Autor

Miguel_de_Carri%c3%b3n.jpgMiguel de Carrión (1875 - 1929). Novelista cubano de la etapa republicana de principios del siglo XX. Se graduó de bachiller en 1890. Ingresó en la Escuela de Derecho, pero tuvo que abandonarla al estallar la última guerra de independencia debido a sus actividades revolucionarias. Emigró a los Estados Unidos. De regreso, en 1903, ganó por oposición una plaza de maestro de enseñanza primaria, y a partir de entonces desempeñó la profesión pedagógica en diferentes momentos de su vida, incluida su dedicación a la Escuela Normal de La Habana, de la que llegó incluso a ser director en 1926. Antes, se había graduado de médico y había ejercido en la Sociedad de Estudios Clínicos de La Habana, la Escuela de Medicina y la Asociación Cubana de Beneficencia. Fue miembro de la Academia de Artes y Letras. Su abundante labor periodística comenzó en 1899 en el efímero Libertad, del que fue redactor. En 1903 fundó la revista especializada Cuba Pedagógica, , en la que permaneció hasta abril de 1905. Creó, junto con Félix Callejas, la «revista para niños» La Edad de Oro (1904). También colaboró en las publicaciones Azul y Rojo (de la que fue director en 1904), El Fígaro, Cuba Contemporánea, Letras, Archivos de la Policlínica, Revista de Medicina y Cirugía, El Comercio, La Discusión, La Noche, La Lucha (de la que fue nombrado subdirector en 1919), Heraldo de Cuba. En colaboración con A. M. Aguayo publicó en 1906 la obra de texto escolar Estudios de la naturaleza. Dentro del campo de su profesión médica publicó Los cálculos renales y su diagnóstico (La Habana, Imp. El Siglo xx, 1912). Sus novelas Las impuras y La esfinge fueron traducidas al ucraniano bajo el título común de Grishnitsi Sfinks (Per z ispah Kiev, «Dnipro», 1966). Pronunció conferencias sobre distintas materias, científicas y literarias. Dejó inconclusa en los folletines Azul y Rojo su novela “El principio de autoridad”.

Su obra literaria más importante está constituida por las novelas Las honradas (1918) y Las impuras (1919), que describen la sociedad cubana de aquellos tiempos, los bajos fondos, la vida política y el ambiente de decepción nacional. La obra y vida de Carrión se desarrollan a la par del complejo proceso de transformación de la colonia en república. Las honradas fue escrita como contrapartida de Las impuras. Ambas exploran la psicología femenina, contraponiendo dos morales distintas. La primera describe la moral burguesa y sus contradicciones a través del amor, el sexo y la introspección psicológica de la protagonista. La segunda, es una investigación del mundo de la prostitución cubana: desfilan personajes abúlicos, soñadores de mejor vida, pícaros y prostitutas en un ambiente bohemio. La singularidad de esta novela es que supo articular el mundo corrupto de la política con los bajos fondos habaneros. El estilo de Carrión es una mezcla de romanticismo, naturalismo, realismo crítico y novela psicológica.

 

De la que nos ocupa en esta ocasión: Las impuras, expresaron Luis Toledo Sande y Alberto Garrandés, respectivamente:

 

La corrupción general de La Habana aparece a pleno color en esta novela, generalmente maltratada por la crítica, aunque es en ella donde Carrión alcanza sus mejores momentos en la pintura de ambientes sociales.

 

Dentro de la novelística cubana del siglo XX, Las impuras se alza en compañía de una virtud prestigiosa: la de diseccionar insobornablemente los nexos entre la moral y el instinto, la convención y la libertad. Miguel de Carrión alcanzó a construir un personaje femenino que rebasa su tiempo histórico. Su desenvolvimiento, marcado por la tragedia de la ilusión, es excepcional en la medida en que hace de su existencia un orbe donde convergen la pasión, el deseo y la firmeza ética.

Dedicatoria

Sr. Dr. Rafael Montoro

Mi ilustre amigo:

Al dedicarle a usted Las impuras, cumplo gustoso el deber que me he impuesto de unir el nombre de cada uno de los grandes hombres de ayer, que aún viven en nuestra patria, al de los libros que vaya publicando sucesivamente, si mi vida y la de ellos se prolongan lo suficiente para completar este empeño.

En la casi total carencia de hombres de hoy, es justo que el espíritu vuelva de esta manera los angustiados ojos a las nobles reliquias que nos quedan de otros tiempos y otros ideales.

Ningún timbre de honor más preciado para esta nueva producción mía, que el asociarse, siquiera sea indirectamente, al de usted, que simboliza, hasta hoy, la más alta y más legítima gloria de la tribuna cubana.

Acójalo benévolamente.

Miguel de Carrión

 

I - Un nido improvisado

En una lluviosa noche de octubre, del año 19..., los últimos viajeros descendidos del tren Central de Cuba, en la estación de La Habana, se detuvieron un instante para contemplar a una hermosa mujer, que acababa de abandonar el departamento reservado de un coche de dormir, y se mantenía en pie en la plataforma de este indecisa y como aturdida por el soplo de aire húmedo que le dio de lleno en el rostro.

Era una arrogante morena, de elevada estatura, tez pálida y grandes ojos oscuros, que llevaba en la mano una maletita y un saco de viaje, y vestía un ligero guardapolvo gris, bajo cuyos sueltos pliegues se adivinaban un lindo busto, un talle erguido y unas carnes firmes llegadas a la completa madurez de la vida. Aquella mujer, aunque se encontraba en esa edad en que las bellezas de un sexo se imponen a nuestra admiración, obligán­donos a volver la cara con más o menos disimulo cuando pasan por nuestro lado, atraía, además, por otro motivo la curiosidad de los pasajeros rezagados; nadie recordaba haberla visto duran­te el viaje, y, en cambio, el departamento de donde acababa de salir había sido el blanco de todas las miradas y de más de un picante comentario, a causa de su puerta siempre herméticamen­te cerrada, que solo se abría a medias, a las horas de las comidas, para dar paso al galoneado negro de servicio, con su bandeja cargada de platos y su rostro obsequioso e impenetrable. Espe­raban los ociosos ocupantes del coche-dormitorio ver aparecer, a la llegada del tren, los semblantes cohibidos de una pareja de enamorados, y se sorprendían al encontrarse cara a cara con una espléndida criatura, de aire un poco desdeñoso, que viajaba sola y ataviada con una sencillez muy cercana a la pobreza. La desconocida no pareció advertir la curiosidad y la admiración de que era objeto o le hizo muy poco caso, porque mostraba en sus movimientos la misma naturalidad que si se encontrase lejos de toda mirada indiscreta.

Fuera del andén caía una lluvia menuda, continua y espesa, envolviendo la plazuela que se extiende al costado de la estación en una especie de gasa temblorosa donde palidecían las luces. El gran edificio de las compañías ferroviarias fusionadas, con sus tejas rojas, su feo enverjado y su aspecto exterior de pagoda india, debía lucir lamentablemente desairado, a la claridad de los escasos focos del alumbrado público y rodeado de la movible cortina de agua que esfumaba los objetos. Pero desde el sitio en que se hallaban nuestros viajeros no podían verse sino, de un lado, la pequeña explanada de las antiguas murallas, que acaba­mos de mencionar, y del otro el tren que los trajo, con los cristales empañados y chorreando por todas partes, el cual se había quedado vacío en pocos momentos. La locomotora ron­caba, a lo lejos, como un animal fatigado. Sin dejar de mirar de soslayo a la hermosa mujer, los pocos que aún quedaban junto a los coches probaban el cierre de los paraguas o desplegaban impermeables, entre el rodar apresurado de los carritos del correo y del equipaje, las carreras de los portadores de maletas y el ir y venir de los empleados, de uniforme y gorra, que vigilaban la descarga.

La viajera esperaba, sin duda, encontrar a alguien a su llega­da, porque buscó inútilmente con la vista en todas direcciones, y pareció en extremo contrariada por no descubrir en ninguna parte un rostro conocido. Enseguida miró hacia la plazuela desierta, cuyo pavimento brillaba como la superficie de un lago, al cielo encapotado y sombrío de donde se desprendía la lluvia, y a la interminable fila de coches y automóviles, con las cortinas corridas, que esperaban alineados al lado de la verja de la estación, cual si sondeara, una a una, las dificultades de la salida. La misma inclemencia de la noche pareció decidirla bruscamen­te. Hizo un gesto friolento, como si sintiera ya la impresión de las gotas sobre la espalda, apenas protegida por el delgado guardapolvo, se arrebujó en este con una mano, mientras afir­maba en la otra el saco y la pequeña maleta, y saltó resueltamen­te al andén. Al hacerlo, enseñó un piececito bien calzado y el nacimiento de una pierna esbelta y fina que atestiguaba la excelencia de su raza.

Un joven periodista, de los que hacen guardia en la estación, pequeño, vivo y regordete, se acercó en este momento a ella, con el sombrero bajo el brazo, la cuartilla y el lápiz entre los dedos y la sonrisa en los labios. Murmuró casi al oído de la hermosa el nombre de un gran diario de la mañana y le pidió cortésmente su nombre para inscribirlo en la lista de viajeros llegados aquella noche. La dama se puso encarnada y experi­mentó un leve sobresalto, al oír la inesperada petición, pero se repuso en el acto y se excusó con una frase ambigua y una fría reverencia, a las cuales el sagaz noticiero, sin desconcertarse, a causa de su costumbre de presenciar a diario esta clase de misterios, respondió con otra sonrisa un poco irónico, que quería significar: «comprendido», alejándose a buen paso.

La airosa desconocida apresuró entonces el suyo para alcan­zar la puerta, por donde se apretaba ya la cola de la gran muchedumbre que había descendido del tren. Su disgusto pare­cía aumentar a medida que avanzaba, taconeando gallardamente sobre el piso de hormigón, y una honda arruga acabó por marcarse entre sus lindas cejas contraídas por el despecho.

De repente, un hombre joven, que forcejeaba con el policía de la puerta, empeñado este en cerrarle el paso, y que ella no había visto, porque se lo impedía el cuerpo del agente del orden, gritó al pasar la viajera por su lado:

—¡Teresa!

Se volvió ella con viveza y vio al joven, que se precipitaba a su encuentro, con los brazos abiertos. Pero la arrogante mujer, a quien disgustaban ciertas expansiones en público, a pesar de que su bello semblante se había iluminado al reconocer al que la esperaba, cogió aquellos brazos en el aire y estrechó sus dos manos con ardiente efusión.

El hombre, rojo de cólera aún por su incidente con el policía, excusó su tardanza, mientras le dirigía a este, de reojo, una rencorosa mirada.

—No puedes imaginarte lo que he corrido por causa de esta maldita agua. ¡Ni un coche de alquiler por donde yo estaba...! Y luego, estos endiablados guardias, que, en vez de perseguir a los rateros, se entretienen en molestar a las personas honradas...

Hablaba en voz muy alta para que el aludido lo oyese, con ese aire de franca hostilidad que inspiran siempre a todo buen cubano los representantes del poder constituido; pero el agente, que era de buena pasta, a despecho de su uniforme azul, del torneado garrote y del enorme revólver que colgaba de su cintura, se contentó con encogerse de hombros, dirigiéndose a otro lado con mucha calma. Por su parte, la mujer, cuyo nombre ya conocemos, no dejó que su acompañante concluyera de desahogar su mal humor, y le cortó el hilo del discurso al preguntarle ansiosamente:

—¿Y los niños?

—Muy bien. En el colegio. Ayer los vi, y hasta pensé en traerlos, pero...

—Hiciste bien. No conducía a nada el haberlos traído, con este tiempo. ¿Y la negra Dominga?

—Como siempre; hablando sin cesar de ti... Mañana la verás, y recibirá una sorpresa, porque no le he dicho que llegabas hoy.

—Creía ya que no habías podido venir a esperarme, y me disponía a ir a la casa de la calle de Virtudes que me indicas en tu carta. ¿Es ahí por fin, donde tomaste las habitaciones?

—Sí; no había otras. Ya te explicaré.

—Entonces, ¿vamos?

—Sí, vamos. Ahí afuera tengo el auto que me trajo. ¿Y el equipaje?

—Viene por expreso. Podemos irnos.

Salieron del pequeño cuadrilátero cerrado de rejas donde se aglomeran las personas que van a recibir a los viajeros, el cual, poco a poco, había ido quedándose desierto. Al aproximarse a la acera, el viento húmedo, que formaba grandes remolinos con la lluvia les azotó de frente, obligándoles a encogerse y a ocultar el rostro. El hombre soltó una ruda interjección y asió fuerte­mente el brazo de Teresa, a fin de ayudarla a cruzar de prisa el espacio barrido por el aguacero. En este movimiento, en que había delicadeza de amante y familiaridad de esposo, puso él de manifiesto la gallardía de su persona y la vigorosa complexión de sus músculos. No era muy joven. Examinán­dolo de cerca, se notaba que era hombre de más de treinta años; pero la jovialidad de su semblante y su bigote rubio, de largas guías insolentemente levantadas, contribuían a que se le atribuyera menos edad. Su traje, esmeradamente cuidado y completo en los más insignificantes detalles de la moda, denotaba la absoluta consagración del que lo llevaba al culto de su persona. Un observador experimentado hubiera leído la descripción de estos pequeños rasgos del carácter en la ma­nera peculiar que empleó para saltar los charcos de la acera, llevando casi en vilo a Teresa, y en la contracción nerviosa de su cuerpo, semejante a la de un gato que se ve obligado a atravesar un corredor expuesto a la llovizna.

Por fortuna, el pequeño automóvil de alquiler se había arrimado todo lo posible adonde ellos estaban, y su conductor mantenía levantada la cortinilla de hule por encima de la abierta portezuela. Rápidamente salvaron la distancia que los separaba del carruaje, cayendo ambos casi juntos sobre el asiento, lo que les hizo reír como dos muchachos. Detrás de ellos la cortina impermeable descendió pesadamente, su­miéndolos en la oscuridad.

Entonces, lejos ya de las miradas indiscretas, se apretaron con fuerza los dos cuerpos y besáronse largamente en los labios.

Teresa fue la primera en desasirse del abrazo.

—¿Tienes noticias de mi hermano? —preguntó.

Los labios del hombre se estremecieron de indignación antes de responder; pero se dominó, haciendo un esfuerzo, para no amargar aquellos momentos de dulce intimidad, y concluyó por decir con sorna:

—Está más grueso y más saludable que nunca. Y mantenien­do todos los meses, con tu dinero, a una querida diferente...

Pasó entre los dos como una sombra de contrariedad, e involuntariamente se apartaron un poco uno de otro, sin añadir palabra. El auto rodaba lentamente por la calle de Egido, batido de frente por la lluvia, que se estrellaba con furia contra el cristal delantero, salpicando a los que iban dentro. Los tranvías eléc­tricos, al pasar, lanzaban hasta el interior del carruaje el fugitivo reflejo de sus luces. Teresa se arrepentía de haber traído la conversación a un terreno desagradable, y durante el silencio que siguió a las palabras de su amante experimentó el secreto malestar de su indiscreción.

—¿No tienes de qué hablarme, Rogelio? —le dijo, al fin, con acento de tierno reproche.

Aquella pregunta se encaminaba a disipar la nube que se había formado en la mente del hombre, el cual hizo un gesto vago para indicar que nada nuevo sucedía.

Ella insistió, con cierta vacilación. Su voz temblaba ahora ligeramente, al decir:

—¿Y tu familia?

El recurso fue contraproducente. Rogelio se puso más hosco todavía ante esta nueva interrogación.

—¿Por qué me dices: «tu familia»? Tú sabes que no tengo más familia que mi hija, tú y nuestros dos niños. Lo «demás» no debe nombrarse, porque me mortifica recordarlo cuando me hallo bien cerca de ti... Ahora, si es por Llillina por quien me preguntas, te diré que cada día le encuentro peor...

Con su aguda perspicacia de mujer, Teresa comprendió que alguna causa desconocida por ella irritaba los nervios de su amante, tornándolo agrio y sarcástico, cuando por lo general acataba sus ideas sin discutirlas. Pensó que su situación econó­mica, que era cada vez peor, sería el motivo, o que acaso aquella familia, a que ambos acababan de referirse, le habría ocasionado algún pesar reciente, y se propuso hacer lo posible por disipar su mal humor. Sin embargo, no pudo dejar de reconvenirle y de expresar su opinión, suspirando.

—¡Eres malo, hijo!

Y, en voz baja, tanto que apenas se oía, añadió:

—Nunca podré ser como tú quieres que sea.

A continuación, hablaron de la pobre enfermita, de aquella Llillina, hija de Rogelio, que tenía quince años y no era todavía núbil, herida en su infancia por un tumor blanco de la cadera, que la dejó contrahecha, y atacada después por la tuberculosis pulmonar, que iba poco a poco socavando su vida. El padre se rebelaba contra aquella cruel injusticia del destino, y culpaba a Dios. Teresa se había apoderado de una de sus manos y la oprimía tiernamente, para infundirle resignación. Su pena era menos teatral que la de Rogelio; pero, en el fondo, estaba más emocionada que él.

El dolor los aproximaba nuevamente, tras el pasajero enfado. Sus relaciones tenían ya la serenidad que reina entre los seres que han vivido largo tiempo juntos y en quienes el deseo sexual no se produce sino como una derivación de la costumbre; pero hacía seis meses que no se veían, encerrada ella en su cuarto de hotel, en la capital de Oriente, mientras él se afanaba por abrirse paso en La Habana, y la prolongada ausencia daba a su entrevista un sabor picante de novedad. La pena añadía un suave encanto al rostro serio de Teresa, y su dulce caricia fue infiltrándose en la sangre ardorosa del joven, que acabó por olvidar todas sus preocupaciones. La fría humedad de la noche y la complicidad del coche cerrado hicieron lo demás. Ambos guardaban silencio, cuando él, pasando un brazo por detrás del cuello de Teresa, la atrajo apasionadamente y murmuró con ternura a su oído:

—¿Por qué hemos de hablar de cosas tristes, en una noche como esta?

Por toda contestación, cerró ella los ojos y quedó flácida y palpitante encima del corazón de Rogelio. Se dieron cuenta de sí mismos cuando el carruaje se detuvo a la puerta de una casa de la calle Virtudes, y el chauffeur, sin volver la cara, signo elocuente de que había visto u oído lo necesario, hizo sonar la portezuela y levantó la cortina. Llovía copiosamente, y el za­guán, a oscuras y desierto, parecía la boca de una caverna. Rogelio dejó entonces de oprimir entre sus brazos a Teresa, pagó al hombre de la gorra, que los miraba a los dos con aire socarrón, salvó la acera de un brinco y recibió contra el pecho a su querida, que saltó también ligeramente detrás de él. Estaban en su casa.

La entrada era fea y triste, y ambos quedaron un momento como paralizados ante el desagradable aspecto de aquellas paredes, denudas y sucias, en que se rezumaba la humedad. Rogelio no había estado allí de noche, por lo cual experimentó la misma impresión que Teresa. El viento hacía chocar contra la puerta una muestra, groseramente pintada, donde se leía, a la luz de la calle, que era la única que alumbraba el zaguán, el siguiente letrero, escrito con caracteres rojos sobre fondo blan­co: «Habitaciones para hombres solos y matrimonios sin niños».

Hacia el fondo del patio, el cual se veía más allá del oscuro vestíbulo al través de una ventana abierta, brillaba, bajo la lluvia, una pequeña bombilla eléctrica, cuyo resplandor mortecino añadía un rasgo de tristeza a la soledad de la entrada. Teresa vaciló antes de avanzar un paso, sintiendo el corazón oprimido en presencia de aquella lobreguez de cueva. Rogelio tomó una de sus manos para animarla, y ella se dejaba guiar dócilmente, cuando resonó en el silencio el rumor de dos voces airadas que disputaban. Ambos amantes se detuvieron de nuevo, sorprendi­dos.

En la penumbra aparecieron entonces un hombre y una mujer, forcejeando ella por retenerlo y él por desasirse de sus manos. Una y otro jadeaban ahora sin pronunciar una palabra. De repente el hombre, de un empujón más vigoroso, hizo rodara su débil contrincante hasta la pared y huyó hacia la puerta. Se oyó un chillido penetrante de la mujer, y su voz increpó al fugitivo con un rabioso insulto y una desgarradora queja en que se traslucía toda su indignidad.

—¡Desgraciao! ¿Es de veras que te vas así?

—Vaya al diablo —rugió el hombre desde la calle, sin cuidarse de la lluvia que caía a torrentes sobre su cabeza—. ¿Crees tú que voy a salarme matando a un penco de tu clase?

Rogelio y Teresa se miraron.

—Ya te explicaré —dijo él un poco turbado, a manera de excusa por haberla llevado a vivir a una casa como aquella.

Y echaron a andar silenciosamente en dirección a la escalera, que se hallaba a la izquierda del vestíbulo, precedidos por la mujer, que sollozaba y se retorcía arrancándose a pedazos la ropa y murmurando injurias, sin haber visto siquiera a los recién llegados que la seguían.

Subieron los viejos peldaños de piedra porosa, gastados en el centro. En el recodo llegaron a los oídos de Teresa grandes carcajadas y vio, empinándose hasta la claraboya, un cuarto del primer piso, muy iluminado, donde, al través de la lluvia del patio, se veían pasar hombres en mangas de camisa, riendo y gesticulando como locos. La joven subió el segundo tramo de la escalera, preguntándose con inquietud qué clase de huéspedes serían esos. La mujer que iba delante desapareció, al llegar a lo alto, sin que viera Teresa por dónde.

Arriba, al menos, había luz. Las habitaciones que había alquilado Rogelio se abrían a un corredor de dos metros de ancho y unos diez pasos solamente de la escalera. El joven buscó las llaves en su bolsillo y se dispuso a entrar. Mientras tanto, su compañera examinaba la casa, con creciente curiosidad. El lugar donde estaban era un antiguo salón, que en otro tiempo ocupaba todo el frente y que había sido dividido por medio de tabiques de madera pintados de azul. De este modo, quedaba una hilera de habitaciones a la derecha, con frente a la calle, y un pasillo para llegar a ella, iluminado de noche por una bombilla pendien­te del techo. Hacia la izquierda, el pasillo comunicaba con la galería que, bordeando el patio, daba acceso a otra hilera de cuartos, colocada en ángulo recto con la precedente. Todas aquellas piezas eran pequeñas y mezquinas, a juzgar por las que podían verse desde allí, y habían sido dispuestas, mediante subdivisiones sistemáticas, con el evidente propósito de apro­vechar todo el terreno posible, hasta el punto de transformar en una estancia alquilable toda porción de la casa cubierta de techo. Sin ver más que esta parte del edificio, se adivinaba, pues, el resto: una profusión de habitaciones, especie de nichos la ma­yoría de ellas, distribuidas alrededor de un patio cuadrado, con pavimento este de grandes baldosas y adornado con viejos barriles pintados de verde y llenos de tierra, en los cuales crecían algunas plantas raquíticas. El piso bajo era, poco más o menos, lo mismo que el principal, y entrambos ofrecían un conjunto de abandono y de incuria poco a propósito para tranquilizar a Teresa.

Felizmente, el aspecto interior de su nueva vivienda no le produjo tan mal efecto. Se componía de una alcoba y de un saloncito tocador, ambos con balcón a la calle, amueblados con objetos baratos, pero limpios y nuevos, que habían sido com­prendidos en el arrendamiento, igual que la luz, el baño y el servicio de agua en los lavabos. Pensó que podría aislarse en su pequeño nido, abriendo las ventanas del balcón y cerrando las puertas que daban al pasillo. Era una contrariedad que lloviera, porque hubiese puesto en práctica, sin demora, su idea y juzgado de la impresión que le produciría todo aquello cuando se encon­trase sola. Sin embargo, miraba a su amante, con muda interro­gación, que no era todavía un reproche. Rogelio había encendido las tres luces de los cuartos, para dar un poco de alegría al cuadro, y se creyó en el caso de dar explicaciones.

—No es muy bueno esto, ¿verdad? Pero no me fue posible hallar otra cosa, después de quince días de andar de un lado para otro, viendo habitaciones.

Su voz no se mostraba muy segura, porque mentía sin el menor escrúpulo. Lo cierto era que cuando todo estuvo dispues­to para que ella viniese, estaba entretenido en otras cosas, y se limitó a encargar a un amigo suyo, un jorobado alegre y servicial a quien llamaban por mote Rigoletto, que le buscase dos cuartos para una querida. El jorobado, siempre discreto, no preguntó de qué clase era aquella querida; se la imaginó a su antojo, y buscó solamente lo más barato. En cuanto a Rogelio, no vio las habitaciones sino dos días antes de la llegada de su amante, cuando era ya tarde para buscar otras.

Teresa movía la cabeza, pensativa, sin responder.

Él, interpretando esta actitud como una reconvención, añadió que si hubiera ido a tomar los cuartos a una de esas casas que no admiten a toda clase de inquilinos, la situación irregular en que ambos se encontraban hubiese acabado por llamar la aten­ción, proporcionándole a ella una multitud de pequeñas humi­llaciones.

—¡Hiciste bien! —exclamó ella en un arranque de altivez herida—. Prefiero esto. Nada puede contagiárseme de toda esa inmundicia.

Y para dar a entender que aquel era un incidente terminado, dijo, casi enseguida, con una entonación completamente distin­ta:

—¡Qué viaje y qué salida de Santiago! ¡Creí, en los últimos días, que iba a acabar por perder la paciencia!

Se desnudaba, mientras tanto, rápidamente, porque tenía la espalda y el pecho empapados, mostrándose ya enteramente dueña de sí. Él se acercó y la besó en los dos hombros, con un leve estremecimiento de impaciencia en las guías de su bigote rubio. Pero Teresa, embargada por esa grave preocupación con que las mujeres ven cuanto se refiere a los detalles del hogar, tomaba posesión del suyo, moviéndose de un lado para otro, ordenando con mucha naturalidad los objetos y dejando para más tarde las expansiones de otra clase. Sacó de su pequeño saco de viaje dos peines, un cepillo de cabeza, una polvera y un relojito de mesa, y colocó este último junto a la cabecera del lecho, entre la palmatoria y la pera con botón de porcelana que servía para alumbrar la habitación sin levantarse de aquel. Cuando hubo terminado sus primeros preparativos se detuvo ante el cobertor, muy limpio y estirado, y los almohadones simétricamente dispuestos, colocados indudablemente por una persona que conocía sus gustos. Al deshacer la cama, para el arreglo de la noche, se fijó en una diminuta almohada igual a la que, desde niña, tenía ella la costumbre de tener bajo la mejilla mientras dormía.

—¿Quién arregló estos cuartos? —preguntó, sonriendo en­ternecida ante aquel rasgo al parecer insignificante.

—Le di una llave a Dominga y viene todas las mañanas a limpiarlos, desde que los tomé —repuso Rogelio, sin poder disimular completamente el mal humor que aquella pregunta le produjo.

—¡Mi pobre negra! —exclamó la joven, acariciando la almohadita con mano temblorosa—. ¿Pero no me escribiste que estaba colocada de cocinera?

—Y así es. Viene antes de ir a su trabajo.

Los ojos de Teresa se humedecieron y murmuró todavía, por lo bajo, muy conmovida:

—¡Pobre Dominga!

Para huir de su emoción, se puso a doblar febrilmente el cobertor, y a cambiar los almohadones por almohadas, que sacó de un cajón de la cómoda. No tenía que preguntar para saber dónde estaban las cosas, desde que supo que estas habían sido ordenadas por su vieja nodriza. Cuando todo estuvo listo, se dejó abrazar por Rogelio, tiritando bajo la camisa húmeda, que se le pegaba al cuerpo.

—¿No traes otra en la maleta? —preguntó el amante, retro­cediendo ante aquel contacto frío.

—Está mojada también. Me puse esta al salir de Santiago porque llovía mucho a la hora de tomar el tren.

—Pero no puedes acostarte así.

Sonrió ella, por toda contestación, y moviendo los hombros, dejó caer la camisa a sus pies, quedando erguida en medio de la habitación, como una soberbia estatua de marfil antiguo. Era esta siempre la iniciación de sus grandes banquetes amorosos, en los días en que su mutua pasión reverdecía. Rogelio la levantó a medias del suelo con un abrazo, y ella se abandonó a la dulce presión, con los labios entreabiertos por la voluptuosidad y el duro seno palpi­tante. El ruido del agua que caía sin tregua y el silencio de la casa la invitaban a entornar los párpados, como para morir, dejando caer, con un movimiento que era en ella habitual, sus larguísimas pestañas negras sobre la llama de sus ojos.

Se acostaron.

Dos horas después, mientras Rogelio descansaba, sufría Te­resa a cada momento un sobresalto que la obligaba a veces a incorporarse en el lecho. Extrañaba el ruido de la calle, cruzada continuamente por automóviles que hacían sonar diferentes clases de bocinas, tan distinto a la quietud que reinaba en la ciudad oriental, llena de pendientes y vericuetos, donde había vivido los últimos años. También la despertaban asustada los movimientos de la casa, percibidos al través de los indiscretos tabiques de madera. Pensó que entre aquellas viejas paredes debía habitar una muchedumbre de trasnochadores, a juzgar por el número de los que entraban, el cual iba aumentando a medida que la noche avanzaba. No transcurrían diez minutos sin que resonase abajo un gran portazo, y luego los pasos de una o más personas, que subían la escalera rallando fósforos, pues las luces del patio y de los pasillos del piso alto se apagaban siempre a las diez y media en punto. Algunos subían cantando a media voz o silbando aires populares, sin cuidarse del sueño de los vecinos. Más tarde se oyeron voces enronquecidas y risas de mujeres que se refugiaban en su domicilio vibrando todavía con los últimos restos de la alegría de la calle. A Teresa le parecía a veces que estaba acostada en el corredor y que aquellas gentes pasaban rozando su cuerpo, tan cerca y tan claramente percibía sus palabras. No llovía ya, y a menudo el mismo silencio la desper­taba. A las dos y media experimentó una sacudida más fuerte que las demás, a causa de dos que disputaban en la escalera con voces descompuestas, entre las que pareció distinguir la de la mujer que había subido delante de ellos. Temió que ocurriera una desgracia, y encendió la luz. La mujer profería insultos y amenazas, con expresiones soeces. El estallido seco de una bofetada cortó de pronto el diálogo, y casi enseguida se oyeron los pasos de las dos personas y los sollozos ahogados de ella, que ahora le pedía perdón a su acompañante, con gemidos de tórtola, llamándolo «mi padre» y jurando, como una niña, que no volvería a mortificarlo más. Teresa, nerviosa y convencida de que no dormiría en largo rato, se sentó definitivamente en el lecho y dejó encendida la luz.

Rogelio reposaba con la cabeza sobre el brazo doblado y el pelo, de color de bronce, caído sobre los ojos. Teresa apartó con ternura las greñas rebeldes y las distribuyó a los dos lados de la frente. En aquella posición de tranquilo abandono le pareció su amante más hermoso y más joven, con la piel de las sienes tirante y fresca todavía y los sensuales labios coloreados por una sangre vigorosa. Tenía treinta y cinco años, y representaba treinta, como a ella nadie le hubiera atribuido más de veinticinco, es decir, seis menos de los que contaba en realidad. El cuello de Rogelio, de una blancura casi femenina, se ofrecía a sus ojos graciosamente encorvado por el sueño, y mostraba la delgada cadenita de platino, de la cual pendía una medalla de la Caridad del Cobre, que él besaba supersticiosamente en los momentos de sus grandes crisis. Teresa no se atrevió a imprimir sus labios en aquel cuello, por temor a despertar al joven; pero lo contem­pló un buen rato extasiada, con una mezcla de gravedad y de arrobamiento, no exenta de cierta tristeza, que definía exactamente el carácter de su pasión. Entonces se fijó en un detalle que hasta ese instante no le había llamado la atención: la ropa interior de Rogelio era de seda, de un color muy pálido entre gris y azul, y lucía un juego de botoncillos de oro con monograma de esmalte, que ella no le había visto antes. ¿Por qué experimentó una dolorosa sorpresa y como una mordedura interior, relacionando oscuramen­te aquel hallazgo con la tardanza de él en acudir a la estación y con el mal humor de que había dado muestras a poco de recibirla? Movió la cabeza nerviosamente, atormentada por una idea que no llegaba a precisarse; mas rechazó noblemente la sospecha antes de nacer, y prefirió achacar el capricho de adornarse así a la vanidad, que había sido siempre el mayor defecto de Rogelio, y a la influencia que habría hecho en su ligera cabeza la vida refinada de la capital. Para distraerse, apartó la mirada de aquellas prendas acusadoras y contó los minutos, siguiendo el movimiento de las manecillas del reloj.

A las tres en punto, hizo un gesto que quería decir: «ya es hora», y se decidió a despertar al joven sacudiendo suavemente uno de sus hombros, mientras lo llamaba:

—Rogelio, Rogelio.

Se incorporó él, asustado, sin abrir los ojos.

—¡Eh! ¿Quién me llama?

—Vamos. Ya dieron las tres. ¡Levántate!

Rogelio se encogió de hombros, y se dispuso a proseguir su sueño.

—¡Bah! ¡Qué importa! Déjame dormir.

Teresa insistió pacientemente, ayudándolo a incorporarse, mientras le acariciaba las mejillas para animarlo.

Se arrojó al suelo, al fin, rezongando, y empezó a vestirse de muy mal humor, con las cejas contraídas y los ojos cargados de un rencor de niño.

De repente se paró delante del lecho, donde se había quedado Teresa, cubierta con las sábanas, y dijo:

—Es necesario acabar de una vez con esta comedia. ¿Para qué diablos tengo que levantarme en lo mejor del sueño y dejarte a ti? Es mejor quitarse decididamente la careta y asunto conclui­do.

La joven replicó, con mucha dulzura:

—¿Quién puede sentirlo más que yo, hijo? En tantos años, no he podido acostumbrarme todavía a verte salir, después de haber estado conmigo solamente la mitad de la noche. Pero nunca has dejado de amanecer en tu casa, ni debes hacerlo... ¡Soporta tu cruz, como la soporto yo!

Acabó él por mostrarse resignado, no sin antes hacer dos o tres ademanes de rabiosa protesta, y exclamó, mientras se ponía la camisa, todavía húmeda, que había tendido, al acostarse, sobre una silla, para que se secase:

—¡Bien sabe Dios que me someto a esta ridiculez solo por mi hija!

—Por tu hija y... por tu mujer, Rogelio; por las dos —arguyó valerosamente Teresa, frunciendo un poco el entrecejo al pro­nunciar el nombre de «la otra».

Después se quedó pensativa, con el codo en la almohada y la mejilla en la palma de la mano, contemplando distraídamente cómo acababa de vestirse su amante, en quien el sueño no se había disipado por completo. Aquellos momentos de la partida del joven fueron siempre, para ella, de una profunda melancolía, que disimulaba a fin de que él no desmayase en la obra de permanecer unido a su familia legítima. Ella era la fuerte, y tenía la obligación de mantenerse firme en su papel. Aquella madru­gada, le pesaba más que nunca la separación, pareciéndole que iba a quedarse sola en un medio odioso y hostil, del que no podría esperar nada bueno. Cuando cambiaron el beso maquinal de la despedida, Teresa estaba bajo la penosa impresión de estas ideas. Luego oyó cómo se alejaba Rogelio, haciendo eses al andar por el pasillo, y sin cuidarse de encender cerillas para orientarse; escuchó sus inseguras pisadas en la escalera y esperó el ruido del portazo, que no tardó en resonar en el silencio, ahora completo, de la casa. Estaba sola en la ciudad inmensa y en la vivienda desconocida.

Permaneció aún algunos minutos inmóvil en la misma pos­tura, sintiendo cómo se agrandaba el vacío que bruscamente se había hecho en su alma. Enseguida suspiró, apagó la luz e hizo un desesperado esfuerzo sobre sí misma para conciliar el sueño.

No hacía dos horas y media que dormía con relativa tranqui­lidad, cuando una voz chillona se dejó oír a los pies del lecho, y una negra, vestida con el hábito del Carmen, se irguió delante de ella haciendo grandes gestos de sorpresa y abriendo desme­suradamente los brazos, para llevarlos luego a la cabeza, en escandalosa señal de júbilo.

—¡Alabao sea el Santísimo Sacramento! —decía a gritos la pobre mujer, como si hablase efectivamente con los santos. ¡Mi niña Teresita aquí...! ¡Eh! ¿Y eso qué es? ¿Cómo vino tan calladita, que su pobre negra no lo supo para ir a esperarla al paradero...? ¡Jesucristo crucificado, y qué linda está...! ¡Santa Bárbara piadosa...! ¡Dios la bendiga...!

—¡Dominga! ¡Mi negrita! ¡Dominga!

Saltó de la cama, descalza y completamente desnuda, sin perder tiempo en cubrirse con la sábana, y se arrojó llorando en los brazos de la fiel criada, que la tuvo largo rato oprimida contra su pecho.

II - Teresa y Rogelio

El verdadero nombre de aquella interesante mujer, que hemos visto precipitarse, con tan honda emoción, en los brazos de su vieja nodriza, era María Teresa Trebijo, y no Teresa Valdés, como se hacía llamar desde que su carácter arrebatado y volun­tarioso la impulsó a dejar la casa de su hermano, cediendo a una invitación de este, sin reclamar lo que legítimamente era suyo. Los Trebijo pertenecían a una de las más distinguidas familias de la época colonial, y estuvieron emparentados con lo más selecto de la sociedad de entonces. El padre de Teresa, el solemne Juan Jacobo Trebijo, hacendado, miembro de una gran firma comercial y hombre de inmensa influencia, había muerto dos años antes de la ruptura entre los dos hermanos y cuando Teresa estaba todavía interna en un colegio de religiosas. La madre había dejado de existir algunos años antes que su marido, sin dejar huellas de su paso por el mundo, y la joven solo recordaba de ella un rostro largo y pálido de apasionada, un pelo muy negro, unas lindas manos y el perfume penetrante que se desprendía de sus pañuelos, de sus cabellos, de su cestita de costura y de todo lo que tocaban sus dedos. Se llamaba Isolina, y le hablaba siempre a sus hijos con mucha dulzura. Teresa recordaba también que muchas veces la retenía apretada contra su pecho, hasta hacerle daño, y que suspiraba a menudo, mirán­dola. Cuando aquella melancólica mujer se extinguió, tan silen­ciosamente como había vivido, la niña estaba en el colegio, y no supo su desgracia sino después que la hubieron enterrado. La vistieron de negro, sin sacarla de la pensión, y lloró algunos días por los rincones, más por el efecto de sus propias palabras al repetirse que ya no tenía madre, que por un verdadero sentimien­to de dolor, que aún no podía albergar su corazón demasiado tierno.

Cuando Teresa nació, hacía mucho tiempo que el amor de sus padres se había extinguido y que la inmensa fortuna territorial de los Trebijo mermara un poco, a consecuencia lo primero de hondas divergencias de carácter entre los dos cónyuges y lo segundo a causa de la abolición de la esclavitud. Aún eran muy ricos, sin embargo, y la fortuna que Isolina aportó al casamiento vino a acrecer el patrimonio que algún día correspondería a sus hijos. Juan Jacobo era materialista, a pesar de su fanatismo religioso, avaro y autoritario, y su mujer sentimental, delicada e ignorante, como casi todas las cubanas bien nacidas de aquella época. Hirió a la pobre joven, al obligarla a codearse con las esclavas de quienes tenía hijos ilegítimos, y siguió engendrando en ella otros, solo por el absurdo deber de acostarse juntos los casados, que coloca al hombre moral muchas veces un poco más bajo que las peores bestias. Cuando Sebastián y Teresa vinieron al mundo ya no existía ningún lazo de estimación ni de afecto entre aquellos dos seres. El primero murió del crup antes de cumplir los cinco años y la segunda fue casi relegada al olvido dentro del triste caserón, lleno de criados, donde habitaba la familia. Casi todos los halagos del padre eran para José Ignacio, que se parecía a él, aunque, de carácter más dúctil y más solapado, procuraba disimular aquellos de sus defectos que podían atraerle la murmuración de las gentes. Juan Jacobo Trebijo era un déspota, que tenía la misma ruda fe, el mismo instinto de dominación e igual apego a los bienes materiales que sus antepasados, los héroes de la conquista americana. La reli­gión era a su juicio indispensable, porque resumía la más alta confirmación del poder social, como lo era el espíritu reaccio­nario en política, amenazado por francmasones, republicanos y separatistas. Así, Dios fue para él una especie de aliado todopo­deroso, que legitimaba la esclavitud del negro, enviando buenos rendimientos en el azúcar a los creyentes y surtiendo su lecho de frescas y apetitosas mulatas, y a quien era preciso reverenciar por ello sinceramente. José Ignacio, en cambio, no creía en Dios ni en el diablo, aunque le convenía que los demás no le imitasen y se guardara de expresar en alta voz su ateísmo. Tampoco se mostró intransigente en política, y al terminarse la revolución del 95, hizo alarde de sus ideas avanzadas, jurando que había enviado quinina y balas a los levantados en armas. En general, aceptaba todo lo que no le perjudicase directamente; pero en su interior había una rigidez dura y seca, muy semejante a la del autor de sus días. Era catorce años mayor que Teresa y después de la muerte de su hermano, Sebastián, no le perdonaba a aquella el haber nacido, para arrebatarle la mitad del cariño de su padre y del techo de la casa. La niña, por su parte, no tenía de los Trebijo sino la ruda obstinación, la voluntad inflexible y la robustez del cuerpo. De la madre había heredado el desinterés, la delicadeza de los sentimientos y cierto altivo desdén hacia todo lo que no se amoldara a sus ideas, que la obligaba a callar y a parecer algunas veces torpe o demasiado sumisa. A los doce años, era apasionada y generosa, alegre y dulce, indolente e irascible, según las circunstancias. Poseía dos magníficos ojazos negros, de mirada a ratos dura y con frecuencia soñadora, semejantes, en esto último, a los de la madre; pero, coqueta por temperamento, atenuaba lo primero, que podía pasar por un defecto, y lo segundo, que pugnaba en ocasiones con su orgullo, dejando caer sobre ellos, con mucha gracia, la pantalla de sus párpados adornados de lindísimas pestañas y de una lánguida pesadez de criolla de pura sangre. Desde esa edad, aquel cuerpo, lleno de encantadoras promesas, aquellos lindos ojos y el vigor expresivo de sus facciones hacían presagiar en ella a la encan­tadora y extraña mujer que fue después.

abintestato no se consolidaba sino al cumplirse los cinco años del fallecimiento. Fue además necesario que la propia heredera fuese a fin de formalizar ciertos trámites. Teresa se quedó en Santiago, con sus hijos y con Dominga, y esperó ansiosamente su turno.

Mas, al hallarse lejos de su amante, el valor de la joven flaqueó un poco. Y como una epidemia se declarase, tres sema­nas después, en el barrio en que vivía, perdió la cabeza y envió a Dominga, con los niños, a La Habana, abandonando ella la casa para ir a encerrarse en el cuarto de un hotel de la población. Rogelio le reprochó su proceder, a vuelta de correo, pero admitió a los niños, a los cuales hizo entrar en un colegio, y no hablaba de llevarla a su lado. Los meses pasaron, y el joven no parecía tener prisa en sacarla de allí. Daba excusas y refería las dificul­tades con que tropezaban para vender la casa de su mujer. Teresa no advertía en sus cartas el tono de un hombre desesperado, y a pesar de ello no albergó la menor duda en su alma sincerísima.

Al fin se decidió el amante a traerla, puesto que algún día habría de hacerlo de todos modos, y después de darle a Rigoletto el encargo de buscar dos habitaciones baratas, aguardó con calma saboreando su libertad y con cierto nostálgico pesar al repetirse que pronto tendría que emprender su doble existencia de casado, sin dinero y sin esperanzas.

Su corazón de pájaro había envejecido.