Título original: Hotel Nacional de Cuba. Revelaciones de una leyenda

Edición: Ana María Muñoz Bachs

Diseño: Francisco Masvidal

Realización: Lourdes Guirola

  

 

© Luis Báez y Pedro de la Hoz, 2014

© Sobre la presente edición:
Editorial Capitán San Luis, 2014

 

ISBN: 978-959-211-423-4

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

 

Distribuidores para esta edición:

 

EDHASA

Avda. Diagonal, 519-52 08029 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España

E-mail:info@edhasa.es 

En nuestra página web: http://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado

 

RUTH CASA EDITORIAL

Calle 38 y ave. Cuba, Edif. Los Cristales, oficina no. 6 Apartado 2235, zona 9A, Panamá

rce@ruthcasaeditorial.org

www.ruthcasaeditorial.org

www.ruthtienda.com

 

Más libros digitales cubanos en: www.ruthtienda.com

Síganos en:https://www.facebook.com/ruthservices/

Agradecimientos


 

Este libro no hubiera podido escribirse sin las contribuciones de otros autores que, de un modo u otro, han abordado diversas facetas de la historia del Hotel Nacional de Cuba. Ocupan un lugar especial Fernando G. Dávalos, Dania Pérez Rubio y la historiadora Desideria Ramos. De mucha utilidad resultó consultar el valioso libro El imperio de La Habana, de Enrique Cirules. Las hemerotecas de la Biblioteca Nacional José Martí y el diario Granma nos abrieron sus puertas, al igual que el Archivo Nacional de Cuba.

Pero, sin lugar a dudas, el tesoro documental preservado por la historiadora Estela Rivas —de sumo valor las entrevistas a los antiguos empleados Jorge A. Jorge, Eladio Blanco Rabassa, Domingo Hernández y Juan Guevara—, junto a los testimonios aportados a los autores por Alfredo Guevara, Rigoberto Cano, Rafael Hernández, Yamila Fúster, Mayra Tirado y Antonio Martínez, constituyeron piedra angular para este libro que pretende ser memoria y crónica de una institución imprescindible en la vida política, social y cultural de la nación.

Agradecemos también el empeño editorial de Julio Cubría y Francisco Masvidal, y el apoyo recibido por parte de Freddy Landa, Nila Díaz Rodríguez y Grisell Rodríguez Mora. Y de todos los trabajadores del Hotel Nacional de Cuba.

 

Prólogo

 

Mucho agradezco el honor que significó colocar unas breves líneas introductorias al trabajo realizado por los distinguidos periodistas Luis Báez y Pedro de la Hoz, que aparecerán como un libro ilustrado bajo el título Revelaciones de una leyenda.

En este caso se trata del Hotel Nacional de Cuba, el cual atesora —como queda probado en cada uno de los capítulos de este volumen— una historia fascinante, en la que se relatan los hechos históricos acaecidos desde su inauguración, el 30 de diciembre de 1930, y el perfil de personalidades de la cultura, el arte y la política.

Todo un mundo interior resuelto sobre el trazado de las antiguas baterías militares españolas y la mítica cueva de Taganana: jardines, vestíbulos, salas y habitaciones que han sido conservadas hasta hoy, superando los agravios del tiempo y aun el doloroso recuerdo del cañoneo y el asalto que sufrió la edificación como consecuencia del atrincheramiento de los oficiales del Ejército Nacional tras la caída de la dictadura de Gerardo Machado.

Volver al Nacional, emblema de la hostelería cubana, supone un privilegio para los huéspedes y un íntimo deseo de todos los que, cotidianamente, sienten la curiosidad de acceder a una obra de arquitectura que muestra su perfil sobre la inminencia rocosa que preside el malecón habanero.

Leyenda y poesía se enlazan en un devenir que llega a nosotros

gracias al cuidado y consagración de sus trabajadores, a la acertada dirección que en los últimos años ha logrado, que sea parte de la memoria de la humanidad, título difícil de alcanzar y que es una corona de laurel sobre la declaratoria de Patrimonio Nacional.

Que esta obra sea útil para salvaguardar una joya de la historia que enlaza la República y la Revolución.

 

La Habana, 22 de octubre de 2010.

  

Eusebio Leal Spengler

 
 
 

1930, invierno en La Habana

 

La mañana del 30 de diciembre de 1930 comenzó con buenos augurios para William P. Taylor. Le habían dicho que el clima de la Isla solía cambiar de un día para otro, que cuando en el horizonte aparecían nubes grises, sobrevendrían largas horas de fina llovizna y un descenso brusco de las temperaturas, y que las olas podían alcanzar hasta dos metros de altura.

Él mismo había sido testigo de la llegada de un frente frío. Nada del otro mundo; menos de una semana de sol intermitente y un airecillo molesto en el rostro. Lo más llamativo era esa costumbre de los cubanos de sacar del ropero cazadoras de cuero y piezas de corduroy, mientras las cubanas se enfundaban en abrigos de lana o estambre. Evidentemente no conocían el rigor del invierno neoyorquino, las temibles nevadas ni los largos días sin sol.

Ese martes, sin embargo, las predicciones meteorológicas anunciaban una jornada de escasa humedad, el cielo despejado, y una variación de 29 a 24 grados centígrados —olvidó pronto el hábito de utilizar la escala Fahrenheit— del mediodía al comienzo de la madrugada. Un mar tranquilo se divisaba desde la terraza norte. Unos cuantos veleros surcaban las aguas acompañados por el vuelo apacible de las gaviotas. Hacia el oeste tres aves negras, de las que en Cuba llaman auras tiñosas, se lanzaban en picada. En la avenida costera, rumbo a la desembocadura del río Almendares, debió de haber un perro muerto. Ese no era su problema; en sus dominios todo estaba en orden.

Su investidura como General Manager de la flamante instalación por parte del National City Bank, principal accionista de la entidad operadora, reconocía una trayectoria profesional marcada por la excelencia.

En su currículo figuraba el ejercicio de la administración del Waldorf Astoria y el Plaza Savoy, en Nueva York. La nueva posición guardaba una estrecha relación con aquellas. El Waldorf Astoria le sirvió de trampolín en los afanes de la gestión hotelera. Pero ya no existía. Las edificaciones originales, construidas en la Quinta Avenida durante la última década del siglo XIX por los primos William Waldorf Astor y John Jacob Astor, acababan de ser demolidas para levantar un rascacielos con el mismo nombre en Park Avenue. En el espacio liberado por la demolición, un mastodóntico edificio tomaba cuerpo ante los ojos atónitos de los neoyorquinos. Taylor no sospechaba que la portentosa obra se haría célebre en el mundo entero por gracia de un gorila, King Kong, que ascendería hasta su cúpula para derribar avionetas a manotazos en un filme popular.

El Waldorf de Taylor era historia antigua. Importaba ahora su sentido de pertenencia al emporio Plaza, como le demostró el presidente de la Junta, Fred Sterry, al designarlo para La Habana.

—Will, esta es tu gran oportunidad. Vas a abrir un hotel y no es un hotel cualquiera. Es el Hotel Nacional de Cuba. En ese país no habrá otro igual. Queremos que ese hotel sea la joya más codiciada por los turistas en el Caribe, el más lujoso, el de más estilo.

Quedó boquiabierto ante la maqueta. En verdad, no tenía nada que envidiar a los que estaban de moda entre los vacacionistas más derrochadores de Norteamérica.

Pensaban inaugurarlo el 15 de diciembre de 1930, pero ajustes en el plan de reservaciones, y las capacidades de las aerolíneas y el ferry que enlazaba a la capital cubana con la Florida, aconsejaron correr la fecha quince días.

El aviso circulado entre los potenciales clientes fue una obra maestra de la publicidad:

 

Cuando el sol y el mar de amatista son los mejores… cuando los americanos chic dejan atrás el frío invernal por el París de los trópicos… el Hotel Nacional abre sus puertas. El Plaza y el Savoy Plaza de New York tienen su duplicado de lujo en el Malecón, en el sector más deslumbrante de La Habana.

Setenta y cinco pies de umbrosas palmeras atemperan las brisas del Caribe. Usted puede cenar en las más confortables terrazas o en un salón plateado adornado con las flores coloridas del trópico… que le recordarán que no está en Montecarlo ni en Cannes, sino en La Habana.

 

La redacción ponía cuidado en resaltar las bondades de un sueño sin sobresaltos en las habitaciones del hotel, y del disfrute de los baños en una piscina hecha a la medida de los amantes de la natación. Un párrafo intermedio lanzaba un anzuelo a los hombres de negocios: se dispondría de servicios de brokerage conectados directamente a la Bolsa de Wall Street.

La última línea daba por sentado el éxito del llamado: Obviamente usted debe arreglar sus asuntos para viajar a La Habana este invierno.

Y más abajo, en caracteres perfectamente legibles, un ofrecimiento: Las reservaciones pueden ser hechas en el Plaza y el Plaza Savoy de New York.

El Hotel Nacional de Cuba contaba no solo con el visto bueno del Gobierno de la Isla, sino con la más absoluta garantía. Nada menos que el Secretario (ministro) de Obras Públicas había llevado adelante las negociaciones. Ostentaba un apellido ilustre en la historia isleña. Era hijo de un primo de Carlos Manuel de Céspedes, líder del alzamiento contra la metrópoli española que marcó el inicio, en los campos orientales, de la primera guerra por la independencia cubana el 10 de octubre de 1868. En honor a quien todos veneran como Padre de la Patria le pusieron el primer nombre de aquel: Carlos. Carlos Miguel Tranquilino de Céspedes y Ortiz Coffigny, según reza la partida de bautismo asentada en la parroquia matancera de San Carlos Borromeo.

El alto funcionario del Gobierno del Presidente Gerardo Machado en nada siguió los pasos del jefe insurrecto de La Demajagua, quien antes de lanzarse a la manigua liberó a los esclavos. Este Céspedes era el retrato vivo de los avorazados prohombres de la política republicana. Había aprendido los secretos de cómo manejar fondos públicos para beneficio privado cuando ocupó en 1912 el cargo de administrador de la Compañía Nacional de Dragado de los Puertos de Cuba. Fundó un bufete de abogados popularmente conocido por Las tres C, iniciales de los apellidos de los asociados: Céspedes, Cortina y Cruz. Cortina y él eran dirigentes del Partido Liberal; Cruz, del Conservador. Pasara lo que pasara siempre iban a estar en el mazo del poder.

En la génesis del proyecto del Hotel Nacional de Cuba hubo un toque rocambolesco. La compañía constructora norteamericana Purdy and Henderson, acreditada desde 1909 en La Habana y con la fama de haber culminado ese año en Nueva York los cincuenta pisos de la Metropolitan Life Tower, tenía ascendencia en los círculos gubernamentales cubanos. Comenzó por ampliar y remodelar los hoteles Plaza e Inglaterra, se enfrascó en la terminación de la Lonja del Comercio, dotó de un nuevo empaque a la Estación de Ferrocarriles, construyó el Centro Asturiano y obtuvo la primacía en la obra civil del flamante Capitolio Nacional, concesión expedita por Céspedes.

De modo que, cuando en julio de 1929 su presidente, Leonard E. Browson, irrumpió en el despacho del ministro con una delegación de banqueros encabezada por los ejecutivos del National City Bank, se dio por sentado que su petición sería acogida sin reparos, más cuando, como en todo negocio en aquella República, habría una comisión suculenta para los facilitadores del trámite.

La idea era construir y operar un hotel en un área de media manzana ubicada en la intersección de la calles Prado y Cárcel, muy cerca del mar y del paseo principal de la ciudad, donde estaban los teatros más concurridos, la sede de los Bancos y las principales embajadas, los espigones del puerto a poca distancia, los almacenes mejor abastecidos, los restoranes más exquisitos y los sitios más lujuriosos.

Pero ya el Gobierno había reservado el área para la Administración de la Justicia, y aunque las inversiones norteamericanas gozaban de preferencia, resultaría chocante obviar lo que ya había sido anunciado a los cuatro vientos.

Céspedes sacó un conejo de la chistera. Si quieren un hotel de lujo, por qué no emplazarlo en otra zona de la ciudad, la más prometedora, en la barriada de El Vedado. Lejos del mundanal ruido, y al mismo tiempo cerca del centro histórico habanero.

—El mejor lugar es donde ahora está la vieja Batería de Santa Clara. Ya no vienen corsarios ni piratas —intentó ser chistoso el ministro.

—¿La Batería de Santa Clara? ¿En medio de ese pudridero?

—preguntó asombrado el empresario norteamericano. Browson conocía la ciudad y sus alrededores, y por tanto, había advertido con su propia nariz cómo por el litoral, donde principiaba la barriada de El Vedado, el olor a materia orgánica descompuesta atormentaba el olfato.

En efecto, la furnia aledaña a la obsoleta fortificación guardaba enormes depósitos donde diariamente, en carretas tiradas por mulos y amparadas por la nocturnidad, eran transportados excrementos procedentes de las caballerizas del campamento militar de Columbia para ser procesados como abono.

Se trataba de un negocio montado por el general Alberto Herrera, jefe del Ejército Nacional, para proveer de fertilizantes los jardines de las mansiones de los acaudalados habitantes de la villa.

Céspedes había convencido al militar —puede imaginarse cómo— de trasladar el estercolero al oeste de la capital, e invitó a Browson y su comitiva a visitar el enclave propuesto.

Menguada la plaga de insectos, aunque todavía con la atmósfera impregnada por los residuos de la pestífera factoría, el paisaje que se ofrecía a los norteamericanos incentivó su imaginación.

Desde lo alto del promontorio rocoso, conocido como la Loma de Taganana, se tenía la impresión de que el sitio resultaba el más adecuado para expandir el rubro hotelero en La Habana desde un prisma diferente. Privacidad, lujo, elegancia, sentido aristocrático y encanto tropical.

Una inversión con todos los hierros podía dejar atrás la competencia de los hoteles Plaza e Inglaterra, en la zona antigua de la ciudad. Hasta el Sevilla, con su porte y linaje, debía languidecer. Este era hasta entonces el favorito de los grandes capitales, de los enviados diplomáticos, de los nobles europeos de solaz por las Antillas. Desde 1921 se sumaba al original Sevilla el añadido Biltmore, luego de que fuera adquirido por la firma norteamericana John Mc Bowman y Asociados. Pero las mismas amistades de Browson le habían dicho que, después de los espléndidos saraos nocturnos, la vocinglería tempranera de los pregoneros, las intempestivas explosiones de los motores de combustión interna de los fotingos, y la cháchara de las domésticas que llevaban a los niños a tomar sol en el Prado, impedían dormir la mañana.

Céspedes, a quien apodaban el Dinámico, debía guardar las formas. No era cosa de conceder a Purdy and Henderson la licencia de construcción a ojos vistas. Hubo que aparentar una licitación, y para no mostrarse genuflexo ante los capitales norteamericanos, establecer una cláusula en la que se prescribía que ondeara en la instalación turística una sola bandera, la cubana. A la hora de firmar el contrato, un gesto para la galería. Alguien olvidó la dichosa cláusula en la versión mecanográfica. Céspedes, airado, se negó a estampar la rúbrica hasta que no se enmendara el desaguisado. La prensa recogió el rapto de patriotismo del ministro. Céspedes quedó bien ante la opinión pública nacional.

Todo cuadraba de antemano. Purdy and Henderson construía, el National City Bank invertía, y al Gobierno se le otorgaba la prerrogativa de disponer del llamado Apartamento de la República para los dignatarios. Para algo Browson y A. L. Hoffman jefe de la División de Negocios en el Exterior de la Banca coincidían en la dirigencia del Club Rotario de La Habana y del Havana Club, liga del empresariado estadounidense en la capital cubana, en cuyas sesiones era Céspedes invitado de honor.

Constructores e inversionistas sometieron a examen diversas propuestas arquitectónicas. La que más se ajustó a sus aspiraciones fue la presentada por el estudio Mc Kim, Mead and White, una de las más prestigiosas firmas neoyorquinas, con su fama cimentada en el diseño de la Estación Pennsylvania (1910), el Municipal Building (1914), y Renassaince Palace de la Quinta Avenida (1915).

Al cabo de catorce meses, la Loma de Taganana vio emerger el Hotel Nacional de Cuba. En una memoria valorativa redactada muchos años después por el arquitecto Marco Antonio Díaz Blardonis, este se explayó en la descripción de las virtudes estilísticas del inmueble:

 

Resaltan a la vista sus techos provenientes de la arquitectura clásica romana; sus patios sevillanos que en Cuba tuvieron su expresión en las construcciones coloniales del siglo XIX, especialmente en la arquitectura doméstica; sus arcadas exteriores (provenientes de la tendencia Misión Californiana), readaptación contemporánea de la arquitectura del sur de la Florida y de California; sus gárgolas (elementos traídos del gótico francés); sus pisos de granito (de influencia art déco), presentes también en la delicadeza del pretil que corona el edificio; los aires sevillanos en los zócalos del mosaico del vestíbulo principal, de depurado diseño compositivo, huella de la España morisca; así como algunos artefactos industriales presentes en su decoración como los esplendorosos techos que rememoran la tradición de los casetonados romanos; la magnificencia de las áreas verdes y la solución de recorridos y zonas de descanso en los exteriores, en su reinterpretación de los jardines ingleses del período romántico, entre otros, nos muestran el catálogo de estilos utilizados y cuyas procedencias deben buscarse, más que en países y lugares, en la memoria acumulada de quienes lo proyectaron y erigieron para insuflarles cuerpo y alma.

Independientemente de sus influencias estilísticas foráneas, esta instalación hotelera resume el advenimiento de la arquitectura cubana a una muy sutil contemporaneidad en la que se conjugan de facto elementos compositivos del pasado, del presente y del futuro, para su época, y capta como conjunto un espíritu nacional de motivos y figuras que transmiten una particular y evidente cubanía, avalado no solo por el uso de materiales autóctonos cubanos: maderas duras y preciosas, piedras de Jaimanitas y tejas de barro de las torres lucernarias ubicados en la azotea, sino también por otros ornamentos de exquisito acabado que reflejan un grupo de signos nacionales (escudos y banderas) que destacan la valía de lo propio.

Por tal motivo la conjunción de los elementos anteriormente expresados, así como la interrelación luz y sombra como un elemento vital en nuestra arquitectura tradicional que, a la vez, guarda estrecho vínculo contexto-naturaleza, su altura y ubicación, que lo hacen perceptible desde cualquier punto de la ciudad, la magnificencia y calidad constructiva alcanzada

—obra de cientos de obreros cubanos de altísima experiencia en sus oficios—, dotaron al Hotel de la Nación Cubana de un alma y espíritu especiales que hasta el presente lo hacen trascender.

 

Los anales de la ingeniería civil en la Isla también acotarían un detalle: la utilización por primera vez en el país del sistema porticado de vigas de acero revestidas de hormigón.

El 30 de diciembre de 1930, la imagen del nuevo prodigio inmobiliario destacaba en el paisaje del litoral habanero, con su nave central flanqueada por sendas torres; su fachada principal, antecedida por vías de acceso engalanadas por el jardín delantero, y la parte trasera, con sus terrazas de cara al mar.

William P. Taylor estaba satisfecho. Purdy and Henderson había cumplido. En pocas horas llegarían los primeros huéspedes. La noche diría la última palabra.

 

Noche insular

 

El Presidente

Y el Consejo de Directores

Del Hotel Nacional de Cuba

Se verían honrados con la asistencia del (la)

Sr (Sra)

A la Fiesta Social de Inauguración

Del Hotel Nacional

Habana Cuba

El Martes 30 de Diciembre

De Mil Novecientos Treinta

A las Nueve y Treinta P.M.

 

La invitación, impresa en una fina cartulina de color ahuesado y distribuida diligentemente con varios días de antelación, llegó a despachos ministeriales y bufetes de abogados, oficinas comerciales de alto rango y representaciones de compañías foráneas, legaciones diplomáticas y recintos bancarios, apartamentos de lujo del centro histórico y mansiones amuralladas de la periferia.

Ninguno de los elegidos debía quedar fuera de las previsiones. Ministros, senadores, representantes a la Cámara, magistrados, generales y doctores. Jefes militares y autoridades aduanales. Inversionistas, importadores, sacarócratas y financistas. Apellidos de abolengo y acreditados nuevos ricos.

Desde los Estados Unidos viajaron especialmente para la ocasión directivos de empresas que habían invertido fuerte durante los últimos años en Cuba y otras áreas del Caribe, pero sobre todo, gracias a la diligencia del National City Bank, clientes con los que poseían abultadas carteras de negocios y sabían de sus posibilidades de encontrar en Cuba un territorio para la expansión.

No faltaron tampoco figuras destacadas del cotilleo neoyorquino: conspicuos salonnier que a la primera oportunidad, en los tea parties de la Quinta Avenida, los entreactos de la ópera, los VIP lounges de los hipódromos y las vermissages de las exposiciones, dictaban los criterios de la moda. Por cada una de esas voces que dijera: «Si van a La Habana no se pierdan el Hotel Nacional de Cuba», era muy probable que cinco o seis oídos pensaran en serio en pasar unos días en la nueva instalación de la capital cubana.

Pero había más. Los operadores del Hotel Nacional de Cuba tenían en mente a un círculo ascendente en la sociedad norteamericana de esos días. Los largos años de la Ley Seca, adoptada en 1920, habían entronizado ciertos capitales beneficiados con el comercio clandestino de licores. Se encumbraron de tal modo, que salieron indemnes de la coyuntura económica desatada a raíz del crac de 1929. Aún no se hacían notar en los directorios sociales de las grandes ciudades de la Costa Oeste, pero sí en las cuentas de los Bancos. Algunos de sus portadores habían estado en Cuba, con breves temporadas en el Sevilla Biltmore, donde, por cierto, hasta época reciente fue común ver a turistas norteamericanos que venían a La Habana para darse el gusto de consumir rones fuera de frontera.

En el año de la apertura del Hotel Nacional de Cuba ya se sabía que a la Ley Seca le quedaba poco tiempo de vida, y que cuando fuera legalizado el expendio de bebidas alcohólicas, nuevos rubros llamarían la atención de esos capitales. La discreción y el lujo del Hotel Nacional de Cuba eran una combinación atractiva para esos grupos. No había que apurarse, pero no tardarían en caer en la tentación.

En el dorso de la tarjeta de invitación a la fiesta inaugural se relacionaba la lista de los integrantes del comité de recepción a cargo de la bienvenida: Mr. Joseph H. Durrell, Mr. Harry E. Henneman, Mr. Lee E. Olivell, Mr. Joseph P. Ripley, Mr. Juan F. Rivera, Mr. James A. Stillman, Mr. Harry Bambach, Mr. Lou R. Crandall, Mr. Henry A. Rost, Mr. Frederick M. Landers, Mr. Fred Sterry, Mr. Will P. Taylor y Mr. Hugh White. Un solo nombre latino en el Consejo de Directores de un hotel que se suponía fuera cubano.

Al menos, así quedaba consignado en el escudo de bronce pulido visible en la arcada del frente:

 

Hotel Nacional de Cuba

Propiedad de la República de Cuba

Erigido bajo la Presidencia del General

Gerardo Machado y Morales

Siendo Secretario de Obras Públicas

Carlos Miguel de Céspedes

1930

 

Media hora antes de la hora fijada, los primeros huéspedes descendieron de sus habitaciones mientras comenzaba el desfile de autos con los invitados residentes en la Isla.

Tras el saludo cordial de los integrantes del Consejo de Directores, encopetados edecanes conducían a las señoras y señores al espacioso ball room en el ala izquierda. Las arañas de luces en el techo acentuaban la brillantez de los vestidos de noche de las damas, que contrastaban con la sobriedad de los smokings y las pajaritas que cerraban el cuello de los caballeros, pues no era propio de la temporada ni de la etiqueta llevar los trajes de dril cien, tan gustados en el trópico.

Un personal rigurosamente seleccionado por Mr. Taylor, e impecablemente vestido con filipinas de una albura resplandeciente, estaba a cargo del servicio. No había negros. Los empleados de epidermis oscura solo tenían oportunidades en aquellos puestos donde no fuera menester dar la cara a los clientes. En la recepción, el trasiego de equipajes, la atención a las cámaras, los salones y las terrazas, trabajaban blancos, por lo menos en el concepto cubano. Tres años después entrará en esta historia un personaje que de la noche a la mañana ascendió de sargento a coronel y de taquígrafo a jefe del Ejército. Cuando tocó a las puertas de un influyente político, el mayordomo advirtió a este: «Ahí está Fulgencio Batista, señor. Parece negro.» Al término de la entrevista, el político llamó a su mayordomo para corregirlo: «Usted se equivocó con Batista. Parece blanco.»

La primera copa para los invitados fue un cóctel Presidente. Para los que no gustaban de bebidas alcohólicas, zumo de toronjas. El menú era una delicia:

 

Cestico de frutas cubanas

Filete de pargo Sauté Brethone

Pechuga de pavito asada

Habas de Lima

Boniatos confitados

Ensalada mixta

Pastel de manzana a la moda

 

Para rematar, un aromático café en dos versiones, a la americana y a la cubana, a partir de la mezcla de granos de las especies Robusta y Arábiga. Todo ello rociado con vinos rosados y blancos franceses, y una provisión de botellas de un Sauternes, de la comuna de Barsac, para acompañar el postre.

Una orquesta de cuerdas alternaba aires de salón. Aires austríacos y franceses intercalados con melodía del tipo Tin Pan Alley en arreglos sofisticados. ¿Lo más movido? Swanee, de George Gershwin; Carolina in the morning, de Kahn y Donaldson; y Wanita, de Sherman y Coslow. Nada que recordara a los invitados las agitadas maneras del ragtime y el dixieland, y menos el resuello de los sones que invadían los cafetines de la parte vieja de la ciudad.

La música predominante serían las palabras de Mr. Taylor; un discurso breve en el que agradecía la colaboración de las autoridades de la Isla, e incitaba a los invitados a que dieran fiel testimonio de la magnificencia del lugar y la excelencia del servicio.

Era el momento de proclamar a los cuatro vientos —con la brújula puesta en el Norte— que el Hotel Nacional de Cuba era lo mejor que podía encontrarse en la Isla.

El Heraldo de Cuba reflejaría el acontecimiento del siguiente modo:

 

Los habaneros debemos sentirnos orgullosos de que haya nacido esta perla de la hotelería ante las fúlgidas aguas que bañan nuestra hermosa ciudad. Ya lo están las damas y caballeros que asistieron a la soirée, pues al despedirse manifestaron a viva voz el contento por contar con un hotel donde cada detalle ha sido atendido con exquisitez. (…) Al saludar a los anfitriones, el honorable Secretario de Obras Públicas exclamó: «¡La Habana progresa!»

 

El cronista social del Diario de la Marina, en una almibarada prosa, escribió:

 

… el Paseo del Prado, el Malecón, el Centro Asturiano, la Universidad Alma Máter, la Catedral, la Parroquia de Santo Domingo, esos sitios llenos de cubanía, cuentan la historia de la isla desde sus muros, desde sus calles llenas de sabor, color y elegancia. Ahora surge turgente a la vista el Hotel Nacional de Cuba, como para despedir por todo lo alto este 1930, una Cuba que ensancha sus pulmones con el aire del Atlántico batiéndole en la cabellera verde, y que refresca sus tardes en las aguas del Mar Caribe…

 

En efecto, estaba a punto de concluir la última página de un año tremendo, el último de la tercera década de historia republicana, bajo la tutela de las autoridades norteamericanas y la cada vez más activa presencia de los capitales de ese país.

Meses atrás había desembarcado Thomas L. Chadboune al frente de un comité que puso las reglas del juego a la industria azucarera cubana en tiempos de crisis, imponiéndole una producción restringida.

El ambiente social se hallaba en ascuas. El general Gerardo Machado gobernaba con mano dura y no vacilaba en aplastar con sangre a la oposición. Era el quinto Presidente de la vida republicana, cargo que ocupó el 20 de mayo de 1925. Apenas tomó posesión, le prometió a Estados Unidos que, mientras gobernara, «ninguna huelga duraría más de veinticuatro horas». Mediante una hábil maniobra consiguió prorrogar su poder por un segundo mandato en 1929. Valiéndose de presiones, logró cambiar la Constitución para que los períodos presidenciales se alargaran a seis años, e ilegalizó a los demás partidos políticos, hasta el extremo de que concurrió a las elecciones como candidato único.

En un momento de sinceridad había dicho: «En el mundo triunfan aquellos gobiernos de mando único. No me vengan con cuentos de camino. ¿Dicen que soy imperialista? Pues sí, soy imperialista.»

Una huelga contra su gobierno, convocada el 20 de marzo de 1930, había sido reprimida con celeridad. La Habana no podía darse el lujo de ser el escenario de desórdenes sociales en medio de la celebración de los Segundos Juegos Deportivos Centroamericanos y del Caribe, inaugurados el 15 de aquel mes.

El 30 de septiembre, las calles de la capital entraron en ebullición. Ese día los estudiantes de la Universidad de La Habana se manifestaron contra la decisión del rector de suspender las clases hasta después de las elecciones, a fin de acallar las protestas del alumnado. Un soplón puso sobre aviso a la policía y esta acordonó las vías aledañas al Alma Máter.

Los estudiantes se proponían bajar por la escalinata, reunirse en el cercano parque Eloy Alfaro, y desde allí encaminarse hasta la casa del patricio Enrique José Varona, respetado filósofo y pedagogo, quien encarnaba las virtudes cívicas ahogadas por el machadato.

La policía cargó a porrazos contra los manifestantes, y en un momento utilizaron armas de fuego. Balas contra piedras. Hubo una víctima que devino símbolo de la lucha contra la tiranía: el estudiante Rafael Trejo.

A toda costa, Machado quiso impedir que esa imagen fuera la que prevaleciera sobre el país. Por eso alentaba toda acción que presentara a la capital como una ciudad próspera, civilizada, con futuro. El dinámico Céspedes invitó a un reputado urbanista francés, J.N.L. Forestier, para que concibiera un Plan Director destinado a convertir a La Habana en la Niza de América. Algunas ideas fueron puestas en práctica, como la extensión del Malecón hasta la Avenida de los Presidentes. Desde una perspectiva crítica, muchos años después se diría que se trataba de otorgar a la ciudad la responsabilidad burguesa necesaria para atraer al turismo norteamericano que iniciaba su expansión en aquellos años, y simular un escenario desarrollado que ocultara el violento subdesarrollo y la miseria imperantes en el resto del país.

Como anillo al dedo venía en aquel 1930 el Hotel Nacional de Cuba. La fiesta terminó sin contratiempos. O casi. Porque lo cierto fue que unos estudiantes intentaron lanzar hacia la fachada del edificio bombas pestilentes, en repudio a las figuras gubernamentales allí reunidas. Los efectivos policiales que rodeaban el lugar aprehendieron a los protestantes.