Exordio

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Quién sabe si lo que parece omitido hoy,

no está solamente esperando

el mañana?

 

Kahlil Gibran, El profeta

 

I

I

—¡Adelante! —La voz amplificada del juez retumbó en el recinto e Irene saltó buscando a su rival. Los espectadores, quizás algo más de tres centenares, guardaron silencio.

 

Irene se desplaza adelante y atrás con pasos elegantes, cruza armas, fintea y amaga. Es evidente que ha decidido esperar el ataque de su adversaria. Octavio, el entrenador, le había dicho minutos antes de comenzar el asalto: «La venezolana es derecha, así que mantén la punta sobre su flanco. Cuídate de su ofensiva y busca la parada de riposta, que tú la aseguras muy bien. Obsérvala, ella tiene un buen ataque, pero tú lo puedes parar. Ataca solamente de riposta. Y recuerda: el brazo estirado, no lo recojas. ¡No lo recojas!»

Consumidos los primeros segundos, la venezolana, consciente de la superioridad de la cubana, no ataca. Amaga, provocando a Irene, que comienza a impacientarse. Quince, veinte, veinticinco segundos. Inesperadamente, Irene lanza la hoja del florete al pecho, pero comete un error. Al iniciar el ataque, para imprimirle mayor velocidad, recoge ligeramente el brazo. Su rival aprovecha ese desliz; estira el suyo, dejando la punta de su arma muy cerca del cuerpo de Irene, y en los instantes en que esta comienza el avance, se clava.

La luz roja que identifica a la floretista venezolana se enciende. En las gradas estallan los aplausos y la algarabía aplasta la voz del juez cuando anuncia:

—Tocada a la derecha.

La competidora local ha obtenido el primer punto. Todo ha sucedido en pocos segundos, quizá menos de treinta. Irene se ha quitado la careta que protege el rostro y observa la luz. Sabe que el golpe ha sido limpio. Mira a Octavio que, sentado muy cerca del podio de competencias, se encoge de hombros y se lleva el índice a la cabeza. Da unos pasos sobre el podio tratando de ganar unos segundos para poner en orden su mente, pero presiente que este no es su día.

—¡Concéntrate! ¡No saltes tanto; presiónala! ¡Prepara bien el golpe! ¡Cuando estés arriba, viva! ¡No bajes la mano!

Las voces de Kiko, el jefe de los entrenadores; de Robertico, Magaly, Tony, Eduardo, integrantes del equipo, salen rotundas. Felicita, sentada en el piso, muy cerca de Octavio, se come las uñas. Es la más joven del grupo y esta ha sido su primera competencia internacional. Comparte la habitación del hotel con Irene, y desde ayer comparte también su secreto. Por eso presiente la tragedia.

—¡Vamos a cogerla, que no tiene espina!

Rosa, la medallista de bronce, le grita mientras salta, ríe, da palmadas:

—¡Flaca, dale a los pedales!

Ahora es Alex, el campeón masculino, negro, espigado, rapado, de nariz chata y boca generosa.

—¡Listos! —la voz del juez se deja escuchar con autoridad y las dos competidoras se colocan las caretas y presionan el enchufe ubicado en la parte posterior de la cazoleta de sus floretes.

—¡En guardia! ¡Adelante!

Irene mueve con agilidad el florete, lo cruza con el de su contraria, amaga, paso adelante, paso atrás. Busca distancia.

Octavio advierte, en el desplazamiento de su discípula, un balanceo desacostumbrado. Es evidente que no ha logrado aún la necesaria concentración. En ese caso, lo más prudente es ganar tiempo y esperar a que la venezolana, ahora más confiada, ataque; tomarle el tiempo y, con una buena parada de riposta, contraatacar. Pero la muchacha no se decide. Evidentemente ha adivinado las intenciones de Irene y quizás sospeche que algo sucede en su interior. No es la misma de las eliminatorias. Por eso, decide esperar. Los nervios se tensan.

—¡Calma! —le grita Octavio.

Comprende que si Irene se desespera, le será muy difícil alcanzar con la punta del arma el cuerpo de su rival.

Y esto es precisamente lo que ocurre.

La cubana inicia un ataque directo, aprovechando el amago de su adversaria. Lanza el florete en busca del pecho. La otra, con un movimiento preciso y veloz, barre con la hoja de su arma el espacio por donde penetra el acero de Irene, lo golpea y lo desvía. La punta con el botón electrónico que debe marcar el tanto, pasa muy cerca del torso de la venezolana. Esta aprovecha el desbalance de la cubana, quien ha quedado con el cuerpo inclinado sobre la rodilla adelantada y con la cabeza ligeramente hacia abajo, y justo en su parte posterior, en el lomo, como el torero que embanderilla al animal, la vuelve a tocar.

—¡Ooooooh! —el grito que lanza sobrecoge a Irene. Por segunda vez se enciende la luz roja.

—¡Tocada a la derecha! —sentencia el juez.

La suramericana libera su rostro. Alza el brazo en señal de saludo y cierra el puño. El público rompe en aplausos. Irene la observa en silencio. Está desconcertada, como quien experimenta la sensación de no saber dónde se halla.

—¡Calma, calma! —la voz de Octavio parece sacudirla—. ¡Juega con el tiempo, juega con el tiempo!

Entonces calla y abre los brazos. Como preguntándole qué le sucede. Irene comprende el gesto, niega con la cabeza, aunque conoce la causa de su desconcentración: mareos y vómitos que comenzaron dos semanas antes de salir de Cuba. Pero ha decidido guardar el secreto. “Se lo diré al regreso, cuando ya no se pueda impedir”, le confesó a Felicita la noche anterior. “Así lo acordamos Tomás y yo”.

Irene da unos pasos sobre el podio, se coloca el cable, extiende la mano abierta y el juez asiente con la cabeza. Ella se agacha y estira la media. El juez comprende que se trata de una maniobra para ganar tiempo.

—Listos —dice sin vacilar. Conoce la treta de la cubana, pedir tiempo para ganar tiempo. Irene se incorpora con rapidez.

—¡En guardia! ¡Adelante!

En el rostro de Octavio no se mueve ningún músculo. Su mirada está fija en la mano de Irene que empuña el florete. Recuerda que en el ómnibus, cuando se dirigían al área de competencias, notó cierta presión en su discípula. Ocurrió mientras le hacía algunas recomendaciones; aparentemente ella le prestaba atención, pero tenía la mirada ajena, distante. Octavio atribuyó el hecho a la proximidad del combate decisivo y pensó que se le pasaría. Pero ahora, la duda regresa.

En una competencia donde todos los atletas están bien preparados, aquel que psíquicamente se encuentra mejor, gana. Así suele ocurrir en los deportes de combate.

Irene adelanta el pie, fintea. Comprende que su situación se torna por momentos difícil. Le han parado dos golpes, uno por el flanco y otro por el pecho. Por eso, ahora amaga por el hombro. Su rival, con más seguridad, comienza a mover el florete con fuerza, golpea el de la cubana una y otra vez, y este comienza a flexionarse.

Irene percibe el peligro. Conoce el golpe. La venezolana quiere sacar provecho a su mayor estatura y, flexionando la hoja, lograr que la punta golpee cualquier parte del cuerpo. Es el llamado “golpe de caupe”. En un rápido movimiento, la cubana cruza su florete sobre el rostro y detiene el golpe de su rival, rechazándolo hacia arriba. Riposta y lanza el arma sobre el costado, pero de nuevo comete el mismo error que le costó el primer punto: recoge el brazo. La contrincante ataca con tal fuerza contra el pecho de Irene que esta se dobla, mientras el florete se le escapa y cae al suelo. Una súbita debilidad la obliga a sentarse sobre el podio. Con la mano oprime el seno lastimado.

Octavio y los demás integrantes del equipo se acercan. Felicita se cubre el rostro, pero reacciona de inmediato y se precipita sobre el podio. Robertico, que permanece en su puesto, agacha la cabeza con aire de consternación. Sobre sus rodillas descansa una grabadora. Oprime un botón y comienza a describir la escena. Octavio retira la careta a Irene y la ayuda a tomar aire. Ella se arrebuja contra él. La luz roja permanece encendida, pero ahora los espectadores no aplauden. Las miradas están fijas en la atleta que se ha lesionado.

En la última fila, un hombre permanece sentado; enciende de nuevo el tabaco que sostiene entre los labios, deja escapar una bocanada de humo y en su rostro se dibuja una débil sonrisa. Parece violentamente contenido y concentrado.

—¿Te pusiste los protectores? —la voz de Octavio suena desconcertada.

La atleta asiente y él descubre dos lágrimas en las mejillas.

—¿Y aún con los protectores te duele tanto? —insiste, dulcificando la voz.

Irene no responde, intenta incorporarse, pero Octavio le atenaza el brazo.

—Ya pasó —dice ella mientras Felicita le limpia el sudor de la frente.

—No te desanimes, aún puedes ganar —repone Octavio y la reprende—: Eso te pasó por recoger el brazo. ¿Qué te pasa, por qué estás tan desconcentrada?

Irene siente el gesto y las palabras como una bofetada. Lo mira, pero él no logra comprender el significado de su desconsuelo.

—Puedes ganarle todavía, no es superior a ti. Te ha tocado tres veces por tus propios errores.

Irene inspira profundamente, suelta algo de aire y se incorpora. Da unos pasos sobre el podio de competencia. El público la anima con aplausos. Gallo, el armero, le tiende el florete, mientras Felicita le sube las medias que se le han corrido.

—¡Con esa medalla quedamos invictos! —le grita Octavio—. Recuerda que eres del equipo nacional. ¡Tú eres superior!

Al Centroamericano Juvenil de Esgrima se había llevado al equipo joven, reforzado con algunos atletas de alto rendimiento que estuvieran dentro de las edades límites. Y ahora, en el último combate, parecía que el pronóstico no se cumpliría y, lo peor de todo, la única derrota correría a cuenta de una integrante del equipo nacional.

—¡Adelante!

La orden del juez se escucha en todo el recinto que, de improviso, parece haber enmudecido.

Irene se mueve con agilidad, el brazo ligeramente flexionado. Parece más decidida. Sabe que con solo dos toques todo habrá terminado. Choca el arma con fuerza. La venezolana retrocede, mientras la cubana comienza a hacer círculos concéntricos alrededor del florete de su rival. Ha decidido realizar un ataque sencillo, pero preciso. Avanza un paso mientras la punta de su arma sigue girando alrededor del acero de la otra. De pronto, golpea la hoja y lanza la suya por el espacio abierto en busca del pecho.

Ante la inminencia del golpe, la venezolana extiende el brazo y las dos luces se encienden. Irene libera el rostro y, por primera vez en la noche, en él se dibuja una expresión de euforia. Sabe que, aunque ambas se tocaron, el punto le corresponde, pues ella inició el ataque. Por eso queda paralizada cuando el juez exclama dubitativo:

—¡Golpe a la derecha!

 

II

II

—¡NOOO! —Exclama Irene con ira y se quita la careta, que rueda por la pista; sus ojos relampaguean, mientras contrae el rostro. Los muchachos del equipo se han puesto de pie e increpan al árbitro. Sentada en el piso, Felicita oculta la cabeza sobre sus rodillas.

Octavio ha perdido su calma habitual y se mueve de un lugar a otro abriendo los brazos mientras lanza furiosas miradas al juez. Este mastica la impertinencia con frialdad y se dispone a ratificar el golpe a favor de la local, que ahora sonríe con un gesto que es exactamente el punto medio entre la provocación y la sorpresa; rehúye la mirada de Irene y se apresura a ajustarse la careta.

—¡Cruz de fer! —dice el juez y niega con la cabeza.

Su voz ha sonado profunda y retumbante. Irene enrojece, mira desconcertada al público y abre los brazos. Parece una frágil modelo; el pelo rubio, ensortijado, de un color encendido, contra su piel blanca, más bien de un blanco subido, pálido. Tiene el cuerpo espigado y las piernas largas. Los ojos grandes, azul oscuro, todo lo oscuro que pueden ser los ojos azules; los pómulos altos y discretamente salientes. Sus labios carnosos.

Cuando llegó al equipo, tres años atrás, tímida, recatada y melancólica, más de uno de los integrantes pensó que no se adaptaría. Seis meses después, sin embargo, Irene se había añadido como pez a la pecera.

Su mirada ansiosa se pasea ahora entre el público que rechifla al juez.

La reacción va subiendo de tono a pesar de que el punto ha colocado a la atleta local a las puertas del triunfo. Kiko, el entrenador principal, se pone de pie, se acerca a Irene y la toca en el hombro como para tranquilizarla.

—¡Cálmate!

Octavio presiente que la cabeza de su discípula es un caos. En unos segundos el juez dará la orden de combatir y ella estará excitada.

—¡Concéntrate! —le exige.

—¡Aprieta las nalgas y dale a los pedales! —le grita Alex y la mira con una sonrisa de conmiseración.

Su exclamación ocurrente y desinhibida baja el tono de la protesta e Irene oculta el rostro tras la careta.

—¡En guardia! ¡Listos!

En la sala se hace un profundo silencio. Irene se coloca en la línea, tensa, abrumada.

Esos breves momentos antes de la orden de combatir siempre le parecen eternos, como si todos, el juez y los espectadores, inspiraran profundamente, conteniendo el aliento, y la falta de oxígeno hiciese transcurrir la vida a cámara lenta.

—¡Pobre! —exclama Felicita, que se esfuerza por contener la emoción.

Octavio se mantiene de pie, muy cerca del podio. Sus ojos tratan de adivinar lo que sucede en el interior de Irene.

Recuerda en ese instante el viaje que realizó con ella a su casa en el campo, y la impresión que le causó el padre. Era un hombre de unos sesenta años. “Sesenta y tres”, le aclaró Irene. Octavio se sorprendió cuando le dijo que no había estado nunca en la capital, ni siquiera fuera de los límites de su municipio. Entonces pensó que el viaje había sido en vano. No dejaría a Irene becarse en la Escuela Superior de Perfeccionamiento Atlético. Octavio la había descubierto en los Juegos Escolares y a una propuesta suya ella le había dicho que su padre no lo permitiría.

Por insistencia de Irene acompañó a este al ordeño, y allí aprovechó para hablarle de las condiciones de la hija para la esgrima. Cuando el hombre se dispuso a sobar la primera de una docena de vacas —y como Octavio continuaba hablándole de las posibilidades de la muchacha— cruzó el índice sobre la boca en señal de silencio. El entrenador pensó que al viejo solo le interesaban las vacas y la tierra y que sería inútil insistir en el asunto. Pero al concluir el ordeño, este le brindó un vaso de leche pura y, con una mirada cálida, posó la mano sobre su brazo: “Ella es muy buena, ¿verdad?”, su voz era suave, cariñosa. Octavio comprendió con asombro que el hombre lo había escuchado con atención. “Tiene el potencial para convertirse en una de las mejores. Una de las mejores”, le respondió, y notó cómo los ojos del viejo brillaban.

De regreso en la casa, el campesino conversó en susurros con la esposa. Después ella se acercó a Octavio y le dijo: “Se la puede llevar para La Habana”. Los ojos de Irene se mostraron sorprendidos y dirigió una rápida mirada al entrenador que, sonriente, se encogió de hombros. Luego miró a la madre, que asintió con la cabeza, y dos segundos más tarde a su padre, quien giró torpemente sobre sus pies y se perdió en la casa.

 

—¡Adelante!

Casi todos presienten el final. Remontar una diferencia de cuatro puntos resulta casi imposible en una competencia de nivel.

—Aún puede ganar —masculla Octavio sin mirar a Irene. Felicita, que alcanza a escucharlo, levanta la cabeza y lo mira incrédula. Pero él conoce a su mejor discípula; sabe que cuando está debajo en el marcador, se transforma. Es una atleta carismática.

El público comienza a animar a la cubana, mientras sus compañeros de equipo permanecen de pie. El acondicionador de aire estaba graduado a la temperatura más fría, pero en la abarrotada sala había más de 28 grados y algunos espectadores se encontraban desnudos de la cintura para arriba.

—¿Por qué no utilizas la flecha? —le grita Octavio.

Es un ataque arriesgado, pero intuye que Irene está en condiciones para realizarlo. La mejor prueba es el tanto que acaban de arrebatarle.

La cubana amaga, deja atacar a su contrincante que se muestra indecisa, sabe que ha perdido su mejor oportunidad, lanzarse en el primer instante. Ahora Irene la mantiene a distancia, mientras se mueve con elegancia. Hace parada de riposta para evadir un ataque, pero no contraataca. Se mantiene a distancia. Sin percatarse, la venezolana ha retrocedido muy cerca del límite permisible. Irene da otro paso adelante y amaga, la otra retrocede y aunque trata de ripostar, es tarde. Se encuentra a un metro del final del podio. Irene lanza otro ataque y su rival sale del límite.

—¡Un metro! —exclama el juez.

La competidora local se quita la careta y solo entonces comprende la trampa a la que la condujo la cubana.

—¡Listos! ¡En guardia!

En el próximo tiempo, la venezolana tendrá que salir atacando directo y con fuerza, pues si retrocede un centímetro más, perderá el punto. Irene también lo sabe.

—¡Adelante!

Ambas atletas se lanzan desesperadamente al ataque y las luces roja y verde se encienden al unísono.

—¡Doble! —sentencia el juez.

Unos segundos después se escucha nuevamente su voz excitada:

—¡Doble!

Irene se limpia el sudor que corre por su rostro y se vuelve a colocar la careta.

—¡Listos, en guardia, adelante!

—¡Doble!

La acción, por tercera vez, resulta una copia de las anteriores. Se han tocado al unísono. El juez se adelanta, extrae una moneda, la lanza al aire y la atrapa en la caída. Pregunta la selección de las competidoras. Quien acierte habrá ganado el derecho de ataque mientras la otra se limitará a intentar parar el golpe, algo sumamente difícil de lograr por el empuje del que gane el derecho de ofensiva.

Un silencio tenso reina en la sala. Octavio y el resto del equipo parecen sobrecogidos. Gallo, el armero, le ruega al santo que favorezca a Irene. Alex y Rosa han perdido la jovialidad y dan saltillos para tratar de aliviar la tensión. Felicita oculta el rostro detrás de sus manos abiertas. De pronto, un alarido estalla en el interior de la instalación. La algarabía entre los cubanos es ensordecedora. Felicia se incorpora y da unos pasos hacia el podio.

—¡Dale, coño! —grita. Irene se coloca la careta, decidida.

—¡Adelante!

La cubana se lanza con el brazo estirado completamente como una flecha. En el avance imprime tal fuerza que las piernas quedan suspendidas en el aire, mientras con su puño orienta la punta del florete, sortea la parada de la venezolana, describe un movimiento, cambia a otro ángulo y le clava la punta del arma en el pecho.

El golpe es limpio y por primera vez se enciende solamente la luz verde. Los cubanos y los simpatizantes venezolanos, que han ido en aumento, aplauden hasta el delirio. El golpe ha sido espectacular, fulminante. Por primera vez en la noche, la venezolana ve cómo se le viene encima toda la superioridad de la cubana.

Irene adelanta el labio inferior y sopla hacia arriba como si fuera a secarse el sudor que le cubre la frente y la nariz.

—¡Fuerte! —le grita Alex.

—¡Dale duro, flaca! —ahora es Magaly, la novia de Alex, que se mantiene a su lado.

—¡Con la mano arriba! ¡Viva! ¡Repite la flecha! —Rosa salta y agita sus brazos batiendo el aire como si sostuviera un arma en la mano—. ¡Prepara bien ese golpe!

Octavio se ha quedado mirándola y sonríe. Su discípula parece otra.

—Piensa en los golpes uno a uno —le dice. Irene le escucha con absoluta concentración. Comprende el significado de sus palabras: olvidar que su rival tiene cuatro puntos y concentrarse en cada golpe como si fuera el primero.

—En guardia.

Irene regresa presta a la línea. Para los presentes en la sala, conocedores de la esgrima, es evidente que algo ha sucedido en el interior de la cubana. La venezolana también lo presiente, ha perdido la seguridad. Sabe que ha recibido dos golpes en forma consecutiva, pues el cuarto a su favor le fue arrebatado a la cubana.

—¡Adelante!

Irene busca la acción, se mueve con destreza. La flecha le proporcionó el primer punto y parece decidida a repetirla; amaga, buscando el momento preciso. De repente, la local lanza un ataque que Irene detiene elegantemente y como un bólido se lanza al contraataque. Es la flecha otra vez. Sus piernas quedan suspendidas en el aire y el florete parece cortar el aliento de los espectadores, maravillados ante la destreza y el virtuosismo de la esgrimista. Cuatro a dos marca la pizarra.

Unos segundos después y de nuevo están finteando, amagando, paso adelante y paso atrás. Todos esperan de nuevo el ataque de la cubana, que continúa amagando. Se nota segura, aunque excitada. Sabe que un error le costará el asalto y la medalla. La venezolana da un paso adelante y se estira a fondo. Irene para el golpe a la altura del brazo con un movimiento hacia afuera, riposta con un golpe a la espalda, pero la otra adivina la intención y mete la cabeza. La punta del florete choca violentamente contra la careta y el arma de Irene se parte en dos. Por primera vez en la noche se enciende la luz blanca, que señala un golpe no válido.

Gallo se precipita sobre el podio, toma el florete partido, mientras la cubana ajusta la empuñadura de otro que el armero le acaba de entregar.

—Te arreglé el ajuste —le dice este cuando se dispone a retirarse—. Especial para ti, rubia linda.

Sus ojos se encienden, acerca su rostro al de la muchacha, y con voz entrecortada por la emoción, agrega:

—Mi santo me aseguró que ganarías si batallabas duro. Irene termina de ajustarse la nueva empuñadura, le guiña un ojo al armero y esconde el rostro detrás de la careta.

—La parada de riposta te salió bien y es un golpe confiable —le dice Octavio aprovechando la indecisión del árbitro.

—La voy a provocar —le dice ella.

—¡Listos!

Irene regresa a la línea. Se ajusta la careta con la mano libre y llena de aire sus pulmones.

—¡En guardia!

Ella ladea su cuerpo, flexiona las rodillas ligeramente y adelanta el brazo que sostiene el florete, mientras eleva el otro buscando el equilibrio de su cuerpo.

—¡Adelante!

Durante unos segundos fintea, amaga. Por un instante, ante el asombro de todos, baja el arma en un gesto de menosprecio a su rival. En realidad conoce la calidad de la venezolana; con este gesto trata de provocarla.

Y lo logra.

Lo que desconoce es que la muchacha tira la flecha con tanta maestría como ella.

El público grita de espanto, pero en el último instante, a solo unos centímetros del pecho, Irene logra detener el golpe. El cuerpo de la venezolana le ha quedado tan cerca que con solo mover su florete la toca por el hombro.

—¡Cuatro a tres! ¡Listos, en guardia, adelante!

La cubana sale decidida a ganar el punto del empate, fintea, paso adelante y atrás, amaga, cruza aceros. Con la punta del florete comienza a dibujar círculos concéntricos alrededor de la hoja de su rival.

Entonces todo sucede muy rápido.

La venezolana presiente el peligro, golpea el florete contrario, lo aleja y riposta en dirección al hombro. Irene responde, rechaza arriba e introduce la hoja del suyo por el espacio desguarnecido. Su rival cruza y barre el aire, riposta y estira su arma tratando de clavársela en el pecho, pero la cubana, con un movimiento de torso, preciso y veloz, ha girado, como lo haría un torero ante la embestida del animal, y la hoja acerada pasa.

Los aficionados no pueden contenerse y saltan de sus asientos.

De nuevo la luz verde.

El hombre sentado en la última fila enrojece, y un lunar rojo que sobresale en su mentón parece inyectársele de sangre. Arroja el tabaco al piso y lo aplasta con furia contenida mientras sus dedos se crispan nerviosamente. Durante todo el combate ha permanecido inmóvil, como un monje budista totalmente concentrado en el centro de un tabloncillo durante un partido de baloncesto. Tiene unos cuarenta y cinco años, aunque el tinte en el pelo y el bigote le favorecen; su cabello está peinado y reluciente. Usa lentes de corrección.

Irene solicita tiempo. Llena sus pulmones, da un paseíto por la pista, se agacha y flexiona el cuerpo.

—¡Fuerte! ¡Si vas a tirar la flecha, por arriba, con sexta chiquitica!

—¡Viva con la mano!

—¡Ciérrale el paso hacia adentro!

—¡No hay apuro, prepara bien el golpe!

Son los muchachos del equipo, que la animan mientras se mueven alrededor del podio.

La venezolana parece desconcertada. La medalla se le ha esfumado de las manos. Mira a su contraria tratando de adivinar lo sucedido. Pero esta parece ajena. Irene se ha llevado la mano al vientre y baja la cabeza. En su rostro se dibuja una débil e imperceptible sonrisa. Sentada en el piso, muy cerca, los ojos de Felicita se humedecen. Octavio, que no entiende el gesto, frunce el ceño.

—¡Tienes el candado, pero te falta la llave!

De nuevo la exclamación parabólica de Alex concentra la atención de sus compañeros y de la parte del público que ha alcanzado a escucharlo. Irene lo mira y, por primera vez en la noche, sonríe.

El juez llama a la línea y el ruido en las gradas se va apagando hasta transformarse en un zumbido, como el de una avispa encerrada en una botella.

De nuevo golpean los aceros rítmicamente, Irene, la venezolana; Ia venezolana, la cubana. En las tribunas, la gente de pie, con el aliento contenido.

Las dos competidoras, frente a frente, avanzan hacia la estocada final. Todo es golpe de aceros, esfuerzo de cerebros y músculos en tensión. Irene ataca directo al pecho, pero rápidamente retrocede, esquiva el florete de su contraria, amaga de nuevo. Los segundos pasan, diez, quince, veinte.

Es evidente que está preparando el golpe válido que la mantenga en su carrera hacia la cúspide de la élite cuya coronación será en las Olimpiadas, dentro de cuatro años. Para entonces tendrá veinticinco años, la plenitud como atleta.

Ataca al pecho, el brazo totalmente estirado. Parece que éste será el golpe definitivo y así lo percibe la venezolana, que gira la hoja de su florete para detener el impacto.

Pero eso es precisamente lo que busca Irene, que su rival deje el costado descubierto. En la última fracción de segundo, cuando parecía inevitable el toque, detiene el avance del arma antes de que la venezolana golpee el acero, se impulsa y clava la punta en el centro del pecho.

Se activa la corriente y la luz verde se enciende por quinta vez en la noche.

Es el delirio. Irene libera el rostro y la careta rueda por el podio. Se abraza a Octavio y las lágrimas comienzan a brotar generosamente. El equipo la rodea. A duras penas logra separarse y se acerca a la venezolana, que también llora. Ambas se abrazan.

No hay dudas, Irene se perfila como la mejor esgrimista cubana de Ia nueva generación, y una verdadera promesa para penetrar la hasta ahora imbatible escuela europea.

El público está de pie y le tributa a ambas contendientes una cerrada ovación. Solo un espectador, en la última fila, permanece sentado. Tiene el rostro encendido. Unos minutos después se incorpora, decidido a marcharse. Los espectadores, agolpados en los pasillos, le impiden avanzar. Finalmente logra abrir una brecha entre la gente, ignorando las miradas furiosas de aquellos cuyos pies pisa, de los que aparta con los codos o de los que se resisten a darle paso.

Sus labios se mueven. Murmura algo indescifrable. Como si un pensamiento recóndito brotara indetenible:

—No volverá a repetirse... Jamaica.

 

III

III

Jamaica, dos meses antes.

 

Pasajeros en tránsito hacia La Habana... Pasajeros en tránsito hacia La Habana...

 

Al pie de la escalerilla por donde descendían los pasajeros, la empleada repitió varias veces el llamado. Veinte minutos antes, el despachador de la PANAM le había informado que diez pasajeros procedentes de Puerto Rico harían conexión para el vuelo 615 de Cubana de Aviación.

A los que se separaban de la fila les entregaba una tarjeta verde y, señalando hacia un costado de la instalación aérea, advertía:

—Por favor, diríjase al salón de tránsito.

—Pasajeros en tránsito con destino a La Habana... —repitió.

Hernán y Lugo alcanzaron a escuchar y aun cuando el primero había adquirido un boleto con ese destino, siguió de largo. Por eso, al descender el último de los viajeros, la empleada de la agencia Cubana de Aviación en Jamaica hizo una mueca de disgusto y chasqueó la lengua. En su mano quedó una tarjeta verde. Ahora tendría que averiguar lo sucedido y eso, en la vorágine de un aeropuerto, era un fastidio. Además, había un embrollo adicional: si el equipaje del pasajero venía en el avión de la PANAM, tendría señalado en el ticket de destino las siglas HAV. En tal caso los del departamento de equipaje lo meterían sin demora en el avión de Cubana en cuanto este llegara.

—A los pasajeros con enganche yo les pegaría el boleto en medio de la frente —comentó irritada a las azafatas que abandonaban el jet.

 

A las doce meridiano de aquel veraniego día de julio, el aeropuerto internacional Norman Manley, de Jamaica, rebosaba de gente. Una abigarrada y heterogénea multitud de turistas, cargando bultos ligeros, se movía inquieta. Se les podía distinguir por el color de la piel: unos mostraban un fuerte bronceado postizo mientras los recién llegados desentonaban por su palidez.

Hernán Ricardo y Freddy Lugo subieron a la terraza. Al pasar junto a la tienda, este se detuvo:

—¡Ah! no se nos puede olvidar, ¿qué souvenir le llevamos al Doctor?

Hernán se encogió de hombros. Tenía prisa por llegar.

—Algo típico.

Se detuvieron y durante unos instantes contemplaron la estantería.

—Esa botella de ron.

 

En la rampa reposaban varios aviones cerca de las puertas de embarque. En algunos de ellos se veían pasajeros sentados. Eran vuelos listos para partir. Esperaban la orden de la torre de control, que se alzaba casi quince metros, en lo más alto del borde interior.

—No veo al Cubana —dijo Hernán mientras recorría con la vista la rampa de estacionamiento. Detuvo su mirada en una instalación donde se podía apreciar un carro de bomberos y una ambulancia. Se trataba del personal terrestre de emergencia. Finalmente divisó el PANAM que lo trajo a Jamaica, y vio como varios empleados depositaban el equipaje en una esterilla.

—Vamos —dijo imperativo a Lugo.

Mientras descendían, recordó las últimas palabras del Doctor minutos antes de salir: “Todo depende de una sola cosa: la explosión. Y la carga que llevas es suficiente para destruir el avión, pero —y esto es tan importante como lo otro— tiene que producirse en el momento apropiado”.

Hernán no dudaba de la potencia de la bomba que, oculta en una maleta, era trasladada en esos instantes al departamento de equipaje para subirla a bordo del vuelo 615 con destino a La Habana. Pero en el inconsciente comenzaba a preguntarse qué sucedería si el Cubana no llegaba a tiempo. Sabía que el artefacto explosivo había sido activado antes de salir de San Juan y que ahora realizaba un conteo regresivo. Y algo peor aún: la explosión no podría evitarse.

Se detuvo y observó la pizarra electrónica que anunciaba la llegada de los próximos vuelos. Leyó:

“Cub 615... Llegada... Hora...”

 

Ya no tuvo dudas. Algo andaba mal.