Laura Maqueda

 

 

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Primera edición: junio de 2016

 

Copyright © 2016 Laura Maqueda Galán

 

 

© de esta edición: 2016, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

phoebe@phoebe.es

 

ISBN: 978-84-16331-86-4

BIC: FRD

 

Diseño e ilustración de cubierta: Calderón Studio

Fotografía: Andrei Park/Shutterstock

 

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

 

 

A mi padre, que siempre ha sido,

es y será un luchador durante toda su vida

 

 

1

 

ATERRIZA COMO PUEDAS

 —¿Nervioso?

 —Sí, un poco.

 —¿Es la primera vez?

 —No, ya había estado nervioso antes.

 

Cuando Miriam Blasco bajó del avión que la había llevado al aeropuerto de Heathrow, en Londres, sintió la misma emoción que debió de experimentar Cristóbal Colón al descubrir lo que entonces llamaban el Nuevo Mundo y que ahora conocemos como América. Y es que ante ella se abría un abanico de nuevas y magníficas oportunidades para comenzar su nueva vida en un país extranjero. El único problema era que, después de pasar cuarenta y cinco minutos esperando su maleta en la cinta transportadora que llevaba de vuelta el equipaje a sus propietarios desde la bodega del avión, y otros quince buscando al desconocido con traje y corbata que portaba el típico cartelito que la identificaba con su nombre, Miriam se dio cuenta de que había sido estafada.

Aquella mañana había tomado el vuelo a Londres con la maleta repleta de sueños y el pecho lleno de ilusión por lo que estaba por llegar. Hacía unos meses que había contratado los servicios de una empresa de empleo llamada New Beginnings. El hecho de que el nombre estuviera en inglés había sido un extra para que Miriam decidiera elegir esa empresa y no otra. Con la situación económica que estaba viviendo España y la carencia prácticamente absoluta de empleo tanto para jóvenes como para personas de mediana edad, Miriam había tomado la determinación de buscar ayuda externa para encontrar un trabajo. Algunos conocidos la habían animado a buscar asistencia en sectores especializados en encontrar empleo en otros países a cambio de un módico precio mensual. Así que al encontrar a New Beginnings y comprobar que la empresa estaba formada por gente joven con una amplia experiencia en el sector turístico en Inglaterra, Escocia e Irlanda, Miriam puso en ellos su plena confianza desde el primer momento.

Estaba tan desesperada por encontrar un trabajo que, después de rellenar una ficha detallando los diferentes sectores para los que se creía capacitada y proporcionarles una fotografía actual, dejó en manos de la empresa la tarea de localizar el puesto que más se adecuaba a ella. Y aunque hubieran transcurrido seis meses desde que empezara la búsqueda, fue una grata sorpresa para ella, para sus padres y sus cinco hermanos cuando recibió la noticia de que una pequeña cadena de hoteles en los alrededores de Londres estaba interesada en ella. No es que el inglés de Miriam fuera de Oxford precisamente, pero sabía defenderse, y tampoco necesitaba mucho para ejercer la función de camarera de pisos en el hotel.

Después de realizar un desembolso extra debido a los gastos de gestión por trámite de contrato, más la comisión que New Beginnings se llevaba por conseguirle un empleo, Miriam y sus padres hicieron un último esfuerzo económico para pagar el billete de ida en avión a Londres. Una vez aterrizara en Heathrow lo único por lo que Miriam tendría que preocuparse era por buscar su nombre entre la multitud y dejar que el chófer de la empresa la llevara hasta Luton, la ciudad al norte de Londres en la que ella trabajaría.

Pero no había ni rastro de su nombre ni del chófer. Desesperada, buscó un teléfono público para poder ponerse en contacto con el hotel, pero, al parecer, había apuntado mal el número de teléfono. Sintiendo que la angustia crecía más y más en ella, arrastró la enorme maleta que se había comprado para poder cargar toda la ropa que le serviría para protegerse del frío y húmedo invierno inglés, y esperó pacientemente su turno en la cola de la ventanilla de información del aeropuerto.

Un amable hombre de aspecto indio hizo el tremendo esfuerzo por entender su inglés nervioso mientras Miriam trataba de encontrar las palabras adecuadas para explicarse.

Please… I need to find —Mientras le rogaba al hombre que la ayudara a encontrar el hotel, sacó del bolsillo de sus vaqueros la fotografía del complejo que la agencia le había dado y se la mostró al hombre señalándola con el dedo—.  The Brilliant Hotel, please

Aparentemente contrariado, el empleado de información tecleó en el ordenador el nombre del hotel que Miriam le había dado para comprobar la ubicación exacta, pero tras intentarlo varias veces le aseguró a la española que el hotel no solo no aparecía dentro del sector hotelero de Luton, sino que parecía no existir.

 I am sorry, ma’am. But it seems that you have an incorrect address. The Brilliant Hotel does not exist in England.

¿Le estaba diciendo que tenía una dirección incorrecta y que el hotel no existía? ¿Es que iba a trabajar en un hotel fantasma? Ella misma había visto las instalaciones del hotel cuando la agencia le mostró su futuro lugar de trabajo; simplemente, el amable caballero debía de estar equivocado, o su ordenador debía de haber pillado algún virus informático inglés y no aparecían todos los hoteles de la zona. ¡Pero si hasta había firmado un contrato, por el amor de Dios! Bueno, no era un contrato realmente. Su agente en New Beginnings le había hecho estampar su rúbrica en un documento informativo sobre su nuevo empleo en el que se comprometía a pagar la cantidad estipulada a la empresa por haberla ayudado a conseguir un trabajo. Más adelante, le dijeron, cuando llegara al hotel en Luton, le entregarían su contrato.

Fastidiada, Miriam agradeció su atención al hombre y arrastró su maleta por la terminal cuatro del aeropuerto mientras intentaba poner en orden sus ideas. Tal vez todo se tratara de un malentendido y el gerente del hotel hubiera olvidado enviar a alguien a recogerla, o puede que el hotel fuera uno de esos complejos pequeñitos de difícil acceso situados en mitad de la campiña inglesa.

Repitiéndose mentalmente que no debía dejarse llevar por el pánico, Miriam trató de buscar un asiento libre frente a los paneles luminosos que anunciaban la llegada de los numerosos vuelos provenientes de diversos países que se esperaban aquella noche, pero, a juzgar por la cantidad de personas que se movían a su alrededor, encontrar una silla libre era prácticamente imposible. Si ya lo decía su abuelo: en martes, ni te cases ni te embarques.

—Jodido martes… —murmuró Miriam entre dientes—. Tenía que haber esperado al fin de semana para embarcarme.

Repitiéndose a sí misma que no era supersticiosa, sacó unas libras del bolsillo que su madre le había cosido en el interior de la cinturilla de los vaqueros para evitar robos y se sentó en una de las mesitas que ofrecía el Costa Café para todos aquellos pasajeros que esperaban a que su vuelo despegara. Al darse cuenta de que el uso de las mesas era exclusivo para clientes y que además era autoservicio, Miriam maldijo su mala suerte aquel día y se colocó en la cola rápida para pagar el muffin de limón que había elegido y que ni siquiera le apetecía. De vuelta a la mesa, sacó su teléfono móvil y marcó el número de New Beginnings para que le solucionaran el problema de verse sola y perdida en el aeropuerto de un país que no era el suyo.

Sin embargo, la grabación mecánica de la teleoperadora le informó de lo siguiente:

 

«El número marcado no existe. Por favor, inténtelo de nuevo usando otro número de teléfono».

 

Aquello no podía estar ocurriéndole. Esa misma mañana había utilizado el número de teléfono para ultimar los detalles de su viaje con la empresa y le habían asegurado que no tenía de qué preocuparse, que todo estaba preparado para su llegada. Volvió a intentarlo un par de veces más, pero siempre obtenía la misma respuesta.

—Tal vez sea que todavía no está operativa la tarifa del extranjero —se dijo a sí misma para convencerse—. Jodidos británicos, ¡el número sí que existe!

Los golpes que le dio a su teléfono móvil con el canto de la mesa atrajeron la atención del guapísimo y típico dandi inglés sentado a la mesa que estaba frente a ella, y a pesar de la sonrisa irresistible que el hombre trató de ocultar tras su taza de café, Miriam hizo como si no lo hubiera visto y probó a contactar con la empresa una vez más. En el décimo intento lo dejó por imposible, convencida ya de que había caído en la trampa de unos desalmados defraudadores que la habían estafado. Se habían aprovechado de su necesidad de trabajar para quedarse con todo su dinero y ahora Miriam se encontraba sola en un país extranjero, con unas pocas libras en el bolsillo y sin dominar del todo bien el idioma. Se quería morir.

Levantó la vista para, al menos, consolarse con su guapo vecino de mesa, pero el adonis moreno de ojos azules y bien vestido había desaparecido. Miriam intentó contener el gimoteo que salió de su garganta cuando sus labios hicieron un puchero, pero fue imposible y al cabo de unos segundos se descubrió llorando a moco tendido frente a un montón de desconocidos que le lanzaron miradas de censura cuando se sonó la nariz de manera ruidosa. ¿Cómo podía tener tanta mala suerte? Se sentía tan perdida como Tom Hanks en aquella película que se desarrollaba por completo en un aeropuerto estadounidense. Solo que, por fortuna, ella era ciudadana europea y tenía permiso para moverse a su antojo.

El problema residía en que no tenía ni idea de adónde podría ir. Le habían asegurado alojamiento en el hotel donde iba a trabajar, de modo que no se había preocupado en buscar un lugar donde quedarse a pasar los primeros días en Londres. Sin embargo, en vista de las últimas circunstancias, era imperativo dar con un hotelito donde hospedarse al menos durante aquella la noche. Al mirar hacia la salida, Miriam se fijó en que no eran ni siquiera las siete de la tarde y ya había anochecido. Era deprimente. Si tuviera un teléfono en condiciones con una buena conexión a internet lo usaría para consultar una de esas páginas web en las que se comparaban precios de hoteles. Al hacer un cálculo mental de lo que le costaría una habitación en Londres más el pasaje de vuelta a España con tan poca antelación, Miriam se dio cuenta de que el dinero que tenía apenas le iba a llegar para todo.

—Soy una maldita fracasada —se iba repitiendo, como un mantra, mientras se acercaba a los paneles de información sobre el metro de Londres.

Lo mejor era ir directamente a la ciudad, y, una vez allí, buscar algún albergue o pensión donde dormir aquella noche. No le apetecía volver al mostrador de información y pasar el bochorno de que no la entendieran, pero malditos fueran los ingleses y todas sus líneas de metro. Suerte que ella no era una ignorante y al menos sabía que Piccadilly era uno de los lugares más céntricos de todo Londres. Si no encontraba allí algún hostal de mala muerte, no lo encontraría en ninguna parte.

 One ticket to Piccadilly Line, please —le pidió a la mujer encargada de la venta de billetes.

 Do you want to go to Piccadilly, ma’am?

Entendiendo que la mujer le estaba preguntando si pensaba ir directamente hasta Piccadilly, Miriam asintió con la cabeza, y casi se puso a llorar de nuevo cuando tuvo que pagar casi seis libras por un único billete de ida. Al menos, pensó, el tren llegó puntual y, además, estaba gloriosamente vacío cuando Miriam entró, de modo que pudo ir cómodamente sentada.

Miriam no tenía ni idea de que las líneas de metro en Londres fueran tan extensas y con tantas paradas. Durante la hora de viaje transcurrida desde que se había subido al metro, le había dado tiempo de serenarse un poco y aclarar sus ideas e incluso había tomado una decisión: estaba totalmente descartada la opción de volver a casa con las manos vacías y decepcionarlos a todos.

Cuando una inexpresiva voz femenina anunció por megafonía que se encontraban en Green Park y que las puertas del vagón se abrirían en unos segundos, Miriam decidió que era el momento de salir a la superficie. Solo esperaba que su billete le permitiera salir. Respiró aliviada cuando el torno se tragó la pequeña tarjeta de metro y se vio por fin respirando el frío aire londinense de mediados de enero.

Con el corazón latiéndole frenéticamente, Miriam echó a andar por las largas aceras frente a Green Park y, a pesar de que la luz nocturna no le hacía posible contemplar al detalle todo lo que había a su alrededor, debía reconocer que Londres era una ciudad preciosa, muy distinta a todo lo que ella conocía hasta el momento. Y aunque tenía que admitir que estaba completamente perdida y que vagaba sin un rumbo fijo, le encantaba estar en Londres aunque solo fuera por unas pocas horas.

A medida que Miriam se adentraba en una nueva calle, su nariz se arrugaba un poco más, señal inequívoca de que había vuelto a meter la pata. A juzgar por las lujosas casitas que se arremolinaban a uno y otro lado de la calle, había ido a parar a uno de los barrios más caros de toda la ciudad y no había señal alguna de una modesta pensión en la que pudiera pasar la noche. Si al menos supiera dónde se encontraba, tal vez tuviera la oportunidad de preguntar en busca de ayuda.

A través de las lágrimas que se formaban en sus ojos, Miriam consiguió leer «Curzon St.» en la placa identificativa de la calle por la que caminaba. Se pasó una mano por los ojos para secarse las lágrimas y conseguir ver bien, pero no eran lágrimas lo que se agolpaba entre sus pestañas. Ni siquiera se había dado cuenta de que había comenzado a caer sobre ella una llovizna que cada vez era mayor.

—Genial —masculló entre dientes, y arrastró la maleta como dificultad, pues una de las ruedas parecía estar atascada—. Ahora tengo toda la pinta de una pordiosera. Mecagüen…

Maldiciendo su mala, malísima suerte entre dientes, Miriam consiguió llegar al final de la calle y entrar en la cafetería que se encontraba en la esquina. Café Nero, se llamaba. Al abrir la puerta, lanzó un grito ahogado cuando el hombre que intentaba salir casi le tira el humeante café encima.

—Yo… I’m sorry —se disculpó; los dientes le castañeteaban.

El hombre ni siquiera le respondió, y Miriam se imaginó la pinta que debía de tener. Con la larga melena castaña mojada, algunos mechones pegados a las mejillas y los ojos rojos y llorosos. Debía de parecer la chica de Crepúsculo antes de convertirse en vampira.

Al mirar a su alrededor, Miriam se sintió transportada de nuevo a su ciudad, dentro del Starbucks que solía frecuentar con su mejor amiga. Al parecer, el Café Nero era el equivalente inglés a la cadena de cafés americana. No sería barato, pero al menos estaría bueno y tal vez pudiera pedir ayuda a una de las camareras para que le indicara cómo llegar al albergue más cercano.

«Erroooor». En su mente sonó aquella palabra como en el anuncio español de un perro promocionando seguros. Después de pagar un apetitoso batido de vainilla y un trozo de tarta de zanahoria por el que casi tiene que donar un riñón, la cajera le aseguró que no encontraría ningún albergue cerca de Hyde Park, pero que había muchos y bonitos hoteles por la zona. Agradeciéndole una ayuda que no le servía en absoluto, Miriam cogió su batido, su trozo de tarta y su maleta y se sentó en uno de los cómodos sofás que había en la sala para clientes.

—¿Me ha mirado un tuerto y no me he dado cuenta? —se decía a sí misma mientras removía su cremoso batido y se llevaba a la boca la pajita untada en nata —. ¿Es que nada va a salirme bien?

Un fuerte carraspeo a su derecha interrumpió la sarta de maldiciones que salía de la boca de Miriam y la obligó a mirar en esa dirección. Casi se atragantó con el batido cuando reconoció al propietario de los ojos más azules que ella había visto nunca y que la miraban con expresión divertida. Era el mismo hombre que se había sentado frente a ella en la cafetería del aeropuerto y que se había reído de ella cuando había golpeado el móvil contra la mesa y que ahora volvía a reírse de ella nuevamente. Al parecer, el dandi inglés la encontraba muy divertida.

El hombre vestía de forma muy elegante, y su traje elaborado con un paño muy caro, con toda seguridad, estaba hecho a medida. Miriam se lo quedó mirando con el entrecejo fruncido y él se señaló con un dedo las comisuras de sus labios carnosos y bien definidos. De inmediato, Miriam se llevó los dedos a una mejilla y se limpió, abochornada, una mancha de nata que se había dejado junto a la boca.

—Los españoles y sus dichos.

La voz del hombre era ronca y profunda y le hablaba en un perfecto español con acento británico. Además, le sonreía mientras hablaba, y Miriam sintió que le temblaban las rodillas.

—Aquí solemos decir que nos han echado un mal de ojo —continuó él.

Intentando recomponerse, Miriam se aclaró la garganta y habló con tono indiferente cuando consiguió recuperar la voz.

—¿Habla español?

El desconocido dobló el periódico que estaba leyendo, tomó la tacita de café que tenía delante y se puso en pie. Además de guapo, era altísimo, y se adivinaban todos los fuertes músculos que escondía bajo su carísimo traje.

—Solo un poquito —le aseguró él antes de volver al inglés—. ¿Me permite acompañarla?

Boquiabierta, Miriam asintió con la cabeza y contempló embobada cómo él se acomodaba en el sillón que quedaba libre frente a ella.

—Me llamo Julian —le dijo—. Y usted es la española malhumorada del aeropuerto.

 

2

LA PROPOSICIÓN

 

Te quedarás en la calle buscando trabajo, y todo el tiempo que hemos pasado juntos no habrá servido para nada. Se esfumará con tus sueños. Hasta entonces, te guste o no, tu vagón está enganchado al mío.

 

Probablemente aquel fuera el hombre más impresionante que Miriam hubiera visto en toda su vida, sin contar con los modelos de las revistas y los actores de cine, por supuesto. El tipo era alto y musculoso, y el carísimo traje de tres piezas que llevaba no hacía sino resaltar aún más la fuerza de sus brazos y la anchura de su espalda. Tenía una de esas miradas que hipnotizan, de un azul intenso, y una sonrisa por la que más de la mitad de la humanidad suspira oculta por una ligera barba oscura. En definitiva: estaba para comérselo.

Miriam era consciente de lo patética que debía de resultar en ese momento, con la mandíbula desencajada y los ojos abiertos como platos mientras aquel Adonis se sentaba a su lado y cruzaba las largas piernas con un cuidado y elegante gesto, pero… ¡qué demonios! Ni siquiera le importaba. El tipo estaba tremendo, y después del día nefasto que venía sufriendo desde que puso un pie en suelo inglés, al menos se merecía una alegría a la vista. Incluso podía llegar a perdonarle el desafortunado comentario acerca de su mal humor…, pero luego se lo pensó dos veces. Por muy guapo que fuera, no iba a dejar que un inglés se riese de ella.

—No estoy de mal humor —farfulló Miriam. No podía mirarlo a los ojos o acabaría por quitarse las bragas y regalárselas delante de todos los clientes—. ¿También es una costumbre británica burlarse de los españoles?

Por el rabillo del ojo, Miriam lo vio removerse en el sillón y entrelazar los dedos sobre su estómago plano. Tenía unos dedos larguísimos e, inevitablemente, aquel pensamiento la llevó a imaginar la longitud de su… ¡Ese no era el camino! Debía mantenerse firme y recordar que no era más que un desconocido.

—Le pido disculpas, señorita… —tanteó él.

—Desconocida del aeropuerto.

Él le sonrió. Unas irresistibles arruguitas aparecieron alrededor de sus ojos y Miriam apretó los muslos bajo la mesa.

—Bien, señorita desconocida del aeropuerto. No pretendía ofenderla, pero si lo he hecho le pido disculpas. No parece que haya tenido un buen día.

Miriam resopló y algunos mechones de pelo que ya se le habían secado se removieron sobre su frente, descubriendo así sus cansados ojos de color verdoso. No debería estar allí sentada junto a un hombre extraño, pero si no se desahogaba con alguien acabaría explotando.

—Un buen día… —bufó, y luego dio un sorbo al batido a través de la pajita—. Ojalá fuera solo eso. Este es el peor día de mi vida, ¡demonios!

Lo vio apoyar un codo en uno de los brazos del sillón y descansar luego la mejilla en su mano mientras el dedo índice se deslizaba una y otra vez sobre sus labios, como si estuviera intentando descifrar lo que ella acababa de decir, mitad en inglés, mitad en español. Miriam se preguntó si tenía alguna idea del efecto que provocaba en ella el hecho de que se estuviera acariciando los labios mientras la miraba.

—Entiendo… —murmuró finalmente—. He oído que busca un lugar donde quedarse.

—Donde pasar la noche, al menos. Mañana decidiré si quedarme en la ciudad o volverme a mi país.

—¿Tan pronto?

Ella asintió; tomó el tenedor y comenzó a desmigajar el trozo de pastel. Cualquier cosa con tal de mantener las manos ocupadas.

—No quiero parecer entrometido, pero… ¿quiere contarme qué le ha ocurrido?

Para su propia sorpresa, Miriam lo hizo. Probablemente a él le resultara indiferente, se compadecería de ella, le daría una palmadita en la espalda y luego le desearía suerte, pero mientras compartía con él su mala fortuna, experimentó un alivio considerable, disminuyendo así la presión que se había instalado en su pecho cuando se vio sola y perdida en un país que no era el suyo.

Al finalizar su historia, Julian silbó.

—Exacto… Entenderás ahora por qué voy golpeando teléfonos contra las mesas.

—No necesito más explicación. Y, permíteme que te tutee, ¿qué harás ahora?

Miriam se reclinó hacia atrás y contempló las vistas tras el ventanal de cristal situado a su derecha. Frente a la cafetería se erigía un gran edificio de piedra gris en cuya parte más alta podía leerse «Third Church of Christ Scientist». Una iglesia, ¡qué apropiado! Miriam señaló con el dedo el edificio mientras contestaba.

—¿Crees que si me acojo a sagrado me darán refugio?

Julian volvió a sonreír ante su ocurrencia. A pesar de su pésima suerte, la chica seguía manteniendo su sentido del humor y Julian no había dejado de sonreír desde que había tomado asiento a su lado; aquella chica le gustaba. Mujeres como ella comenzaban a escasear.

—Me temo que los elitistas de Mayfair no son tan considerados para eso. Ni siquiera los pertenecientes a la iglesia.

—¡¿Mayfair?! ¡No fastidies! —Impresionada por la revelación, Miriam no pudo evitar expresar su sorpresa empleando el español. A pesar de no haber estado nunca en Londres, sabía que aquel era uno de los barrios más caros de la ciudad. Luego volvió a pasarse al inglés para preguntar—: ¿Es aquí donde estamos?

Julian asintió; luego tomó la tacita, que parecía ridícula entre sus grandes manos, y se terminó el café.

—Y yo que pensaba que podía encontrar una pensión baratita donde quedarme…

—¿Baratita? —La palabra española, a pesar de ser desconocida para Julian, consiguió sacarle una sonrisa—. ¡Oh! Quieres decir económica. —Miriam asintió—. Me temo que no hay hoteles así en Mayfair.

—Genial, entonces —resopló—. Y aún tengo que llamar a casa y explicarles qué ha pasado.

—Yo tengo sitio en mi casa.

La sugerencia, expresada de un modo tan natural, provocó que la mandíbula de Miriam se desencajara de nuevo. ¿De verdad estaba invitándola a pasar la noche en su casa? Pero eso no era lo más desconcertante, lo que de verdad le sorprendía era que se estaba planteando aceptar su propuesta. Se estaba volviendo loca y las intensas emociones del día comenzaban a pasarle factura.

—Eres muy amable —empezó a decir Miriam—, pero no creo que…

—Al menos esta noche —insistió él—. Es demasiado tarde para plantearse coger un vuelo y volver a casa. Y se ve desde lejos que necesitas descansar.

Miriam arrugó las cejas y le lanzó una dura mirada. Era cierto que su aspecto daba asco y que a su lado lo más probable es que pareciera una indigente, pero tampoco hacía falta que se lo recordara.

—¿Y por qué debería aceptar?

Él le sonrió.

—Porque no tienes más opciones y porque soy un buen samaritano.

—Sí, ya… Eso está por ver.

Julian se puso en pie y se cargó al hombro el maletín de cuero negro en el que Miriam no se había fijado antes; luego sujetó la pesada maleta de ella.

—¿Podemos irnos?

Ella pareció pensárselo antes de darle una respuesta.

—Antes tengo que hacerte una pregunta.

—Adelante —contestó él, cada vez más divertido.

—¿Eres un pervertido disfrazado de un rico lord inglés y piensas aprovecharte de mí?

Julian lanzó una carcajada que le hizo inclinarse ligeramente hacia atrás. De algún modo se esperaba una pregunta como aquella.

—Tienes mi palabra de honor de que no. Solo pretendo ser amable.

Miriam se puso en pie y le arrebató el mango de su maleta, pero le concedió el gesto de que le abriera la puerta al salir.

—Te lo advierto: mi capacidad pulmonar me permite gritar muy alto si intentas algo.

—Lo tendré en cuenta. —Julian alzó la mano, y, de inmediato, un clásico taxi inglés de color negro se detuvo junto a ellos—. Después de ti.

—No puedo pagar un taxi —se quejó Miriam mientras entraba en el coche y Julian colocaba su equipaje en el maletero—. Ni siquiera aunque fuéramos a medias.

Un minuto después, Julian se sentó a su lado.

—Tranquila, no vamos muy lejos. —Julian le dio la dirección al conductor y después se acomodó en el asiento—. ¿Me vas a decir ahora cómo te llamas?

Miriam volvió a guardarse el móvil en el bolsillo de los vaqueros después de haber enviado un escueto mensaje de texto a su madre en el que le decía que todo estaba bien y que la llamaría al día siguiente y se giró para mirarlo.

—Miriam —respondió finalmente—. Me llamo Miriam.

—Muy bonito —le sonrió él—. Y sé pronunciarlo.

Miriam se preguntó qué palabras podían salir de sus labios que no sonaran seductoras.

Al cruzar Park Lane y bordear Hyde Park, Miriam notó que las preciosas casas eran cada vez más grandes y lujosas y comenzó a ponerse nerviosa. Se frotó las manos de manera compulsiva contra los vaqueros mientras pensaba que un tipo como Julian encajaba a la perfección en un barrio elegante como aquel. Después de adentrarse en el conocido barrio de Belgravia, el taxi se detuvo en una calle conformada por una hilera de preciosas y elegantes casas de puertas oscuras que resaltaban en mitad de la clara fachada. Unas originales verjas negras flanqueaban la entrada y Miriam se quedó maravillada frente a la puerta del número 43 de la calle Wilton hasta que Julian llegó a su lado cargando con su única maleta.

—No compartes piso, ¿verdad? —le preguntó.

Él bajó la cabeza y Miriam vio de nuevo su sonrisa de dientes blancos mientras se dirigía hacia la entrada y le abría el paso.

—Siéntete como en tu casa —le dijo mientras le franqueaba la entrada—. Hace una semana que no estoy aquí, pero mi asistenta ha pasado esta mañana a recoger un poco.

Miriam sabía que le estaba hablando porque oía el sonido de su voz ronca y susurrada, pero dejó escuchar sus palabras en cuanto sus pies pisaron el parqué de la entrada. Si era Julian el que había decorado su casa, desde luego tenía un gusto increíble. En el recibidor había colocado un perchero en el que descansaban algunos jerséis de hombre y un par de boinas elegantes; bajo este, un moderno zapatero que guardaba el calzado masculino. Al final del pasillo se adivinaba una escalera que Miriam imaginó que llevaría a los dormitorios.

Julian le colocó una mano sobre la parte baja de la espalda para conducirla hacia la derecha, donde unas puertas correderas separaban la entrada del salón. Miriam no tenía ni idea de a qué se dedicaba aquel hombre, pero desde luego no vivía en un piso de estudiantes.

—Adelante —murmuró él cerca de su oído. Demasiado cerca; de hecho, un ligero temblor se apoderó de su cuerpo—. ¿Tienes frío? ¿Quieres que encienda la chimenea?

—¿Tienes chimenea?

Miriam no tenía ni idea de dónde había sacado su voz aguda y chillona cuando formuló la pregunta, pero él se limitó a señalar hacia el frente, donde una elegante y clásica chimenea de color oscuro lucía brillante frente al sofá gris. El salón era precioso: había libros y fotografías antiguas por todas partes y un enorme ventanal otorgaba luminosidad a la estancia durante el día, Miriam estaba segura de ello. Julian parecía tener un gusto clásico a juzgar por los relojes que adornaban las estanterías y los antiguos baúles que servían como decoración. Aun así, Miriam se sintió cómoda de inmediato.

—Te lo has montado muy bien, ¿eh? —murmuró ella, girándose para sonreírle—. Todo mi piso cabe aquí, te lo aseguro.

Él le sonrió y la miró perplejo cuando Miriam se sentó en el sofá y comenzó a dar pequeños saltitos sobre él.

—¿Qué estás haciendo?

—Compruebo lo cómodo que es —respondió ella sin más—. Creo que estoy tan cansada que no me importaría dormir sobre una piedra de granito.

Entendiendo que ella había interpretado que dormiría en el sofá aquella noche, Julian se apresuró a sacarla de su error.

—Vamos, te acompañaré a tu habitación.

Ella lo miró como si le hubiera propuesto volar a París aquella noche.

—¿Tengo habitación?

Cargando su maleta en alto como si no pesara más que una caja vacía, Julian se encaminó hacia la escalera con Miriam a la zaga.

—Ya te dije que me sobraba espacio.

—Una cosa es tener espacio y otra vivir en una casa como esta —le hizo ver Miriam—. ¿No pensarás cobrarte el favor de forma deshonesta, verdad?

A pesar de no verle el rostro, Miriam supo que reía.

—Tienes mi palabra. Ya hemos llegado.

Se detuvieron junto a la primera puerta al subir la escalera. Julian fue el primero en entrar en la habitación y encender la luz. Miriam pensó que aquella noche acabaría en las urgencias de algún hospital londinense para que le recolocaran el masetero cuando se le desencajó la mandíbula por tercera vez en poco menos de una hora.

—¡Joder! —exclamó.

—Sé lo suficiente de español como para entender lo que eso significa —rio Julian.

Miriam recorrió la habitación con la mirada y casi lloró al ver lo preciosa y grande que era. Ella ni siquiera se había alojado nunca en un hotel donde la habitación fuera tan elegante y estuviera decorada con tan buen gusto. Se sorprendió al no encontrar rastro alguno de papel pintado en las paredes; por el contrario, estas lucían bajo una pintura de un suave tono amarillo que sin duda debía de otorgarles luminosidad, y una enorme cama con cabecero de forja presidía la estancia. Junto a la ventana había un sillón con orejas del mismo color que las paredes y a la derecha, un baño privado solo para ella.

—Creo que hay toallas y también un secador de pelo —oyó que le decía Julian a su espalda—. Espero que te sientas cómoda.

Ella se giró para poder verlo. Aquel hombre guapísimo sacado de sus sueños más húmedos se había comportado como todo un caballero y la había ayudado cuando nadie más lo había hecho, cuando más necesitaba un gesto amigo. Se emocionó al ver la sinceridad que desprendían sus ojos azules.

—No sé cómo agradecerte todo esto —le susurró—. Prometo no molestarte. Me marcharé antes de que te des cuenta de que he estado aquí.

Pero Julian levantó una mano para evitar que ella continuara.

—Tómate tu tiempo. Ahora descansa. Mañana durante el desayuno pensaremos una solución.

—¿Estás seguro?

—Completamente —le sonrió él—. Intenta mantener la mente despejada o no conseguirás dormir.

Ella asintió y se frotó las manos, nerviosa. Por fortuna para ella, Julian rompió el silencio.

—Buenas noches, Miriam.

Cuando Julian cerró la puerta de la habitación, Miriam se tumbó sobre la mullida cama hasta que llegó a perder la noción del tiempo que había transcurrido desde que fijó la vista en el techo, tan centrada estaba en la imagen de Julian que su mente proyectaba una y otra vez. ¡Le había tocado el premio gordo!

 

3

LA HUÉSPED

 Eres la criatura más noble y más pura que he conocido jamás.

 El universo será un lugar más triste sin ti.

 

La intención de Miriam era la de levantarse temprano por la mañana y patearse Londres en busca de un trabajo, pero fracasó estrepitosamente cuando consiguió abrir los ojos y vio en el reloj de la mesilla que eran casi las diez de la mañana. La noche anterior no había tenido fuerzas ni siquiera para darse una ducha, y se había quedado dormida en cuanto su cabeza tocó la almohada. Tenía que decir que la cama le resultaba tan cómoda y mullida que aún ahora no conseguía reunir fuerzas suficientes para levantarse, pero no podía ser una perezosa y quedar en mal lugar ante su atractivo anfitrión que tan amablemente le había abierto las puertas de su casa. ¡Y qué casa! Miriam se sentía como la princesa del cuento. ¡O aún mejor! Como una de esas protagonistas de las películas que ponen en la televisión los fines de semana con tan mala suerte que tiene que aparecer el típico empresario con dinero que cae rendido a sus pies y cambia su vida para siempre. ¿Interpretaría Julian el rol de su empresario particular? Desde luego, sí que representaba a su salvador, y quedaba a la vista que el tipo estaba forrado, pero Miriam había decidido no hacerse ilusiones teniendo en cuenta su mala suerte hasta entonces. De todos modos tampoco iba a pasar mucho tiempo más con él, así que lo más conveniente sería bajar de las nubes y darse una ducha para volver a sentirse humana y no un desecho sacado de la basura.

A pesar de lo suave que resultaba la luz del baño, tuvo que entrecerrar los ojos para que no la cegara.

—¡Ni que tuviera resaca!

Al darse cuenta de las grandes dimensiones que tenía el cuarto de baño —casi tanto como la propia habitación—, Miriam volvió a soltar un taco y deslizó una mano por las suavísimas toallas azules que descansaban en un toallero junto a la bañera. Por supuesto, esta también era preciosa y le hacía recordar a aquellas que usaban durante el siglo XIX y que aparecían en las novelas románticas históricas. La imagen que Julian le había dado de él mismo como un hombre generoso y hospitalario no encajaba con el modo en que vivía. Todo a su alrededor era caro y antiguo, de modo que Miriam dedujo que la cartera de aquel hombre debía de ir en consonancia con el resto de su cuerpo. Todo en Julian parecía ser muy… grande.

El potente chorro de agua caliente destensó los músculos engarrotados de su cuerpo, algunos de los cuales ni siquiera sabía que tenía, y se deleitó con el aroma a lavanda del gel de baño que había sobre una repisa. Tuvo que enjuagarse los ojos varias veces cuando le entró jabón, y el intenso escozor que sintió le hizo recordar que no se había desmaquillado la noche anterior.

Tras una ducha rápida, se enrolló una toalla alrededor del pelo y usó otra para secarse. Era tan suave que se imaginó protagonizando un anuncio de suavizante; luego se reprendió a sí misma por estar perdiendo tanto tiempo y abrió la maleta para buscar el atuendo adecuado para conseguir un trabajo. No podía llevar vaqueros ni tampoco una cómoda sudadera, pero si rebuscaba un poco más…

—¡Bingo!

Bajo los paquetes de bragas nuevas que su madre le había comprado encontró unas medias oscuras y un ajustado pichi gris que le iría a la perfección. Se puso un jersey de manga larga blanco debajo, luego el par de medias seguidas de unas manoletinas negras y procedió a desenredarse el pelo. Con la humedad que hacía era imposible controlar su melena, y Miriam temió quedarse calva conforme se iba arrancando pelo tras pelo cada vez que deslizaba el cepillo por su cabeza. Le dio un poco de forma con las manos y pensó que con un poco de suerte —si le quedaba de eso— le quedarían unas bonitas ondas. No se molestó en maquillarse. Ella era lo que podía verse: joven y últimamente desgraciada.

A medida que bajaba la escalera hasta la planta baja, Miriam se preguntó si Julian estaría en casa. No se oía nada y ella, que era de naturaleza ruidosa, creía imposible que una persona no se hiciera notar en una casa medio vacía. Al descender el último escalón, el olor a café inundó sus fosas nasales y casi fue levitando hacia la cocina cuando de pronto su estómago rugió como protesta. Desde la cocina se oía la música de Sinatra y sus «That’s life», pero tan bajito que solamente era música de fondo. Julian estaba sentado en un taburete y revisaba su ordenador en la isla de la cocina. Tenía una taza de café a su lado y estaba tan guapo que Miriam estuvo a punto de correrse allí mismo con tan solo mirarlo. Llevaba unos pantalones de chándal oscuro y una camiseta azul marino con cuello de pico y manga corta que acentuaba los fuertes músculos de sus brazos. Era pecado contemplar a aquel tío.

Si continuaba mirándolo embobada desde la puerta acabaría por convertirse en un charco en el suelo.

—Te pega —consiguió decir después de aclararse la garganta para hacerse notar. Julian dejó caer la mano que tenía bajo la barbilla y se giró para mirarla—. La canción, digo. Es muy de tu estilo.

—Buenos días —le dijo él en español acompañado de su irresistible sonrisa—. ¿Sinatra es mi estilo?

—Yo diría que sí. Bastante, además.

Julian hizo a un lado el taburete contiguo al suyo e invitó a Miriam a que se sentara junto a él.

—Espero que hayas descansado. ¿Te apetece desayunar? ¿Café, zumo…?

—He dormido genial, gracias. ¡Y me muero de hambre!

Él le sonrió y Miriam se deleitó con la vista de su trasero cuando se puso en pie y encendió la cafetera que anuncia George Clooney en la tele. Miriam se preguntó si llevaba ropa interior bajo los pantalones.

—Gracias —le susurró casi sin aliento cuando él le tendió una taza de humeante café.

—¿Leche?

Miriam asintió y él se apresuró a ofrecerle una pequeña lechera, un platito con un par de galletas y un vaso de… ¿Qué demonios era aquello? Tenía un color rojizo y al acercárselo a la nariz suspiró aliviada al comprobar que olía bien, pero Miriam no era de esas chicas que comían algo que no sabía con qué estaba elaborado exactamente.

Julian no pudo evitar reír al ver cómo ella arrugaba la nariz.

—Está bueno, lo prometo —le aseguró él—. Lo he preparado yo mismo.

Ella lo miró desconfiada.

—¿Esta es tu manera de hacerme pagar por haber dormido en tu casa?

La carcajada profundamente masculina de Julian llenó la estancia y dejó mudo al pobre Frank, que continuaba cantando a través de los altavoces.

—Es un zumo de proteínas —le dijo él—. Lleva remolacha, leche de almendras, nueces…