Mi tío el empleado

Autor

Ram%c3%b3n_Meza.JPGRamón Meza Suárez Inclán (28 de enero de 1861 - 5 de diciembre de 1911), nació en La Habana en el seno de una familia burguesa de larga tradición intelectual. Muy joven alcanzó el título de licenciado en Derecho Civil y Canónico, pero su verdadera vocación fue cultivar las letras y el magisterio, por lo que se graduó de Bachiller en Artes en la Universidad de La Habana, donde también se hizo doctor en Filosofía y Letras en 1891, con un estudio histórico-crítico de la Ilíada y la Odisea y su influencia en los demás géneros poéticos de Grecia; y se desempeñó como profesor. Fue miembro fundador de la Academia Cubana de la Historia y Concejal del Municipio de La Habana en 1901. A principios de la República, fue profesor universitario de Psicología pedagógica, Historia de la Pedagogía e Higiene escolar (1906) y secretario de Instrucción pública y Bellas Artes de La Habana (1909). Se desempeñó como subsecretario de Justicia y fungió como secretario de la Sociedad Económica Amigos del País, en la cual fue, además, director de sus memorias, publicadas anualmente durante el período 1900-1909. Ocupó el cargo de redactor en La Habana Elegante. Colaboró en la Revista Cubana, el periódico Patria, la revista de la facultad de Letras y Ciencias, La Lotería (1884 a 1891), y también en El Fígaro y Cuba y América (1902 a 1905).

Legó a las letras e historia patrias no solo valiosos estudios biográficos, sino que trasmitió también a la posteridad diversas obras de insignes y antiguos escritores cubanos, como Villaverde, González del Valle, la Condesa de Merlín y otros. Publicó, entre otras obras de su autoría, las novelas: Mi tío el empleado, El duelo de mi vecino, Flores y calabazas, Don Aniceto, el tendero y Carmela; además de artículos periodísticos, históricos y crónicas de viajes. En 1886 la Sociedad Provincial Catalana Colla de Sant Mus le concedió un accésit en los Juegos Florales por su novela Carmela y en 1889 recibió premio por su novela Don Aniceto el tendero, en un certamen del Liceo de Santa Clara. Dejó preparado para la imprenta un tomo de cuentos, con el título de “Trece cuentos”.

 

Se le ha elogiado por su don de observar, pero, al decir de Martí, «no es esa observación común que copia lo que ve, como la fotografía, sino otra implacable y casi ceñuda, que realza su poder con su justicia. Y parece que brega a brazo con su objeto hasta que lo deja por tierra sin la vida que le toma para su descripción; es como ciertos pintores, que no dibujan con lápices, sino con púas de acero».

Mi tío el empleado, novela apreciada por su modernidad y las descripciones impresionistas, recoge, tal como apunta el Apóstol, «la historia del poblano don Vicente Cuevas, que llegó a Cuba en un bergantín, de España, sin más seso, ciencia, ni bienes, que una carta en que el señor marqués de Casa-Vetusta lo recomendaba a un empleado ladrón, y con las mañas de este y las suyas, amparadas desde Madrid por los que participaban de sus frutos, paró el don Cuevas de las calzas floreadas y las mandíbulas robustas en “el señor conde Coveo”, a quien despidieron con estrépito de trombones y lujo de estandartes y banderines los “buenos patriotas de La Habana”, cuando se retiraba de la ínsula, del brazo de la rica cubana Clotilde. Esta es la vergonzosa historia, dicha con sobrio ingenio, cuidado estilo y varonil amargura. (…) El libro, sin ser más que retrato, parece caricatura; pero precisamente está su mérito en que, aun en el riesgo de desviar la novela de su naturaleza, no quiso el autor invalidarla mejorando lo real en una obra realista, cuya esencia y método es la observación, sino que, hallando caricatura la verdad, la dejó como era. [Y resulta que] más notable que la facultad de componer, (…), es aquel como fiero pensamiento y grave melancolía que da a su chiste la fuerza de la sátira».

 

I - De arribada

En los primeros días del mes de enero,1 uno de esos días hermosos, espléndidos, después de largo tiempo de lenta navegación llegó a vista del puerto de La Habana el bergantín Tolosa. Henchidas sus blancas lonas e impelido por fresco viento del nordeste, parecía que iba a estrellarse el buque contra los negros riscos de la costa; mas cambiando bruscamente de rumbo, dirigió la proa hacia el punto medio de la estrecha boca del puerto. El cielo azul sin que manchase su pura transparencia la más tenue nubecilla; el mar azul también y con sus aguas tan diáfanas que a trechos permitían ver la manchas oscuras de los escollos; el sol, en medio del cielo derramando raudales de luz por todas partes; la ciudad de La Habana, con sus casas de variados colores, con sus vidriadas almenas, con las torres de sus iglesias, con su costa erizada de verdinegros arrecifes ceñida por blanca línea de espuma, con sus cristales que heridos por el sol lanzaban destellos cual si fueran pequeños soles con sus vetustos tejados y empinadas azoteas, con los grandes murallones de piedra gris de sus fuertes asentados sobre dura roca cubierta de verdor: ¡ah! todo esto se presentaba a la contemplación de dos viajeros, que venían a bordo del bergantín, con cierto maravilloso atractivo del que no les era posible sustraerse.

Y no se debe extrañar que tan honda impresión les causara: no habían visto sino vetustas casas de muy pobre arquitectura, y nunca, más allá de las diez o doce reunidas que constituían el villorrio.

Debieron de haberlas visto en Cádiz; pero su viaje por esta ciudad fue de noche, rápido, pues que lo hicieron en diligencia, cuyos pocos mullidos asientos y espaldares aprovecharon para reponerse, con algunas cabezadas de sueño, del cansancio y la fatiga producidos por otro viaje de muchos días, de muchas leguas, a pie firme, y a cuestas con el equipaje. Aquella misma noche, se trasladaron a bordo del bergantín que debía conducirlos a América, y desde él, solo vieron las fosforescencias de las agitadas olas de la bahía de Cádiz y las luces de la ciudad que en lontananza brillaban, como puntillos luminosos, entre la sombra profunda. Al amanecer levó anclas el bergantín, y cuando despertaron solo lograron ver ya, como densa y azulosa bruma cuyo color se confundía con el de las lejanas y bajas nubes, las costas de España.2

El mayor de los dos viajeros aparentaba tener unos treinta años; su crecida barba; su rostro pálido por los padecimientos de la navegación en aquel pequeño buque de vela, en el cual, además, escaseaba a menudo el alimento; su calzado y sus ropas de burdo género y raídos; sus ojos rodeados de un ribete rojo por causa de una fuerte irritación del párpado y los lagrimales, y más que todo, un desgarbo general en su persona, dábanle aspecto de un hombre de temperamento enfermizo. Sin embargo, sus anchas espaldas, redondos hombros y recias mandíbulas acusaban robusta complexión y convencían de que, regularmente alimentado aquel hombre, llegaría a ser, con el tiempo... un hombre gordo.

El menor era un muchacho de doce a quince años, y por cierto que no asentaría su planta en la ribera de la gran Antilla en mejores condiciones que su compañero.

Había entre los dos mucha semejanza; y a aumentarla contribuía, en no poca parte, que usasen ambos, sombreros de castor alisados a contrapelo, de tiesas y angostas alas y de copas tan perfectamente esféricas que parecían medias balas de cañón; chaquetas cortas de color siena y bordeadas por el cuello, solapas y mangas, con terciopelo; pantalones, con grandes adornos de color distinto, que pudieran creerse enormes remiendos, si no fueran simétricos y como cortados por un mismo molde; un elástico les sostenía los sombreros por el lado derecho, y por el lado izquierdo, de estos colgaban, atadas a dos cordoncillos de seda, un par de bellotas.

Quien mirase fijamente a estos dos viajeros podría tomarlos por hermanos; pero mejor informado, puedo asegurar al lector, que aquellos dos viajeros no eran otros que mi tío y yo.

—Oye, sobrino, ¿has visto si está en el mundo la carta de recomendación del primo?

Así me dijo mi tío, suspendiendo un instante la admiración que le producía la vista de La Habana, bañada toda por la luz del sol, al recordar que nos acercábamos ya al término de nuestro viaje.

Me dirigí al camarote, abrí el baúl y me palpitó con fuerza el corazón: la carta no estaba donde la había visto el día anterior y todos los demás días. Volví al derecho y al revés medias, bolsillos, mangas, y la carta de recomendación no aparecía.

Alarmado mi tío con mi tardanza se presentó en las puertas del camarote, y la revolución en que vio las ropas, y el apuro con que yo las registraba, le hicieron comprender la fatal nueva antes de que yo pudiera desplegar mis labios.

Jamás he vuelto a ver hombre alguno tan desesperado. Lo primero que hizo fue pegar un puntapié que rayó la tapa del mundo, como llamaba él al baúl. Después tiró al suelo el sombrero, lo pateó, se dio de puñadas en el estómago y vociferaba que yo era peor que un ladrón, pues que le había arrebatado su porvenir a un hombre honrado; que entrar en La Habana sin la carta de recomendación, era dar lugar a que nos confundieran con tanta gente vulgar que entraba en ella todos los días. ¡Bonito papel harían nada menos que los Cuevas, los recomendados por el ilustre madrileño señor marqués de Casa-Vetusta, sin poder acreditar que lo eran!

Los golpes y gritos subieron a punto que los oyeron el capitán y algunos marineros y acudieron todos precipitadamente al camarote a inquirir qué motivaba semejante alboroto.

—Pero hombre —preguntó incómodo el capitán—, ¿qué le pasa a usted?

—¡Nada!, que este rapaz —contestó mi tío señalándome—, es peor que un bandido, me ha robado mi fortuna, señor capitán, toda mi fortuna.

El capitán, que todo lo podría creer menos que mi tío tuviese fortuna que pudiera robársele, le preguntó, en más suave tono, qué le había hecho yo.

—¡Pues nada!, me ha extraviado la carta de recomendación del ilustre marqués de Casa-Vetusta, que me daba el mejor destino de Cuba.

—No se ofusque usted tanto, señor —continuó el capitán—, busque, registre, en el barco debe de estar. ¿Se ha registrado usted los bolsillos?

Llevóse mi tío las manos al bolsillo y sacó un papel doblado. ¡Era la carta de recomendación!

Esto lo hizo pasar tan rápidamente, y con tan cómico gesto, de su profunda desesperación a la mayor alegría, que los presentes no pudieron contener la risa.

Lejos de incomodarse mi tío por el motivo de aquella algazara, les hizo coro con tan vehementes carcajadas, que se le saltaban las lágrimas de puro gozo.

1 Como se podrá leer en el capítulo VI, titulado «En nuestro empleo», la llegada a Cuba de Vicente Cuevas, protagonista de la novela, y su sobrino Manuel, ocurrió el día 5 de enero de un año impreciso, pero que conjeturamos pudiera estar comprendido entre los primeros de la década del 70 del siglo XIX.

2 En ningún momento de la novela su autor se encargó de especificar de qué región de España salieron Vicente Cuevas y su sobrino. Si partieran desde el sureño puerto de Cádiz, en la provincia de ese nombre, pudiera suponerse que eran gaditanos, pero Meza apunta muy claramente los muchos días transcurridos y las muchas leguas recorridas para llegar al punto de arriba, lo que podría hacer pensar que provenían de otra provincia más o menos cercana a la antes indicada. Lo que sí se puede dar por sentado es que residían en el sur de la península Ibérica.

II - En busca de los reyes

A la una y media ancló nuestro barco en medio de la bahía y un bote nos condujo a una casilleja de madera situada en un extremo del muelle. Al entrar en ella se nos presentaron dos hombres, vestidos de dril azul, de grandes barbas, que llevaban en el sombrero una luciente plancha de cobre y empuñaban unos retacos. Les s aludamos llenos de un respeto muy próximo al terror. Y ellos, sin atender nuestras ceremonias, nos quitaron el baúl, le cortaron las amarras, abrieron la tapa, metieron la mano dentro y lo revolvieron todo de arriba a abajo, de un lado a otro, estrujaron nuestras ropas y vaciaron cuanto contenían las cajas que traíamos en él. Concluida esta operación nos registraron los bolsillos y el sombrero; y luego con un gesto imperativo, nos dijeron que nos largáramos de allí porque les estorbábamos ya. ¡Arre!

Durante el registro temblábamos como azogados. Y así que concluyó y nos apartamos de aquella malhadada casilleja, acercóseme mi tío con mucho misterio y díjome al oído:

—Sobrino, si algo hubiéramos tenido en el mundo, esos bandidos nos lo hubieran llevado.

Por el momento pensé lo mismo; pero andando el tiempo he llegado a saber que aquellos buenos hombres eran los que nos suponían bandidos a nosotros, o contrabandistas, que es lo mismo, y nos registraban el baúl para ver si encontraban alguna prueba de su sospecha.

Baúl a cuestas íbamos alejándonos de la casilleja, y un hombre, vestido de camiseta de lana, calzones de mahón, y gorra gris terciada, púsose a mirar fijamente a mi tío, le echó los brazos al cuello y exclamó:

—Demongo, Vicente, ¿así te olvidas de los paisanos?

No contrarió poco a mi tío aquella confianza hecha en medio de la calle por un hombre de tan fea y vulgar catadura a otro que iba a ocupar el mejor destino de Cuba; pero disimulando su mal humor, contestó aquellos expresivos saludos.

El hombre de la camiseta se encaró conmigo.

—¡María santísima! —dijo—, ¿y este es el chico? ¡Pronto ha crecido el rapaz! ¿No te acuerdas de Domingo Tejeiro?

¡Pues no habría de acordarme! Apenas pronunció este nombre le abracé con efusión.

Era Domingo, sí, aquel Domingo, que aunque de más edad que yo, había sido mi compañero de travesuras en el pueblo. Jamás cogí nidos de pájaros, ni hurté uvas, peras, albérchigos o castañas que dejase de prestarme su eficaz cooperación. Cierta vez que nos disparó el tío Lorenzo un escopetazo con sal por las piernas guardamos cama, de resultas de las heridas, muchos días; y nuestras relaciones de amistad quedaron interrumpidas, porque la familia de Domingo aseguraba que yo le había pervertido el muchacho, y mi familia, procuraba convencerme, de que el pícaro muchacho Domingo, me había pervertido a mí.

—¿Y adónde van ustedes ahora?

Yo creo que esta pregunta azoró más a mi tío que lo que nos había azorado, a Domingo y a mí, el escopetazo del tío Lorenzo.

—Ahora... ahora... —balbució.

—Si ustedes quieren, comerán hoy conmigo, y luego alquilaremos un cuarto en el León Nacional.

El orgullo de mi tío se resintió por segunda vez.

—Gracias, Domingo, venimos recomendados a un primo nuestro muy rico. El excelentísimo e ilustradísimo señor don Genaro de los Dées.

—Ilustrísimo dirás, Vicente. ¿Y dónde vive ese primo?

—¡Ah!, ¿y no lo sabes tú que hace tanto tiempo que estás en La Habana?

—Por Dios que es la primera vez que oigo tal nombre; pero si no lo han tratado ustedes nunca, debían comer hoy conmigo y seguir mis consejos. Si no traen dinero yo puedo prestarles...

—Gracias, Domingo —interrumpió mi tío—, traigo metida en el forro de la levita una letra por valor de cien reales de vellón.

—¡Demongo!, ¿tan rico llegas? Pues no traje yo, por juntos, cinco cuartos a Cuba.

Sin embargo, bastante perplejo estaba mi tío acerca del partido que debía tomar.

¿A dónde dirigirse por aquellas calles tan largas, entre tanta casa alta y sin conocer a nadie? ¿Habríamos de recorrer toda la ciudad, baúl a cuestas, hasta que diéramos con el ilustrísimo señor don Genaro? Y mientras tanto, ¿dónde comeríamos? ¿Habríamos de dormir en los quicios de las puertas?

—Ea, Domingo —exclamó mi tío dándose aire de perdonavidas—, comeremos hoy contigo y ya nos dirás dónde podremos encontrar una habitación.

—Pues claro está, ¡demongo! Ya buscarás al primo. Ustedes acaban de llegar y no entienden esto: yo soy aquí perro viejo —contestó Domingo.

Luego, metiéndose ambas manos en los hondos bolsillos y caminando con movimiento de péndulo, echó a andar, diciéndonos que le siguiéramos.

Anduvimos bajo el largo cobertizo de zinc del muelle donde había una profusión de sacos, barriles, cajas de todos tamaños, enormes ruedas dentadas de hierro, grandes pailas y masas de metal, almireces, tubos de barro, tinajones, flejes, rieles, duelas, cántaras, jarras, todo en grupos, o bien separados, o ya en hileras, o en montones más altos que un hombre; pero sin confusión, sin desorden, pues de trecho en trecho había hombres que a manera de pastor de ovejas no dejaban que se les descarriara un solo objeto.

Y por los espacios o callejuelas que se dejaban libres para el paso, entre balumba tanta, cruzaban hombres cubiertos de sudor, gritando, corriendo y dándonos empellones que hacían rabiar a mi tío. ¡Si supieran aquellos estúpidos quién era aquel con quien se codeaban, ya lo respetarían más!

Íbamos a salir de una callejuela formada con sacos de harina y cajas de fideos, colocadas en tan alto montón que se alzaban algunos palmos sobre nuestras cabezas, cuando mi tío retrocedió lleno de estupor.

Por delante de él había cruzado vociferando: ¡con licencia!, ¡con licencia!, un centauro, un sátiro... qué sé yo lo que le pareció aquel extraño ser.

—¿Qué es eso, Domingo? —preguntó temeroso.

—¿Eso...? Un negro.

—¡Ah...! ¡Bah...!, un negro —balbució cobrando ánimo.

Efectivamente; ante nosotros había pasado un robusto africano, un Hércules de ébano, cuyas sudorosas espaldas, llenas de desarrollados músculos, brillaban con la luz del sol como si estuvieran barnizadas.

En un extremo del muelle había un hombre que, retaco en mano, recibía a estocadas las pacas de heno, las cuales merced a una alta polea venían saltando por el aire desde el fondo de una gran lancha al muelle. Domingo nos enteró de que tal operación tenía por objeto investigar si las pacas traían contrabando en el vientre.

Anduvimos algo más.

—¡Hola! Llegamos. He aquí mi casa —díjonos Domingo señalando un bote—, ese es el mío; avisen si quieren que les lleve a dar un paseo por el puerto.

—¿Y por qué estando aquí hace tiempo no eres más que botero, Domingo? —preguntó cándidamente mi tío.

—¿Y qué demongo querías?, ¿que me hiciese un conde, no? Pero otra vez no me llames botero, sino patrón. ¡Vaya, lee el nombre de mi bote! ¿Sabes leer, Vicente?

Mi tío se mordió los labios. Y para convencer al indiscreto patrón de que sabía leer, mascullando algo las sílabas leyó:

—«El terror de todos los piratas».

—¡Y qué largo es, Domingo! —objeté yo.

—Así está bonito, ¿no ves que coge de una banda a otra toda la popa?

Al lado del bote de Domingo estaban atados más de treinta. Y mi tío, para dar mejor muestra de su ciencia, siguió leyendo, aunque con trabajo, el nombre de los demás botes: La derrota de los cien mil gabachos, El vencedor de ambos mundos, Velero del puerto de Madrid, Don Pelayo en las sierras de Covadonga, ¡Abajo los carlistas!, ¡Arriba Isabel II!, y otros mil más por el estilo.

Por algunos puntos del muelle nos era casi imposible transitar: y mucho más, llevando a cuestas el mundo. Carretillas, barriles, palancas, grandes vigas de madera, cabrestantes, tablones enormes, hombres cargados con sacos, todo se movía a un tiempo, en todas direcciones; aquello era una actividad febril, un torbellino que nos causaba vértigos, un espectáculo nuevo, desconocido y que parecía el más cruel derrumbe de todas las acariciadas imaginaciones de mi tío. ¡Él, que creyó encontrar bosques de palmeras, de árboles con frutas tan bellas que semejasen globulillos de cristal de mil colores! ¡Él, que creyó encontrar indios con taparrabos de plumas pintorreadas, carcaj lleno de flechas untadas con venenoso jugo, terciado a la espalda, y narices y orejas taladradas por macizas argollas de oro que podrían arrancarse tan solo con darles un fuerte tirón!

Domingo, más práctico que nosotros, agachábase, empinábase, andaba hacia un lado, hacia otro, escurriéndose con agilidad de culebra por entre aquellos obstáculos. Sujetos a su camisa de lana, con una mano, y llevando con la otra cogido el mundo por sus dos agarraderas, atravesamos, con no poco peligro, aquella parte del muelle donde afluía toda la actividad comercial.

—Ya hemos pasado lo más malo, que es el frente de la aduana —nos advirtió Domingo.

Mi tío y yo respiramos.

Aunque había también tráfico en lo demás del muelle, no era tanto como en el trecho que acabábamos de dejar.

Admirábamos la interminable hilera de buques atados con gruesas cadenas a grandes argollas del muelle, aquel bosque de mástiles, jarcias, vergas, aquella línea de proas que parecían lanzas de un ejército de gigantes que amenazaban paladinamente la ciudad.

No cesábamos de preguntar a Domingo cuanto nos ocurría.

—Y esos hombres ¿de dónde son?

—¿Cuáles?, ¿aquellos tan colorados como la camisa que visten?

—Sí.

—Ah, son americanos.

—¿Y aquellos otros morenos, rechonchos, que en su sombrero tienen cuatro o cinco abolladuras y que ciñen ancha faja de colores?

—Son mexicanos.

—¿Y aquellos otros, Domingo, tan robustos, tan altos, que usan gorra de piel de oso y ropa de grueso género?

—Son rusos.

—Y los de anchos pantalones azules, gorra egipcia, que están sentados sobre sus dos piernas, en torno de aquel horcón, y venden estampillas, y rosarios ¿son judíos, Domingo?

—Te equivocas: los judíos no venden tales pequeñeces; son cristianos, son servios.

—¡Ah!, y aquellos que vienen allí, ¿son los enfermos de fiebre amarilla?

—¡Quia, hombre!, esos son chinos.

—¡Pues vive Dios —gritó mi tío entusiasmado y arrojando al aire el sombrero—, esto es una verdadera Babilonia, sobrino!

Salimos del muelle por una puertecilla de hierro y seguimos nuestro camino por algunas calles estrechas y poco limpias, en donde algunos hombres, que no se hallaban en mejor estado que las calles, en lo que toca a limpieza, descargaban tasajo de unos carros mientras que otros los volvían a cargar de azúcar.

Desde a bordo del bergantín nos pareció La Habana más hermosa, más bella, aunque desde allí se había desvanecido ya nuestra ilusión de hallar bosques de palmeras y ver danzar, cerca de las orillas, las tribus de indios cargados de plumas y de oro. Los grandes almacenes que ahora veíamos con el suelo grasiento, pringoso, con las paredes sucias, húmedas, llenas de negras telarañas, con sacos y cajas apiladas hasta el techo, del cual pendían cuerdas de henequén, jamones, cubos, ganchos en apiñada confusión; esos almacenes hondos, oscuros, iluminados allá en el fondo por una débil claridad azulosa que parecía luz crepuscular a mediodía, nos llenaban de tristeza profunda.

Llegamos a un bonito parquecillo en el centro del cual alzábase una estatua de mármol blanco rodeada de jardines repletos de plantas de pintorreadas hojas y coposos árboles alineados tras los largos asientos de piedra, que también circuían aquel parque, en los cuales dormían, a pierna suelta, muchos desarrapados.

—Esta es la Plaza de Armas3 —nos advirtió Domingo—. Allí, en ese palacio, reside la primera autoridad de la isla de Cuba.4

Mi tío se descubrió.

—¡Pero, demongo, si no te ven ahora!, ¡si te vieran, vaya! —exclamó Domingo.

Mi tío, amoscado, disimuló diciendo que se había quitado el sombrero porque le ardía con el calor toda la cabeza.

Nos detuvimos ante una casa de pobre apariencia que tenía colgado en sus balcones un gran rótulo con letras encarnadas que decía: León Nacional.

Mi tío subió con objeto de alquilar una habitación digna de quien iba a ocupar, dentro de poco, el mejor destino de la Isla; pero desde que empezó a ver el León Nacional por dentro, con aquellas galerías tan oscuras y estrechas, aquellas escaleras medio desvencijadas, e inspeccionó algunas de sus buhardas mal aireadas, comenzó a encolerizarse contra la gran bestia de Domingo.

¿Qué diablos se habría figurado? ¿Creería, por ventura, que todos eran iguales?, ¿no significaba nada la recomendación del señor marqués de Casa-Vetusta?, ¿nada que fuera primo de Genaro de los Dées, hombre de rango y de dinero?, ¿nada que iba a desempeñar el mejor destino de Cuba?

Le oímos bajar bufando contra todos los bribones que querían burlarse de él. Domingo se quedó estupefacto. Y yo punto menos.

—¿Pues quién te crees tú que soy yo, Domingo? ¡Ya no estamos en la aldea! Vengo recomendado por el señor marqués de Casa-Vetusta y soy primo de Genaro de los Dées. ¿Crees que esta mala casa corresponde al que viene a ocupar el mejor destino de la isla? —exclamó mi tío.

Y por este tenor prosiguió desatinando y alborotando largo rato.

Dos o tres jóvenes que llegaron, y que me parecieron estudiantes, pues venían con muchos libros bajo el brazo, se detuvieron a observar a mi tío riendo burlescamente de sus cómicas ínfulas que contribuían a ridiculizar más aún su jerga ininteligible y su traje de labriego con aquellos peregrinos y simétricos remiendos.

Después se hablaron al oído los estudiantes y echaron a correr escaleras arriba.

De seguida bajaron acompañados de otras personas, algunas a medio vestir, por lo que comprendí que eran huéspedes de la casa, y todos se agruparon en lo alto de la escalera situándose de modo de poder ver bien los toros, desde lejos.

Seguramente que algo tramaban los mal intencionados contra nosotros, pues cuchicheaban, nos miraban, disputaban y disimulaban las grandes ganas de reír que tenían.

Un capellán de ejército, un tal Pérez, joven de buen humor y que andando el tiempo llegó a ser canónigo, bajó dándoselas de hombre serio y autorizado, se erigió juez de la atroz disputa entablada entre mi tío y Domingo.

—¿Qué hay? —preguntó a este.

—Demongo, señor cura —dijo Domingo quitándose la gorra— que me hallé este mi paisano junto al muelle sin tener dónde ir, y me lo traje aquí, es verdad, para que no anduviera por ahí sin tener casa, y por esto, es verdad, me ha armado camorra.

—Muy bien —aprobó el capellán—, y usted ¿qué dice? —prosiguió encarándose con mi tío.

—Yo—contestó este imitando en lo de descubrirse respetuosamente a Domingo— que todo es verdad como mi padre, señor cura, pero no riño a Domingo por eso, sino porque yo vengo recomendado por el señor marqués de Casa-Vetusta, el hombre más rico y más grande de Madrid, como usted debe saber, sí, señor, y yo no soy un tonto, veo que esta casa no me corresponde.

—Ah, buen hombre —repuso el capellán—, aquí está usted bien; aquí nos tiene usted a todos nosotros: no estará en mala compañía. ¡Ea, llamen ustedes a González! —advirtió a los de arriba—, díganle que le tenemos un par de huéspedes más. ¡Vaya, arriba con ese baúl, muchachos! —nos ordenó.

Y mi tío, viendo aquel señor que mandaba allí con tanta autoridad, no se atrevió a protestar, y aunque sumamente descontento, se avino a tomar una de las habitaciones que le indicó González el posadero o dueño de aquel mal hotel.

Cuando subimos, todos los de la casa iban tras de nosotros cuchicheando y riendo. Mi tío llegó a envanecerse al notar con cuanta admiración se le observaba; pero yo bien claro comprendí que era de burla.

—¡Vaya! A descansar un rato! —dijo el capellán estrechándonos afectuosamente la mano y dándonos fuertes palmadas en la espalda.

Por la tarde nos convidaron a comer; se improvisó una larga mesa con dos tablas colocadas sobre dos cajones.

Los comensales se mostraban muy amables y atentos. Hicieron hablar a mi tío hasta por los codos, ponderándole los efectos que iba a producir su presencia en La Habana con aquella eficaz carta de recomendación y su parentesco con don Genaro de los Dées. Y a la vez que a hablar, le obligaban a brindar y a beber.

Al terminar la comida, entre mi tío y sus anfitriones mediaba una amistad cordialísima.

Yo hube de indicarle disimuladamente que no se fiase de aquellos improvisados amigos; pero se molestó tanto, que a no haber gente delante, creo que me hubiera pegado.

No sé de qué mañas diabólicas se valieron aquellos hombres para conquistar a mi tío que se fuera con ellos aquella noche, pues iban a buscar un gran tesoro.

Por mucho esfuerzo que hice no pude entender dónde querían llevarse a mi tío ni de qué más trataron.

Bajé, y encontrándome con Domingo, que nos esperaba en la puerta, púseme a hablar con él.

—Manuel, sabes que tu tío Vicente trae la cabeza llena de viento. ¡Demongo, pues no se cree un duque lo menos!, ¿viste qué alboroto armó?, ¡si no viene aquel señor cura, como hay Dios, que riño a puñadas con él! Desde que me han crecido las barbas no gasto bromas con nadie.

Disculpé a mi tío del mejor modo y acepté la invitación que me hizo Domingo de dar un paseo.

—¿Quieres que llame a mi tío? —le pregunté.

—No, hombre; déjalo allá arriba, ya que quiere hacerse caballero. Otro día le llevaremos.

Ya las calles iban entenebreciéndose y comenzaban a encenderse los faroles del alumbrado.

No pasó mucho rato, ni nos habíamos apartado largo trecho del León Nacional, cuando, por la misma calle que caminábamos, oímos silbidos, gritos, carcajadas, fotutazos (campanillazos), y golpeteo de latas. Yo me asusté; pero Domingo comenzó a reír de buena gana.

Una turba de desarrapados pilluelos de todos tamaños y colores era la que armaba aquel alboroto que hacía asomar a puertas, ventanas y balcones a los vecinos, colmándolos de regocijo.

En el centro iba un hombre con una escalera, un farol y una campanilla. Vestía una vieja casaca con dos grandes discos de cartón, a guisa de enormes botones, en la espalda, y llevaba en la cabeza un gran sombrero de copa, que a fuerza de manotadas le habían embutido hasta el cogote.

La alegría de aquella turba rayaba en frenesí; y el golpear de latas y sonar de fotutos era ensordecedor, al pasar la turba por nuestro lado, casi nos arrolló; y como otros muchos que se agregaban, también nos agregamos Domingo y yo, a la cola del grupo, fuera de lo más recio del tropel.

Iban y volvían sin concierto ni orden ya por la misma calle ya por otras; unas veces despacio, otras corriendo; y en ocasiones hacían detener al que llevaba la escalera y le mandaban subir por ella para que registrase los balcones o cualquier otro hueco capaz de dar paso a los tres santos reyes magos Melchor, Gaspar y Baltasar, que con motivo de ser aquel día víspera de su fiesta, venían cargados de cadenas, monedas, y coronas de oro macizo y serones de perlas y zafiros, para obsequiar a los que salieran a recibirlos.5

Por eso el hombre de la escalera, a pesar de su cansancio y fatiga, no la soltaba y obedecía al punto la orden de trepar donde quiera que la turba que le rodeaba sospechase que podían estar ocultos los señores reyes.

Y cada vez que el hombre llegaba a lo alto de la escalera el repicar de latas, los silbidos, los gritos y las carcajadas, redoblaban con verdadero furor.

—¡A las murallas!, ¡a las murallas!6 —vociferaban hasta enronquecer corriendo y estimulando al infeliz de la escala que les siguiese en su carrera desatada.

Por fin, llegaron a la ancha plazuela de Monserrate,7 donde ya lo estrecho de la calle no les estorbaba, y se desparramaron por el terreno en confusión y tumulto, asordándolo todo con los golpes de lata y el vocerío.

Pasaron los parques. En uno de ellos el dios Neptuno,8 con una mano en la cintura, apoyaba la otra en su tridente, teniendo sumisos a su espalda como leales perros dos hermosos delfines, parecía contemplar con irónica sonrisa, desde su alto pedestal de mármol que las lejanas luces de los demás parques clareaban, aquel desfile de la pillería y aquel cándido que marchaba tan engañado a la cabeza de todos los alborotadores.

Las murallas, aquellos grandes muros de piedra almenados, alzábanse macizos, sombríos a uno y otro lado todo lo que alcanzaba la vista, bordeando el ancho abismo formado por los fosos. A estos bajó la alborotada comitiva, cuya diversión aumentaba porque el de la escalera daba bufidos de cansancio, suplicándoles a menudo que se detuvieran porque ya no podía dar un paso más.

—¡Detenerse!, ¿quién lo dijo?, ¡adelante, muchachos!, ¡por aquí!, ¡por allí!, ¡por allá!, ¡arriba el de la escalera, que ahora sí que vienen los reyes!

Algunos habían recogido entre las basuras de los fosos pedazos de madera que encendidos semejaban antorchas, las cuales, con su inquieta luz, casi apagada por el mucho humo que arrojaban, imprimían infernal nota a la algazara frenética de la pillería que seguía avanzando a golpes de lata, cuyo eco repercutía en el macizo muro de piedra de las altas murallas y se iba amortiguando en los hondos, sombríos y solitarios fosos.

Agrupáronse todos en un ángulo saliente de la muralla, arrimaron allí al de la escalera y le hicieron trepar por ella. Cuando llegó a lo alto, jadeante, y haciendo ya supremos esfuerzos el pobre, arrodillóse ante el farol que llevaba y dando sonoros campanillazos echó luego a correr como un desatinado por el alto muro, mientras que los de abajo seguían animándole a buscar los reyes que venían por allí, que los habían visto seguidos de muchos camellos, príncipes, criados y esclavos todos cargadísimos de oro.

Y el infeliz loco o cándido jadeaba en la cima de la muralla registrando con el farol los huecos de las almenas y dando campanillazos a toda fuerza que los de abajo secundaban con el repiqueteo de las cajas de lata.

Al llegar al borde de un derribo, hecho en el muro para dar paso a una de las principales calles de la ciudad, el de arriba, por consejo de la turba desarrapada que no le perdía de vista, retrocedió hasta el punto por donde había subido para poder seguir luego, registrando el siguiente pedazo de la muralla; pero no encontró ya la escala en el punto donde antes la había colocado. ¡Qué había de encontrarla!

Aquí sí que la diversión llegó a su colmo: unos se arremolinaron en tomo del saliente ángulo de la muralla, riendo a carcajadas y burlándose despiadadamente del sandio que hasta entonces les había creído de buena fe; otros, hacían cabriolas de acróbatas a la luz de las improvisadas antorchas; otros tiraban aburridos las latas con que habían estado alborotando y aseguraban al encaramado en el alto muro que se estuviera allí hasta medianoche, que ya vería los tres reyes magos.

Pero demasiado había comprendido ya aquel toda la burla y rogaba que volvieran a colocarle la escala para poder bajar.

Una gran bola de amasado fango acertó a derribar el sombrero de copa, que a fuerza de manos todos le habían hundido hasta el pescuezo al hombre de la muralla. Y a la luz del farolillo que llevaba en la mano pudimos reconocerle Domingo y yo...

¡Era mi tío!

Entonces comprendimos por qué con tanta asiduidad habían seguido confundidos, a la cola del grupo de pilluelos, los estudiantes y otros huéspedes del León Nacional y por qué cuchicheaban y reían mientras la disputa de Domingo y mi tío.

Al reconocer a este, repuesto ya de la natural sorpresa, se precipitó Domingo hacia la turba de pillos, y luchando con ellos casi a brazo partido, pudo arrancarles la escalera y auxiliar a mi tío que bajara del alto muro entre una copiosa lluvia de pelotas de fango.

Echamos a andar a pasos precipitados y por largo trecho siguió la turba protestando contra Domingo, que les había arrebatado su diversión con gritos y silbidos que no dejamos de oír hasta que traspusimos buena distancia.

La chaquetilla de mi tío, única que traía, se salvó de ser enlodada gracias a la ridícula casaca que le habían puesto.

Mas fue necesario llevarlo sin sombrero, hasta el León Nacional para que cambiase las demás piezas del traje que quedaron hechas una miseria.

3 Aún antes de que se construyera lo que conocemos como Plaza de Armas, el sitio ya era conocido bajo esa denominación y también con la de la Plaza de la Iglesia, al estar enclavado en él la Parroquial Mayor, que fuera demolida en 1773. Le correspondió al gobierno del marqués de la Torre (1771-1776) elaborar su planeamiento, que contemplaba, además, construir en sus alrededores la Casa de Cabildos, la Casa de Gobierno, la aduana, la cárcel, el cuartel y la Real Casa de Correos. La Plaza se concluyó durante el gobierno de don Luis de las Casas (1790-1796). Gobernadores posteriores, como el marqués de Someruelos y Juan Ruiz de Apodaca, la hermosearon con faroles, bancos de piedra y árboles. Véase al respecto, de Emilio Roig de Leuchsenring, su trabajo titulado «La Plaza», incluido en el volumen La Habana antigua: la Plaza de Armas, La Habana, Municipio de La Habana, 1935, pp. 7-32. Actualmente este enclave lleva el nombre de Plaza de Armas Carlos Manuel de Céspedes, en homenaje al Padre de la Patria, del cual hay una estatua colocada en su mismo centro.

4 Se refiere a lo que se conoció, originalmente, como Casa de Gobierno, enclavada en la Plaza de Armas. Comenzó a edificarse en 1776 y en 1791 se bendijeron algunas de sus áreas. Fue concluida en 1834, durante el gobierno de Miguel Tacón y albergaba la casa y Capitanía General, el Ayuntamiento y la Cárcel Pública. A partir de ese año mantuvo las dos primeras funciones, hasta que en 1899 sirvió de sede al gobierno interventor norteamericano. De 1902 a 1920 fue presidencia de la República. A partir de 1921 solo conservó la función de Ayuntamiento hasta 1967, cuando esta institución fue trasladada y el inmueble se convirtió en el Museo de la Ciudad y Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, función esta última que había tenido una pequeña parte del edificio entre 1938 y 1945. Para mayor información léase, la obra La Casa de Gobierno o Palacio Municipal, Emilio Roig de Leuchsenring, La Habana, 1961.

5 La festividad del Día de los Reyes Magos, el 6 de Enero, comenzaba a celebrarse desde el día anterior. Era uno de los pocos momentos de esparcimiento que tenían en particular los esclavos, pues podían salir a la calle, bailar y tocar los tambores. Para más información al respecto pueden consultarse, de Emilio Roig de Leuchsenring, los siguientes títulos: Costumbres habaneras de antaño, La Habana, 1928; Las comparsas carnavalescas de La Habana en 1837, La Habana, 1837 y Carnavales y comparsas en La Habana de antaño, La Habana, 1954.

6 Las murallas que rodearon el perímetro que entonces ocupaba La Habana comenzaron a erigirse a comienzos del último cuarto del siglo XVII. Su construcción no finalizó hasta fines del siglo siguiente. Durante ese largo período este tipo de fortificación recibió la atención preferente de los gobernadores de la capital. Una vez que la obra estuvo concluida comenzó a demolerse paulatinamente debido a que ya no cumplía los objetivos para los cuales fue creada. En la actualidad quedan algunos vestigios en las cercanías de la Terminal de Ferrocarril, a un lateral del antiguo Instituto de La Habana y frente al Museo de la Revolución, antiguo Palacio Presidencial.

7 Estaba ubicada en el ángulo que formaban las calles de Monserrate y de SanJuan de Dios.

8 Se refiere a la estatua, confeccionada con mármol de Carrara, erigida en alusión a Neptuno, dios romano del mar (Poseidón en el panteón griego), inaugurada en 1839 junto a un muelle levantado en el canal de entrada de la bahía de La Habana, frente al Castillo de la Fuerza. Además de cumplir con una función estética, la fuente que la rodeaba servía para abastecer de agua a las embarcaciones. Posteriormente fue trasladada al parque situado en la Punta, que es donde la ubica Meza en esta novela, donde estuvo hasta 1912. Después de este emplazamiento la estatua padeció un largo peregrinaje que la llevó a colocarla al inicio de la calle Neptuno, a guardarse, desarmada, en el Depósito Nacional, y a colocarse después junto a una fuente en el parque Villalón, al lado del teatro Auditorium, en El Vedado, lugar donde se mantuvo hasta que en el año 1997, y gracias al esfuerzo de la Oficina del Historiador de la Ciudad, se trasladó hasta su lugar de origen, aunque por seguridad del terreno se desplazó cien metros de su colocación inicial. Ese traslado supuso un cuidadoso levantamiento arquitectónico, así como un laborioso desmontaje de las piezas —la estatua pesa alrededor de seis toneladas— especialmente de las que conforman el pedestal y la base de las conchas. Hubo necesidad de construir un nuevo tridente de mármol. Para mayor información, consúltese el trabajo de la ingeniera civil Adriana Hernández, publicado en Opus Habana, La Habana, número 1, 1997. En otros momentos de la novela, Meza vuelve a hacer alusión a esta estatua.