiva del electrodo una experiencia conocida aparecía en la conciencia del paciente tanto si este deseaba centrar en ella su atención como si no. Una canción pasaba por su mente, probablemente tal como la había escuchado en una determinada ocasión, y el paciente se encontraba formando parte de una situación específica que progresaba y se desarrollaba del mismo modo que la situación original. Para él era algo así como interpretar una obra de teatro conocida, en la que era a la vez actor y público.

Posiblemente el descubrimiento más importante fue el hecho de que no solo se registran con todo detalle los acontecimientos pasados, sino también los sentimientos vinculados a estos acontecimientos. Un determinado acontecimiento y el sentimiento provocado por este se hallan inextricablemente vinculados en el cerebro, de manera que es imposible evocar a uno sin el otro. Penfield informa:

El paciente siente de nuevo la emoción que la situación le produjo originalmente, y es consciente de las mismas interpretaciones, verdaderas o falsas, que dio a la experiencia original. Así, el recuerdo evocado no es la fotografía o la reproducción fonográfica de escenas o acontecimientos pasados, sino la reproducción de lo que el paciente vio, escuchó, sintió y entendió.

Los estímulos producidos por la experiencia cotidiana evocan los recuerdos de una forma muy parecida a como lo hace, artificialmente, la sonda de Penfield. En ambos casos, el recuerdo podría describirse como una nueva experiencia más que como una evocación. En reacción al estímulo, la persona se desplaza momentáneamente al pasado. Por ejemplo: «¡Estoy aquí!». Esta realidad puede durar tan solo una fracción de segundo o muchos días. Tras la experiencia, la persona puede recordar conscientemente que estuvo allí. La secuencia, en los recuerdos involuntarios, sigue este orden: en primer lugar, nueva experiencia (sentimiento espontáneo, involuntario), y en segundo lugar, recuerdo (pensamiento consciente, voluntario, sobre el acontecimiento pasado que se acaba de revivir), ¡y son muchas las cosas que revivimos y no podemos recordar!

Los siguientes informes sobre dos pacientes muestran la forma en que los estímulos del presente evocan sentimientos pasados: una mujer de cuarenta años cuenta que, una mañana, caminando por la calle, al pasar por delante de una tienda de música, oyó una melodía que suscitó en ella una melancolía sobrecogedora. Se sintió presa de una tristeza que no podía entender, de una intensidad «casi insoportable». En su conciencia no había nada que pudiera explicar el fenómeno. Cuando me describió el sentimiento, le pregunté si había algo de su vida anterior que aquella canción pudiera recordarle. Me dijo que no podía encontrar la más mínima relación entre aquella melodía y su tristeza. Pocos días más tarde, me telefoneó para decirme que, mientras la canturreaba de manera repetitiva, una y otra vez, la asaltó repentina y fugazmente un recuerdo en el cual «vio a su madre sentada al piano y la oyó tocar aquella melodía». La madre había muerto cuando la paciente tenía cinco años. En aquella época, la muerte de su madre le había provocado una grave depresión, que había persistido durante largo tiempo, pese a todos los esfuerzos de la familia para ayudarla a transferir su afecto hacia una tía que había asumido para ella el papel de madre. No había vuelto a recordar la canción ni a su madre tocándola hasta aquel día en que pasó por delante de la tienda de música. Le pregunté si el recuerdo de aquella experiencia infantil la había aliviado de su depresión, y dijo que había transformado la naturaleza de sus sentimientos; al recordar la muerte de su madre, sentía todavía una profunda melancolía, pero no la sobrecogedora desesperación inicial. Se podría decir que ahora recordaba conscientemente un sentimiento que, originalmente, fue la nueva experiencia de un sentimiento. En el segundo caso, recordaba el sentimiento, pero en el primero sentía exactamente lo mismo que la muerte de su madre suscitó en ella cuando solo tenía cinco años.

Los sentimientos agradables son evocados de una forma muy similar. Todos sabemos que un olor, un sonido o una visión fugaces pueden producir una alegría indescriptible, a veces de un modo tan rápido que casi pasa inadvertido. A menos que nos centremos en ello, no podemos recordar en qué lugar experimentamos anteriormente el olor, el sonido o la visión que nos afectan. Pero el sentimiento es real.

Otro paciente explica el siguiente incidente: paseando por la calle L, junto al Capitol Park de Sacramento, llegó a él un olor a cal y a azufre, que generalmente se considera pútrido, de un producto que suele usarse para rociar los árboles. Entonces, le asaltó un fuerte sentimiento de alegría y de exaltada despreocupación. Descubrir el origen de aquel sentimiento le resultó fácil porque era agradable y placentero. Se trataba del mismo producto que, a principios de primavera, se usaba para rociar los manzanos del huerto de su padre. Para el paciente, cuando era un niño, aquel olor estaba asociado a la llegada de la primavera, el verdor de los árboles y todos los placeres que entraña para un niño la vida al aire libre después del largo encierro invernal. Al igual que en el caso de la primera paciente, el re­cuerdo consciente del sentimiento era ligeramente diferente a la explosión del sentimiento original, ya que no logró volver a experimentar la exultante y espontánea transportación al pasado que vivió durante aquel instante fugaz. Más que experimentar el sentimiento en sí, parecía como si ahora sintiera algo relacionado con él.

Esto ilustra otra de las conclusiones de Penfield: el recuerdo permanece intacto en la memoria del sujeto aun cuando este no pueda recordarlo:

El recuerdo evocado de la corteza temporal conserva el carácter detallado de la experiencia original. Cuando se introduce de esta forma en la conciencia del paciente, la experiencia parece hacerse presente, posiblemente porque se impone a la atención de una ­manera tan irresistible. Solo cuando este ya ha pasado, el sujeto puede reconocerlo como un vívido recuerdo del pasado.

Otra conclusión que podemos extraer de estos descubrimientos es que el cerebro funciona como un magnetófono de alta fidelidad que grabara en una cinta todas las experiencias vividas desde nuestro nacimiento y, posiblemente, antes de este. (El proceso de almacenamiento de datos en el cerebro es indudablemente un proceso químico que implica una reducción de la información y un cifrado, y que no conocemos en su totalidad. A pesar de ser excesivamente simplista, la analogía con el magnetófono resulta útil para explicar el funcionamiento de la memoria. Lo importante es que, sea como fuere que se realice la grabación, su reproducción es de alta fidelidad).

Penfield afirma que siempre que una persona normal presta atención consciente a algo, lo grabará simultáneamente en la corteza temporal de cada hemisferio. Estas grabaciones se producen secuencialmente y de forma continua:

Cuando se aplica un electrodo a la corteza de la memoria, puede surgir una imagen, pero la imagen generalmente no es estática. Cambia, tal como lo hizo cuando fue vista originalmente y el sujeto tal vez alteró la dirección de su mirada. Sigue los acontecimientos observados originalmente segundo tras segundo, minuto tras minuto. La canción suscitada por la estimulación de la corteza avanza lentamente, de una frase a otra, de una estrofa a otra.

Penfield llega entonces a la conclusión de que el hilo de continuidad en los recuerdos evocados parece ser el tiempo. El modelo original fue grabado en una sucesión temporal:

El hilo de la sucesión temporal parece unir las partes del recuerdo evocado. Parece también que únicamente se graban los elementos sensoriales a los cuales el individuo prestaba atención y no todos los impulsos sensoriales que constantemente bombardean el sistema nervioso central.

La evocación de secuencias de recuerdos muy complicadas induce a pensar que cada uno de los recuerdos sigue un camino de neuronas propio e independiente. Para comprender la forma en que el pasado influye en el presente, es especialmente importante observar que la corteza temporal se utiliza, evidentemente, en la interpretación de las experiencias actuales:

Cabe producir... ilusiones... a través de la estimulación de la corteza temporal... y la perturbación producida es un juicio relacionado con la experiencia actual: un juicio sobre si la experiencia es familiar, extraña o absurda; sobre la alteración de las distancias y los tamaños, e incluso sobre si la situación presente resulta aterradora.

Estas son ilusiones de la percepción, y su consideración lleva a creer que toda nueva experiencia es clasificada de un modo inmediato, de alguna forma, con la ayuda de los recuerdos de experiencias similares anteriores, con lo cual se puede juzgar sus diferencias y similitudes. Por ejemplo, después de un cierto tiempo puede resultarnos difícil evocar un recuerdo preciso y detallado de un viejo amigo tal como era hace unos años; y sin embargo, cuando volvemos a ver al amigo, aunque sea inesperadamente, podemos percibir de forma inmediata los cambios que el paso del tiempo ha obrado en él. Sabemos bien de qué se trata: nuevas arrugas en su rostro, canas, hombros más cargados... [la cursiva es mía].

Penfield concluye:

La demostración de la existencia de unos «patrones» corticales que mantienen los detalles de la experiencia actual, como en una biblioteca de numerosos volúmenes, es uno de los primeros pasos hacia una fisiología de la mente. La naturaleza del patrón, el ­mecanismo de su desarrollo, el mecanismo de su subsiguiente utilización y los procesos integradores que crean el sustrato de la conciencia, todo ello se traducirá, algún día, en fórmulas fisiológicas.

El doctor Lawrence S. Kubie, de Baltimore, uno de los más eminentes psicoanalistas de Estados Unidos, que participó en el debate acerca de la comunicación de Penfield, dijo al final de su presentación:

Agradezco profundamente la oportunidad que se me ofrece de debatir la comunicación del doctor Penfield... debido al gran estímulo que esta comunicación ha ejercido en mi imaginación. Ciertamente, me ha tenido en un estado de fermentación durante las dos últimas semanas, viendo cómo las piezas de un rompecabezas encajaban entre sí y emergía del conjunto un cuadro que arrojaba luz sobre algunos de mis trabajos de estos últimos años. Me parece estar viendo las sombras de Harvey Cushing y de Sigmund Freud estrechándose la mano en este tan demorado encuentro entre el psicoanálisis y la moderna neurocirugía, a través de la labor experimental de la que el doctor Penfield acaba de informarnos.

En resumen, podemos concluir lo siguiente:

  1. El cerebro funciona como una grabadora de alta fidelidad.
  2. Los sentimientos asociados con las experiencias pasadas se graban también, unidos inextricablemente a esas experiencias.
  3. Las personas pueden existir en dos estados al mismo tiempo. El paciente sabía que estaba en la mesa de operaciones hablando con Penfield, y sabía también que estaba viendo la compañía envasadora de Seven-Up y la panadería Harrison; era dual en el sentido de que se encontraba dentro de la experiencia y fuera de ella, observándola.
  4. Esas experiencias grabadas y los sentimientos asociados a ellas pueden ser reproducidos de manera tan vívida como cuando ocurrieron, y aportan muchos de los datos que determinan la naturaleza de las conciliaciones o transacciones de hoy. No solo recuerdo cómo sentía. En ese momento, siento del mismo modo.

Los experimentos de Penfield muestran que la función de la memoria, entendida por lo general en términos psicológicos, es también biológica. No podemos ofrecer una respuesta a la vieja pregunta acerca de cuál es el lazo de unión entre la mente y el cuerpo. Conviene, sin embargo, hacer referencia a los enormes progresos efectuados en el campo de la investigación genética en cuanto al modo en que la herencia se programa dentro de la molécula ARN. El doctor Holgar Hyden, de Suecia, ha dicho:

Cabe suponer que la capacidad de traer el pasado a la conciencia reside en un mecanismo primario de validez biológica general. Es importante un firme enlace con el mecanismo genético, y, en este aspecto, la molécula ARN, con sus numerosas posibilidades, satisfaría muchas exigencias. 2

La prueba observable producida por esos estudios biológicos apoya y ayuda a explicar la prueba observable en el comportamiento humano. ¿Cómo se puede aplicar el método científico a la conducta de manera que nuestros descubrimientos constituyan un conjunto de «conocimientos» tan precisos y tan útiles como los hallazgos de Penfield?

UNA UNIDAD CIENTÍFICA BÁSICA:
LA CONCILIACIÓN

Una de las razones que dan lugar a críticas que juzgan acientíficas las ciencias psicoterapéuticas, y en las que se basa gran parte del notable desacuerdo que reina en este campo, es que no ha existido una unidad básica para el estudio y la observación. Es el mismo tipo de dificultad con que se encontraban los físicos antes de la teoría molecular y los médicos antes del descubrimiento de las bacterias.

Eric Berne, creador del análisis conciliatorio, ha aislado y definido esta unidad científica básica:

La unidad de relación social recibe el nombre de transacción. Si se encuentran dos o más personas... tarde o temprano una de ellas hablará u ofrecerá alguna muestra de reconocer la presencia de las demás. A eso se le llama estímulo conciliatorio. Otra persona, entonces, dirá o hará algo que estará relacionado en cierta manera con el estímulo, algo que llamaremos respuesta conciliatoria. 3

El análisis conciliatorio es el método de examinar esa transacción o conciliación mediante la cual «yo te hago algo a ti y tú me haces algo a mí como respuesta», y de determinar qué parte de las múltiples naturalezas del individuo «entra en juego». En el capítulo siguiente, «El Padre, el Adulto y el Niño», se identificarán y describirán las tres partes de esta naturaleza múltiple.

El análisis conciliatorio es también un método para sistematizar la información procedente del análisis de esas conciliaciones a través de palabras que poseen, por definición, el mismo significado para todos aquellos que las emplean. Este lenguaje es, evidentemente, una de las creaciones más importantes del sistema. El acuerdo sobre el significado de las palabras y el acuerdo sobre aquello que se debe examinar son las dos llaves que han abierto la puerta a los «misterios de por qué la gente actúa como actúa». En verdad, se ha tratado de una gran hazaña.

En febrero de 1960 tuve la oportunidad de escuchar una fascinante conferencia, que duró todo un día, del doctor Timothy Leary, quien, a la sazón, acababa de entrar en el Departamento de Relaciones Sociales de la Universidad de Harvard. El doctor Leary impartió la charla al personal del hospital De Witt del estado, en Auburn, California, donde yo ocupaba el cargo de director de Formación Profesional. A pesar de las diversas reacciones que su nombre suscita en la actualidad a causa de su devoción por el uso de las drogas en la búsqueda de experiencias psicodélicas, haré alusión a algunos de sus comentarios, puesto que expresan el problema de un modo dramático y pueden explicar lo que él mismo llamó su «curso en zigzag de desilusión secuencial». El doctor Leary explicó que una de sus mayores frustraciones como psicoterapeuta fue la imposibilidad de descubrir una manera de normalizar el lenguaje y la observación sobre el comportamiento humano: 4

Me gustaría compartir con ustedes parte de los antecedentes históricos de mi inmovilización como científico de la psicología. Si miro hacia atrás, puedo distinguir tres etapas de mi propia ignorancia. La primera, con mucho la más feliz, y que podríamos llamar etapa de ignorancia inocente, era cuando estaba convencido de que había algunos secretos de la naturaleza humana, ciertas leyes y regularidades, determinadas relaciones de causa y efecto, y que, a través del estudio, los experimentos y las lecturas, algún día compartiría esos secretos y podría utilizar mi conocimiento de esas regularidades de las conductas humanas para ayudar a otras personas.

En la segunda etapa, que podría llamarse fase de ilusión de no ignorancia, se produjo en mí el perturbador descubrimiento de que, aunque, por una parte, yo sabía que desconocía en qué consistía el secreto, por otra parte la gente me miraba como si creyera que yo podía conocer el secreto o estar más cerca de conocerlo que ellos... Ninguna de mis investigaciones dio resultados y mis actividades no me revelaron ningún secreto, pero siempre podía pensar: «Bueno, no hemos tenido suficientes casos», o «Debemos mejorar la metodología», o cualquier otro de los recursos con los cuales sin duda están ustedes familiarizados. El momento del doloroso descubrimiento siempre se puede posponer, pero tarde o temprano la amarga verdad se impone: aunque muchas personas te miren y te escuchen, aunque tengas pacientes y estudiantes, asistas a las reuniones de la PTA y muchos esperen de ti que reveles el secreto, lo cierto es que empiezas a pensar que tal vez no sepas de qué estás hablando.

Después de esta extraordinaria y clarificadora admisión de unas dudas que muy pocos psicoterapeutas se atreven a formular, pero que muchos han sentido, Leary continuó describiendo, de manera extensiva, los diversos tipos de investigación empleados en pruebas, catalogación y sistematización que le habían mantenido ocupado a él y a su equipo. Pero en sus trabajos se había tropezado con los problemas de la ausencia de un lenguaje y de una medida comunes para el comportamiento:

¿Qué hechos naturales lograremos obtener de modo permanente para que luego podamos contarlos? Más que estudiar la conducta libre natural, me he dedicado a experimen­tar con la posibilidad de establecer un lenguaje normalizado para el análisis de cualquier conciliación natural. De todas las nociones poéticas, notas musicales y trozos líricos que utilizamos, ciertas palabras como «progreso», «ayuda» y «mejoría» son las más claras que hemos encontrado. Operamos con información insuficiente sobre nosotros mismos y sobre el otro. No tengo ninguna teoría acerca de nuevas variables en psicología, ni poseo nuevos términos ni un nuevo lenguaje psicológico. Simplemente, estoy tratando de establecer nuevas formas de realimentar a los seres humanos con lo que hacen y los sonidos que producen. En estos momentos, para mí, lo más fascinante del mundo es descubrir las discrepancias entre personas que participan en la misma interacción. Porque cuando lo consigues te encuentras con la pregunta: ¿por qué es así?