J. D. Lisbona

 

 

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Pàmies

  

 

 

Primera edición: mayo de 2016

 

 

Copyright © 2016, Jorge Durán Lisbona

 

© de esta edición: 2016, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

editor@edicionespamies.com

 

ISBN: 978-84-16331-83-3

BIC: FF

 

Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio

 

 

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Una introducción necesaria

 

El pasado es un amante despechado que siempre regresa. Lo hace cuando menos lo esperas, con la sombría intención de servir frío el plato de su venganza. A mí me vino a visitar hace nueve años, en el interior de dos paquetes postales ―dos cajas de buen tamaño, certificadas―, acompañado por una carta. El envío venía a confirmarme que, en ocasiones, la peor condena a la que a uno lo pueden someter es el recuerdo; y que en él hallaría mi veredicto.

En aquel momento, impartía clases en la facultad de Ciencias de la Información como profesor titular y dedicaba otra parte de mi tiempo a escribir un proyecto de no ficción titulado Memoria negra de España, del que llevaba tres volúmenes publicados con considerable acogida. Lejos quedaban para mí los años de patear las calles y de darle a la tecla en la redacción del diario Ya. Quedaban lejos profesional y sentimentalmente. Pero era precisamente mi época como periodista de sucesos la que pretendía rescatar del olvido quien me escribía. Así que empecé a recordar lugares, momentos…, retales del hombre que fui; una sensación tan extraña como agridulce.

La carta buscaba remover la tierra con la que yo mismo había sepultado un caso emblemático en mi vida profesional; un caso que no tenía olvidado, sino desterrado de la memoria por razones personales y de salud mental: el caso de Eva Gonzalvo, que empezó siendo conocido popularmente como «el caso de la chica de El Pardo», por el lugar donde se descubrió su cuerpo, y posteriormente como «la trama de la telaraña», por su presunta conexión con otra investigación paralela que terminaría arruinando la carrera y la reputación a más de uno. Periodísticamente, he de señalar que aquel crimen fue representativo por ser uno de los primeros en los que la prensa desempeñó un papel fundamental en la opinión pública de la era democrática. Y tendría que haberlo incluido en mi proyecto sobre la historia criminal de nuestro país con orgullo, de no ser porque la otra cara de aquella misma moneda era cruel y amarga: la consecuencia directa de mis intentos por sacar a debate la corrupción social, política y policial llegó primero en forma de advertencia por parte de algunos cargos públicos, con la consigna de que dejara el asunto. En respuesta a quienes pretendían cerrarme la boca, publiqué mi opinión sobre el engaño manifiesto que suponía la llamada libertad de expresión en un Estado democrático que nos llevaban malvendiendo desde hacía años. Y eso acabó con mi carrera periodística y con mi vida matrimonial, razones obvias por las cuales jamás quise dejar que el caso reflotase.

Sin embargo, la carta vino a reprochármelo; como si el destino quisiera darme un tirón de orejas. Y de esta forma fui incapaz de darle la espalda a un tema que, por ley o por conciencia, nunca debería haber abandonado.

Los días siguientes al examen del material que recibí fueron confusos. De adaptación o de rechazo, según se mire. Las cajas contenían transcripciones de los interrogatorios que la policía había llevado a cabo. Su lectura, lógicamente, cambiaba de manera radical mi forma de recordar los hechos; de cómo lo había visto en su momento. Descubrí una versión distinta a la que nos habían hecho creer. Pero me planteé si toda esa documentación no sería una gran mentira; la obra de alguien con mucho tiempo libre y ganas de perderlo. Y esa sensación, unida a mis escasas ganas por activar la memoria, me hizo apartar la proposición de mi cabeza por un tiempo.

Entonces, por segunda vez, el destino llamó a mi puerta y lo hizo en forma de detective privado. Investigaba un asunto en el que estaba implicado el remitente, y justificaba nuestro encuentro asegurando haber encontrado el acuse de recibo entre las pertenencias de este. No solo le permití echar un vistazo al lote, sino que, al confesarme que él mismo había participado de manera indirecta en el caso, insistí en comprobar, con su ayuda, que el contenido fuera fiable. Los días que pasé con aquel hombre sirvieron para despejar todas mis dudas. Y, a partir de ese momento, comencé mi propia investigación.

Un año después daría por concluida la labor. Tras haberme entrevistado en el camino con descendientes directos y familiares cercanos de algunos de los implicados en la trama, había conseguido certificar muchos de los datos inéditos que me revelaba la carta. Así que, en resumen, me encontré con una historia difícil de creer, pero muy próxima a la verdad. Si era o no del todo cierta quedaba al amparo de la fe. Y jamás he confiado a la fe mi profesión.

No obstante, acababa de contraer una deuda moral con mi propio pasado, y no quería echar en saco roto todo aquello. Si bien no me parecía honrado utilizarlo para escribir el capítulo que faltaba en mi proyecto, sí veía con buenos ojos sacarlo a la luz pública de la mejor manera posible. Y, si para mí creer o no en esa versión de los hechos era cuestión de fe, me planteé que también podría serlo para los lectores.

Esta es la razón por la que puse todo el material en manos de un antiguo alumno y buen amigo, quien ahora firma esta novela, para que recreara con la licencia que confiere la ficción una trama que nunca sabremos si perteneció o no a tal género. El resultado final creo que es el más adecuado: un compendio de transcripciones de interrogatorios, fragmentos de la carta de mi remitente y algunos recortes de prensa que publiqué en su momento, hilvanados con hilos de narración propia del autor que recrean cuanto pudo esconder «la trama de la telaraña».

 

Manuel Carranza, catedrático de Periodismo

de la Universidad Complutense de Madrid

 

Prólogo

LA CARTA (I)


MADRID, 23 DE ENERO DE 2007

Estimado señor Carranza:

Aunque probablemente usted ya no me recuerde, nuestros caminos se cruzaron hace mucho tiempo. Siempre fui un fiel seguidor de sus crónicas cuando trabajaba para el diario Ya, en los años 80. Después le perdí la pista hasta que comenzó a publicar la serie Memoria negra de España, pero eso sucedió una década más tarde. Le confieso que para mí fue una grata sorpresa descubrirlo de nuevo y comprobar que su vida profesional no había muerto completamente, y, como es lógico, volví a engancharme a sus escritos. Su nueva obra es un éxito que, sin duda, creo que merece. Cada capítulo que ha escrito de nuestra memoria criminal lo ha hecho desde su punto de vista de cronista de sucesos, lo que la está dotando de una personalidad exclusiva. Yo lo veo como un recorrido histórico por nuestra cultura mediterránea a través de lo truculento de la muerte. Una idea magistral. Aunque usted ha asegurado en varias ocasiones que su interés verdadero no es retratar a la sociedad española, sino la evolución que el periodismo ha ido experimentando en este tiempo. Quizá ambas cosas confluyan en sus páginas, aunque añadiría una más que nunca ha vuelto a reconocer abiertamente: el odio manifiesto que siempre le ha profesado al sistema policial y judicial de este país. Ojalá pudiera responderme si es este el leitmotiv de su obra. Espero que no lo tome como un reproche. Yo comparto su opinión.

Fue tras leer la entrevista que concedió hace unos meses al diario El País, aquella en la que confirmaba estar trabajando en el caso de las niñas de Alcàsser, cuando se encendió una luz en mi cabeza. La luz suficiente para entenderlo todo y animarme a hacerle una propuesta. Déjeme explicarle:

La muerte lleva persiguiéndome dos años, y no tardará en alcanzarme. Antes de tiempo y de una manera que nunca había previsto y que jamás habría deseado; pero la muerte, al igual que la vida, no la elige uno. Antes de eso, me gustaría dejar todo bien atado. Ya se imaginará. A lo largo de una vida, todo hombre va guardando secretos. Unos más trascendentes que otros. Pero secretos, en definitiva. Conforme pasan los años, algunos de ellos van perdiendo su valor y la exigencia de seguir en su estado natural de silencio. A veces porque ya no son trascendentes; otras, porque aquellos a los que podría afectar su revelación se encuentran fuera de los límites que la onda expansiva alcanzaría.

De todos mis secretos, hoy solo conservo uno. Y ahora lo tiene usted en su poder.

No quiero irme a la tumba con él, porque la losa que me ha supuesto preservarlo ha sido mi castigo en vida. Quiero morir liberado de cualquier cadena. Decidir contárselo no es por afán de notoriedad, sino por una necesidad de esclarecer públicamente la verdad. Porque creo que este hecho merece ser difundido. Aun así, dejaré en sus manos esa responsabilidad. Sé que contrastará toda esta información, las transcripciones adjuntas, mi confesión en esta carta, nombres, cargos, situaciones… Sé que buscará otras versiones de lo sucedido antes de creer la mía. Estoy seguro de que lo hará, porque siempre ha sido un profesional a la antigua usanza, de los que defienden que la noticia debe estar por encima de todo y que nada debe quitarle protagonismo; de los que comprueban las fuentes antes de darles crédito…, de los que estudian previamente las consecuencias de difundir o no un hecho noticioso. Tristemente, de aquellos quedan ya pocos. Quizá porque hoy el negocio, su negocio, ha cambiado mucho.

Pero no pretendo malgastar nuestro tiempo entrando en valoraciones que le competen a usted más que a mí. Así que iré al grano. Le diré que esa es una de las dos razones por las que lo he elegido a usted y no a cualquier otro. La otra es por su implicación directa en la cobertura de este caso, cuyo desenlace acabó con su carrera. Pagó un precio muy alto por tratar de desvelar la verdad en su momento y, en contraprestación, cargó con un castigo que, a día de hoy, parece que sigue haciendo mella en su conciencia. No creo estar equivocado al asegurar esto a la vista de que ha pasado por alto una década en su Memoria negra… Y apostaría a que lo ha hecho de forma deliberada, teniendo en cuenta que se trata precisamente de la misma década en la que fue despedido del diario, desapareciendo para siempre del panorama periodístico. Algunos lo recuerdan aún por aquello que escribió en su última columna. ¿Cómo decía? Perdone que no lo cite textualmente, pero era algo así como que la democracia no es más que una dictadura encubierta. Que en este país aún existe una censura latente que resulta peor que la impuesta en tiempos de Franco; porque antes, al menos, sabías que no podías decir según qué cosas, pero ahora te dicen que tienes libertad de expresión y te cortan las alas cuando menos te lo esperas… Esas y otras sentencias contra gobernantes del momento provocaron su exilio profesional. Créame que lo lamento.

Por eso ahora quiero darle la oportunidad de demostrarse hasta qué punto llevaba razón. Usted y el inspector encargado del caso, José Azagra. ¿Se acuerda de él? Supongo que sí. Fue su aliado al final de la contienda. Dos hombres y un destino. Él le pidió ayuda, ¿no es cierto? Siempre he creído que fue así. Que fue Azagra quien, a la vista de que los culpables se le escapaban de las manos, jugó su última baza con usted. No le valió de nada, porque es poco probable que dos peones solos en un tablero sean capaces de dar jaque mate al rey. José Azagra era un hombre de buen corazón, y no hay lugar para hombres así en una sociedad como esta. Estará usted conmigo.

De modo que mi historia puede servirnos de redención a ambos con nuestras respectivas conciencias, amigo mío. De cualquier forma, no creo que yo llegue a ser testigo de su decisión final, por lo que moriré en paz conformándome con haber liberado el secreto; habiendo confesado, al menos a la persona adecuada, la verdad.

Y la verdad, don Manuel, es esta: yo no maté a Eva Gonzalvo. Aunque tampoco fui inocente.

El asesinato de esa pobre chica estuvo rodeado por una espesa niebla de mentiras urdidas por una mente que consiguió manipular a todos cuantos se vieron involucrados en él. El objetivo era que todo resultase tan complicado que se barajasen diversas teorías. Y, de esta manera, la niebla se cernió sobre la investigación para abocarla a un fin turbio resuelto con un falso culpable; a un desenlace que dejó libre de todo cargo al verdadero asesino y tras el cual se instauró este secreto, del que solo la muerte podría indultar a quienes lo compartíamos.

Quiero invitarlo a que se adentre conmigo en la niebla. ¿Recuerda cómo comenzó todo?

Para usted, para la policía y para el resto de la sociedad, empezó la tarde del 26 de septiembre de 1985, con una mano inerte sobresaliendo de entre la tierra húmeda. Los muertos, a veces, también claman auxilio…

[…]

 

 

26 DE SEPTIEMBRE DE 1985

El horror, que imprimaba sus retinas como un rayo de sol captado en un descuido, lo obligó a reflexionar sobre la existencia. Pensó en los niños que mueren nada más nacer; en las enfermedades, en los accidentes, en los imprevistos que interrumpen abruptamente un proyecto de vida. Pensó en el sufrimiento que todo ello causa alrededor, y, como la mágica cinta de Escher, esa última idea lo condujo de vuelta a la definición del horror: la respuesta de nuestras células ante la sordidez de la realidad que nos rodea; la manifestación del espíritu cuando comprende que el caos es el único axioma que rige el Universo. Siempre que trataba de encontrarle sentido a esta aplastante verdad se veía obligado a buscar amparo en el azar, o en el destino, ya que su razón no alcanzaba a entenderlo. Pero esta vez tampoco le pareció suficiente.

La lluvia, que había concedido una tregua durante toda aquella tarde de jueves, regresó en el peor momento. Comenzaba a chispear, si bien aún no con la constancia necesaria como para tener que abrir un paraguas. El inspector José Azagra ni siquiera iba provisto de uno, y aguantaba entornando los párpados cada vez que aquellos alfileres acertaban a picotear su rostro. Tenía la mirada perdida en la improvisada tumba de tierra ―una excavación de poca profundidad, de dos metros por uno― abierta entre enebros, jaras y robles castañeros de una zona boscosa de El Pardo. Fuera de ella, el cuerpo desnudo de una joven yacía lívido, embadurnado de barro y cubierto de bichos, expuesto a la inspección de un juez, un médico forense y algunos policías de la Brigada Judicial. Alrededor, dibujando un perímetro amplio, varios nacionales de uniforme marrón aseguraban la zona que, previamente, habían delimitado con cinta sirviéndose de los troncos de los árboles, mientras que otros, de paisano, buscaban pruebas siguiendo las órdenes oportunas. Al otro lado del cerco quedaban un hombre y su perro, desafortunados testigos del hallazgo, y dos agentes ―libreta en mano― tomándole declaración al primero. Pero los diálogos de unos y otros se perdían en el ambiente antes de penetrar en la conciencia de Azagra, un hombre que por su poblado mostacho negro y su incipiente calvicie aparentaba más edad de los treinta y un años que acababa de cumplir.

«Aquí no queda sitio para nadie». Retumbaba en su cabeza ―sin saber por qué motivo― la estrofa del cantautor Joaquín Sabina, seguro de que aquella joven, aún sin identificar oficialmente, era la chica desaparecida de Burjassot; la misma de facciones dulces y ojos azules que sonreía en la foto incluida por sus padres en la denuncia. En ella tendría dieciséis o diecisiete años. Ahora su rostro estaba desfigurado a causa del balazo que había reventado su cráneo, por los múltiples golpes recibidos antes del tiro de gracia y por la mella que la naturaleza le había ocasionado durante los días que llevaba enterrada. Pero Azagra era buen fisonomista. No le cabía duda de que fuera la misma. Una joven que había venido a Madrid en busca de una oportunidad y se había topado con un desalmado en su camino. Con alguien que no sabía lo que era perder un hijo porque quizá tampoco supiera lo que era tenerlo ni amarlo. O porque fuera un demente. O por ambas cosas. Y él se cagaba en la madre que lo hubiera parido, sobre todo cada vez que su mirada se topaba con el cuerpo de la chica y le venía a la cabeza su hija de once años, que ahora estaría en casa haciendo los deberes, esperando junto a su madre a que él regresara como cada tarde.

A veces, aquel horror que tenía que digerir en su profesión le causaba náuseas. Al comienzo de su carrera había sido capaz de sobrellevarlo, pero con el paso de los años sentía que se le volvía insoportable. Ya no era capaz de controlar la bilis, el odio que la provocaba o la rabia que exudaban sus poros contra la raza humana ante casos como el que tenía delante. Y, si lo conseguía, era con mucho esfuerzo, por no convertirse él en un monstruo similar a aquellos contra los que luchaba cada día. Pero ganas no le faltaban de echarse a aquel bastardo a la cara y reventarlo a palos como él había hecho con aquella pobre inocente. Con la misma saña, con la misma sangre fría. Y a tomar por el culo con todo.

―Señor…―La voz de un agente lo hizo regresar, las lágrimas a punto de desbordarse, a tiempo para darse cuenta de que llevaba un rato conteniendo la respiración―. Hemos encontrado esto dentro de la fosa…

El oficial de uniforme sostenía una bolsa de plástico transparente casi a la altura de los ojos de Azagra. En su interior se distinguía una cruz de oro colgando de una fina cadena que provocó un pensamiento fugaz en su mente: la respuesta al sentido del caos no estaba en el azar ni en el destino. La respuesta se hallaba en Dios. Porque Él poseía la entidad necesaria para asumir responsabilidades sobre cualquier asunto mundano que se escapara al entendimiento, a lo razonable. Aquella cadena era un símbolo, una representación Suya a la que quizá la víctima encomendaba con fe su protección. El inspector no hizo ademán de coger la bolsa. Continuó con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, el ceño fruncido por el agua. Dios no evita el caos; únicamente asume la responsabilidad por su existencia.

Asintió lentamente, convencido de la veracidad de su reflexión.

―Está bien. Que la analicen, por si acaso hay huellas ―ordenó de manera mecánica, como si no quisiera hacerse cargo de nada en aquel momento―. ¿Qué hay de la bala?

―Nada, señor. Ni rastro.

―Sigan buscando…

El policía obedeció con un gesto de cabeza y volvió a dejarlo solo frente a sus elucubraciones: la chica estaba desnuda. No habían hallado ninguna otra pertenencia aparte de aquel colgante. Tampoco nada que se le hubiera podido pasar por alto al asesino. La pregunta era: ¿cómo se las había apañado para llevarla hasta allí? ¿Con qué argucias podía haberla convencido para que lo acompañara a un lugar como aquel, sórdido y apartado, donde poder actuar impunemente y sin riesgo a ser descubierto? ¿Acaso la chica conocía al homicida? ¿Confiaba en él? ¿o lo habría hecho por la fuerza?

Miró en derredor. Más allá de la zona acotada no se distinguía otra cosa que boscaje. Incluso el camino por el que habían accedido hasta el lugar serpenteaba de tal forma que era imposible apreciar de dónde venía o hacia dónde se dirigía. Cuando terminó el recorrido visual, observó que uno de los policías de paisano se encaminaba hacia él, con una libreta aún abierta en una mano.

―Señor, el juez va a ordenar el levantamiento del cadáver ―le informó, señalando con la cabeza la fosa.

―No tiene ganas de mojarse, ¿eh?

El joven sonrió tímidamente, pero el gesto de Azagra era severo.

―Supongo, señor. Empieza a llover fuerte otra vez…

―¿Qué dice el testigo?

―Paseaba con su perro y fue el animal el que descubrió la mano sobresaliendo de la tierra…

José Azagra frunció el ceño aún más, pero ahora no por causa de las gotas continuas.

―Pues va a tener que acompañarnos. Quiero tomarle declaración en comisaría.

―A sus órdenes, señor.

El nacional asintió antes de regresar a paso ligero al lugar donde se hallaban sus compañeros junto al testigo. Azagra miró hacia el juez, que se escudaba bajo un paraguas mientras dos ayudantes encerraban el cadáver en una funda de plástico para su traslado al Anatómico Forense, y volvió a sentirse solo. Solo ante la muerte. Solo ante un asesino que le planteaba un reto. Y la pregunta asaltó una vez más su cabeza: ¿cómo había conseguido acceder a aquel lugar?

Se giró hacia la parte del terreno por la que había llegado. Mentalmente deshizo el recorrido, tratando de conseguir una visión global del escenario: habían circulado por la carretera de El Pardo a Fuencarral hasta el desvío de Torrelaparada, para tomar el camino embarrado de El Pardo a El Goloso. No podía calcularlo con exactitud, pero hasta el llano donde habían dejado los vehículos debía de distar un kilómetro, más o menos. Y, desde allí, a pie. Unos diez minutos hacia el sureste, salvando previamente una suerte de falla de unos tres metros de profundidad, para ascender por atajos abiertos entre robles y vegetación hacia el interior de un encinar espeso de incalculables hectáreas. Y eso solo podía significar una cosa: que el asesino había llevado a su víctima por el mismo camino, quizá con alguna variación al tomar los senderos que se entrelazaban unos con otros.

Pero aquel detalle, en el fondo, no era el más relevante. Lo que realmente importaba era desvelar la identidad del asesino. Y Azagra se prometió que lo haría; que no cejaría hasta tener a aquel fulano frente a frente. Que pondría orden dentro del caos.

 

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TRANSCRIPCIÓN DEL INTERROGATORIO A GERMÁN SILVERA, comisario del Cuerpo Superior de Policía, durante la investigación del caso por el asesinato de Eva Gonzalvo.

 

FECHA: 9 de octubre de 1985 (primera parte).

 

DESCRIPCIÓN: En la sala se encuentran, en calidad de interrogadores, el inspector de primera José Azagra (en adelante, «INT. 1»), encargado del caso Gonzalvo, y el inspector de primera Damián Medina (en adelante, «INT. 2»), funcionario nombrado por la Dirección General de Seguridad para llevar a cabo una investigación relacionada con asuntos internos del Cuerpo de Policía. En calidad de interrogado, Germán Silvera, comisario del Cuerpo Superior de Policía.

 

INT. 1: Comisario Silvera, este interrogatorio tiene el propósito de aclarar algunos aspectos sobre su implicación en el caso de Eva Gonzalvo. Antes de comenzar, ¿quiere que esté presente un abogado?

G. SILVERA: No creo que sea necesario.

INT. 1: De acuerdo. Puesto que es usted funcionario de la policía, el inspector Medina participará con el fin de determinar si su actuación ha sido…

G. SILVERA: No necesito que me lo expliques, Azagra. Sé cuál es la función de Medina. Joder a sus compañeros. Y, por supuesto, está aquí para joderme a mí. ¿Me equivoco?

INT. 2: Estoy aquí para garantizar el correcto funcionamiento de nuestro sistema policial. Lo que tenga que decir al respecto, comisario, hágalo delante de quien corresponda.

G. SILVERA: No podíamos esperar menos de estos sociatas. Que le dieran la vuelta a la tortilla solo era cuestión de tiempo. Ahora los polis somos los sospechosos y los delincuentes, las víctimas a las que el Estado tiene que proteger… Es de agradecer que se les haya ocurrido crear un equipo de gente maravillosa, honrada y con principios como vosotros para tenernos a raya.

INT. 2: Me encanta su discurso, Silvera. Pero le repito que no estamos aquí para escuchar mítines. Así que dejemos de perder el tiempo, todos, y empecemos. (Se escucha ruido de papeles). Es usted un funcionario peculiar. Tiene uno de los mejores expedientes en cuanto a resolución de casos se refiere. Sin embargo, tengo aquí un informe que me gustaría que comentáramos. El informe dice que ha sido usted imputado en tres casos a lo largo de su carrera, por presuntos delitos llevados a cabo al amparo de su profesión. Algo que le ha creado una fama que ensucia ese expediente y que deja en entredicho su moralidad.

G. SILVERA: ¿vas a recitarme mi vida? Me la sé de memoria…

INT. 2: Me parece necesario para contextualizar este interrogatorio y la investigación en sí. Así que, si no le importa…

G. SILVERA: Lo que tú digas, Medina.

INT. 2: Comenzaremos por los hechos ocurridos en el año 1978: la desaparición de cinco kilos de cocaína de la comisaría en la que trabajaba, cuando aún era usted inspector, lo involucró con un grupo de policías que tenía relación con miembros de la mafia italiana. Gracias a la declaración de un agente, un tal… José Alberto Martín, algunos de sus compañeros fueron arrestados y otros, expulsados del Cuerpo. Pero, finalmente, en el juicio no se pudo demostrar su participación y quedó sin cargos. Se diría que tuvo suerte…

G. SILVERA: Yo diría que se hizo justicia.

INT. 2: Justicia… Me resulta difícil creer que se hiciera justicia, a sabiendas de cómo terminó el asunto.

G. SILVERA: Me temo que no te sigo.

INT. 2: Hace un par de años, en 1983, se celebró el juicio por el asesinato de un policía llamado José Alberto Martín, el mismo que declaró contra ustedes en el 78. Fue usted citado como responsable del operativo en el que uno de sus hombres, el agente Héctor Selman, acabó con la vida de dicho policía mientras actuaba infiltrado en una banda de narcotraficantes gallegos. Recaía la sospecha sobre usted de haber ordenado a su subordinado la ejecución de aquel hombre, por venganza…

G. SILVERA: Capturamos a varios miembros de la familia Piñeiro y, sobre todo, cogimos a Lorenzo Cañas, alias el Portugués, líder de un peligroso grupo de delincuentes que operaba desde hacía tres años en Madrid. El operativo fue un éxito a pesar del peligro que conllevaba; y la muerte de ese oficial fue un error. Pero en lugar de reconocer el mérito de la policía por el desmantelamiento de dos de las bandas más peligrosas de este país, os dedicasteis a perseguir fantasmas. No obstante, te recuerdo que, cuando un juicio tiene sentencia firme, ha terminado. Si piensas que voy a volver a defenderme de lo que ya me defendí en su momento, estás perdiendo el tiempo. La justicia me ha liberado de todos los cargos que la gentuza para la que trabajas ha tratado de adjudicarme solo porque tengo unas ideas con las que no comulgan.

INT. 2: No es esa mi intención, comisario. Ya se lo he dicho, y se lo repito: solo pretendo contextualizar este interrogatorio…

G. SILVERA: Pues la estás cagando. No tengo cargos, así que no tengo antecedentes. Y me estás culpando de algo que no deberías siquiera mencionar.

INT. 2: Yo no estoy culpando a nadie. Me limito a leer un informe…

G. SILVERA: … dando con ello a entender que soy un tipo corrupto.

INT. 2: No creo haber dicho eso en ningún momento.

G. SILVERA: Me gusta ese toque irónico que das a tus frases.

INT. 2: Gracias. Viniendo de usted, es todo un halago.

G. SILVERA: Que te jodan, Medina.

INT. 1: Por favor, señores. Ya está bien. Inspector Medina, ¿cree que es necesario todo esto?

INT. 2: El comisario Germán Silvera tiene una fama labrada en el Cuerpo que no es precisamente ejemplar que digamos. Y este informe demuestra de dónde procede. Se lo ha juzgado por delitos demasiado graves, entre los que consta el asesinato. Si bien siempre ha salido airoso, puede que en el caso de Eva Gonzalvo haya vuelto a actuar al margen de la ley, incluso delictivamente. Y voy a ser claro: esta vez me encargaré personalmente de que se haga justicia con usted, Silvera.

G. SILVERA: ¿Y qué piensas hacer? ¿Llevar esta cinta con tu mierda de informe al tribunal? ¿Decirle al juez que todos sus colegas se equivocaron al dictar sentencia a mi favor? ¿Te crees que estás por encima de la ley, chupatintas de mierda?

INT. 2: Ordenó matar a un compañero porque había declarado contra usted en un juicio…

G. SILVERA: Ves demasiadas películas. Nadie sabía que aquel tipo era policía, y yo ni siquiera estaba allí para poder reconocerlo. Solo estaba el agente al que habíamos infiltrado y fue quien pagó el pato. Fue expulsado del Cuerpo injustamente, pero eso a vosotros os la trae floja. Cuando se os mete alguien entre ceja y ceja, vais a por él a degüello. Y luego me tacháis a mí de facha… No tengo nada más que decirte. Tú tendrás tu opinión, pero la ley me ampara. Así que con tu opinión y tu informe te puedes limpiar el culo, o limpiárselo a tus superiores.

INT. 1: Bien, señores. Se acabó. Esto no va a ninguna parte. Les recuerdo que por encima de todo esto hay una chica asesinada. (Hay un silencio). vayamos al asunto, comisario. Cuéntenos cómo se involucró en el caso de Eva Gonzalvo.

(Hay otro silencio).

G. SILVERA: Fue por casualidad. Hace un tiempo decidí invertir en mi jubilación. En menos de un año entrará en vigor la nueva ley que unirá a los dos Cuerpos de la Policía Nacional en uno solo. Y con sesenta y dos me mandarán a casita a jugar al dominó, con una retribución de mierda. Así que me planteé abrir una agencia de investigación. No tenía prisa en llevarlo a cabo, y tampoco quería implicarme mientras siguiera siendo funcionario del Estado. Pero un día se presentó un viejo amigo y me contó que unos conocidos suyos le habían pedido un favor: alguien de su círculo de amistades, una persona a quien él no conocía, necesitaba contratar los servicios de un detective privado que fuera de confianza.

INT. 1: Para que conste en la grabación, comisario, ¿puede decir el nombre de su amigo, por favor?

G. SILVERA: Samuel Dávalos. Subcomisario de la brigada de Estupefacientes.

INT. 1: Gracias, comisario. Continúe, por favor.

G. SILVERA: Dávalos no sabía de qué iba el asunto. Solo sabía que sus conocidos eran gente de pasta y que el cliente estaba dispuesto a gastar lo que fuera necesario. Y esos regalos no hay que desaprovecharlos. Así que me propuso que me hiciera cargo. El pastel era goloso, pero, como he dicho, no estaba por la labor de jugármela mezclando mi oficio público con algo privado. Así que terminé tomando una decisión salomónica: poner en marcha mi negocio asociándome con otra persona, y que fuera él quien llevara a cabo la investigación. No me inmiscuí en el caso. Ni siquiera me entrevisté con el cliente. Lo dejé todo en manos de mi socio. Pero la investigación, inicialmente ajena a cualquier crimen, se complicó y terminó mezclándose con la de la muerte de esa chica. Fue en ese momento cuando me vi en la obligación, como policía, de abrir una investigación oficial…

INT. 2: ¿Acaso no averiguó que ya había una en curso y que el encargado de ella era el inspector José Azagra, aquí presente?

G. SILVERA: Desde luego. Pero fue después de que las pruebas realizadas sobre las pertenencias que encontró mi socio revelaran la identidad de Eva Gonzalvo. Para entonces ya teníamos un sospechoso claro, y decidí ponerlo en conocimiento de Azagra…

INT. 2: … pidiéndole que demorara su investigación para poder llevar usted a cabo la suya sin que nadie interfiriera…

G. SILVERA: Estás muy equivocado, Medina. Azagra puede decirte…

INT. 2: No se moleste. Luego tendremos tiempo de hablar de su decisión de manipular el curso de la investigación de Azagra. Pero vayamos por partes y ciñámonos en primer lugar al asunto de la agencia de investigación. ¿Puede hacer el favor de decir el nombre de su socio, comisario, para que quede registrado?

G. SILVERA: Héctor Selman.

INT. 2: Quiero que conste en esta grabación que hemos interrogado a Héctor Selman para esclarecer los hechos acaecidos durante la investigación del crimen de Eva Gonzalvo. El interrogatorio fue grabado hace dos días, el 7 de octubre. En él, Selman aseguró que dejó de tener trato con usted tras ser expulsado del Cuerpo. Dígame, comisario, ¿después de dos años ya no le guardaba rencor por haber perdido su trabajo para salvarle el culo a usted?

G. SILVERA: Eso deberías habérselo preguntado a él, ¿no crees?

INT. 2: ¿Cómo logró convencerlo para que volviera a ponerse él solito en la línea de fuego? ¿Acaso se tragó que lo de invitarlo a un trozo de su suculento pastel era un acto de buena fe para compensar el daño que le hizo?

G. SILVERA: ¡Vaya! Veo que eres tan gilipollas como parecías, Medina…

INT. 1: Por favor, comisario. Le agradecería que…

INT. 2: Da igual, Azagra. Da igual. Cuando acabemos, veremos quién es aquí el gilipollas. Usted todavía no es consciente de lo que se está jugando en este interrogatorio, ¿verdad, Silvera? Cree que, con una chica asesinada y un sospechoso ejecutado, el caso lo vamos a cerrar así, sin más. Vamos, que esto es rutinario, como antes. Como en sus tiempos de pistolero…, cuando en la brigada se les permitía…

INT. 1: ¿Qué tal si dejamos ya el tema? Comisario, por favor, háblenos de su reencuentro con Héctor Selman.

(Hay un silencio).

G. SILVERA: Fue la noche del 26 de septiembre, precisamente el día en que hallaron el cuerpo de la chica…

 

 

26 DE SEPTIEMBRE DE 1985

Germán Silvera soltó cinco billetes de mil pesetas al tipo que custodiaba la puerta y entró en el gimnasio. Fuera llovía con fuerza, y aquel energúmeno no le puso demasiadas trabas a pesar de tratarse de un cliente desconocido y sin acompañante, limitándose a mirarlo con ojos inquisitivos por si este cometía alguna imprudencia que lo delatara como madero. Pero Silvera conocía bien aquellos chanchullos. Si hubiese ido a pillarlos, se habría llevado al talego a todos los que hubiera querido; igual que había hecho apenas seis horas antes en un club de alterne de la carretera de Barcelona.

En el interior olía a humedad y sudor. No era el lugar apropiado para una competición oficial, pero sí el idóneo para un combate clandestino, de esos en los que se juega mucha pasta y cualquiera de los contrincantes puede terminar frío sobre el tatami, en pleno corazón de Vallecas, además, donde un cuerpo muerto en un descampado a las tantas de la madrugada tampoco llamaba demasiado la atención. Aquella velada proponía cuatro combates de full contact, y a él le habían soplado que el que le interesaba era el último.

La sala de entrenamiento se encontraba bajando unas escaleras, donde el tufo a sudor se intensificaba a cada peldaño, así como los gritos de ánimo de un reducido público. Silvera llegó hasta el umbral y se detuvo en él. En el centro, un tatami cercado por un cuadrado de cuerdas hacía las veces de ring; de allí sacaban en aquel momento a uno de los luchadores entre varios hombres, ensangrentado y medio inconsciente. El otro salía por su propio pie, jaleado por los que habían hecho dinero gracias a su contundente victoria. El público permanecía sentado en incómodas sillas plegables de madera alrededor del cuadrilátero, tan cerca de este que algunos de los que ocupaban las primeras filas aún se afanaban en limpiar la sangre que había salpicado sus ropas.

El comisario observó detenidamente el recinto, con la corbata floja y el traje arrugado bajo su gabardina beis, resultado de una jornada agotadora con interrogatorio a un proxeneta incluido, de los que acababan con la paciencia del interrogador y la boca partida del detenido. El humo de los cigarros ascendía creando una cortina grisácea en aquel ambiente denso. En un lateral, un empleado con una pizarra anotaba las apuestas del siguiente combate, mientras la gente iba entregando su dinero. Unos minutos después, un hombre rollizo, de cabello engominado que le hacía caracolillos tras las orejas, saltó al tatami. Alzó la voz como un tenor y el jaleo del público quedó en un murmullo bajo ella mientras anunciaba el último enfrentamiento de la noche.

Dos hombres accedieron al cuadrilátero al oír sus nombres. El primero no medía menos de dos metros, y su envergadura daba miedo. Vestía un calzón rojo, y llevaba las manos envueltas en vendas blancas a modo de guantes sin dedos. El otro, unos veinte centímetros más bajo, saltaba y movía la cabeza rotándola sobre el cuello, en la esquina contraria. Llevaba un calzón negro y las mismas protecciones en las manos, y se había recogido el pelo en una ínfima coleta a la altura de la coronilla. Silvera reconoció en él a Héctor Selman. De dos años a esta parte parecía más fuerte, quizá porque había perdido algunos kilos definiendo su musculatura. A pesar de ello, al saltar se mostraba ligero como un bailarín.

El comisario se apoyó en la pared y sacó un cigarrillo, ansioso por presenciar el espectáculo que podían ofrecer aquellos dos luchadores.

Apenas veinte minutos después del primer gong, Héctor Selman era retirado del tatami por dos empleados del gimnasio. Su adversario levantaba los brazos en medio de vítores que se mezclaban con silbidos de desacuerdo y de indignación. Y no sin razón, pues los primeros compases de la lucha habían sido trepidantes, con intercambio de golpes frescos, atléticos; combinaciones de ganchos y directos de puños alternándose con patadas en el aire. Pero, a medida que la pelea fue avanzando, la cosa se tornó algo turbia. La mole de pantalón rojo parecía más un saco de patatas que un luchador, y Selman recibía castigos estúpidos, acercándose demasiado a un tipo al que podría haber echado del cuadrilátero con sus potentes patadas desde la distancia, que tan buen resultado le habían ofrecido al inicio. El respetable empezó a intuir cierto tongo, y lo manifestó con gritos y silbidos. Solo se relajó levemente cuando Selman lanzó una patada circular al rostro de su contrario y a este se le abrió la mejilla. La sangre calmó los ánimos al gallinero, así como la respuesta del grandullón en un arrebato de furia que encadenó varios directos al rostro de Selman causándole una herida abierta en la ceja y otra en el labio. Pero luego todo volvió a un curso que, si bien podía describirse como vistoso y entretenido, ocultaba para los apostantes una cierta pestilencia a juego sucio.

En el rostro de Silvera se dibujaba una sonrisa al observar a Selman caminando como un desvalido, asistido por su entrenador y un ayudante. El público empezaba a levantarse de mala gana, abandonando la sala por delante del comisario, que escuchaba toda la retahíla de improperios contra la organización y contra los propios púgiles. Luego, sin prisa, salió del gimnasio entre los últimos asistentes.

Cuando Selman pisó la calle, casi una hora después, aún chispeaba como resaca de la tormenta que había descargado durante el combate. Estaba bien entrada la medianoche, y fuera no quedaba nadie. Se detuvo al pie de la calzada, una mochila al hombro y una gorra negra de visera bien calada para evitar encontronazos con algún perdedor rezagado, y encendió un pitillo protegiendo la lumbre de su Zippo con una mano. El sonido del encendedor al cerrar la tapa con un giro de muñeca produjo eco en la soledad del barrio, mientras el humo ascendía ante sus ojos creando una sinuosa cortina entre él y el tipo que estaba enfrente, apoyado en un Ford Capri azul al que iluminaba la luz amarilla de las farolas. Lo reconoció al instante. De hecho, ya había advertido su presencia durante el combate. Un fulano de pelo ceniza y bigote recortado, vestido con un traje gris y una corbata a juego a los que habían dado de sí las horas de un día interminable.

Selman exhaló una bocanada y esbozó una sonrisa amarga, torciendo el gesto como un perro curtido por la vida callejera, con la sonrisa de un náufrago que ve tierra cuando ya no la necesita.

―Vamos, hijo. ―El tono de voz cansado del comisario rompió el silencio desde la distancia―. Te invito a una copa.

El comisario había sido un padre para él. El padre que perdió cuando tan solo contaba trece años. Silvera era un hombre de carácter, con mucha vida a sus espaldas, y mucha miseria; y eso emparenta más que la propia sangre. Incluso había llegado a acogerlo durante una temporada en su casa. Luego las cosas se habían torcido. Primero en el trabajo y, después, entre ellos.

Se sentaron en la barra de un garito en la calle de San Vicente Ferrer, donde el traje del comisario desentonaba con las pintas de los asiduos a la plaza del Dos de Mayo y las confluencias del barrio de Tribunal. Como olía a madero, provocó que los que tenían algo que ocultar hicieran mutis en busca de un antro más privado. El camarero les sirvió un par de whiskies de mala gana, sin apartar su mirada de resquemor de Silvera, antes de que este se animara a romper el hielo.

―Daniela me dijo que te encontraría buscándote la ruina en ese tugurio. Pero jamás me imaginé que se tratara de combates amañados…

Selman se quitó la gorra y se recogió el pelo en una coleta.

―Tengo treinta y tres tacos, Germán. Si me doy de hostias en serio con alguno de esos, un día acabo frito. Uno sabe dónde tiene el límite…

―Aun así, os habéis sobado bien… ―apreció, señalando con la copa la brecha en su ceja.

―Tiene que parecer real. ―Selman bebió un sorbo, con la vista perdida en el espejo tras la barra, donde se reflejaba la entrada del oscuro local, para no cruzarla con la de su acompañante―. Si no, no hay negocio.

―¿Y no has pensado en dedicarte a algo serio?

Selman guardó silencio. Encendió un cigarrillo y negó con la cabeza.

―No lo sé. Últimamente no me gusta pensar demasiado…

―Es lo que tiene meterse la mierda que te metes, que te quita las ganas de todo.

Nuevamente el silencio entre ambos creó una mampara invisible, pero fría como un témpano.

―Si me meto esa mierda, es por tu culpa ―le reprochó al comisario.

―Admito que tengo la culpa de muchas cosas. Pero de eso…

―Me empujaste a ella. ¿O es que tienes problemas de memoria? Me infiltraste en la banda del Portugués porque era el único del equipo que podía hacerles tragar que no era un madero. Porque era el único que, llegado el momento, no dudaría en meterse un pico o en esnifar una raya. Eras muy consciente de eso cuando me lo propusiste. ¿O vas a negármelo?

―Te elegí porque eras el mejor…

―Y una mierda, Germán. Que nos conocemos, maldita sea. Sé cómo piensas. Durante tres años hemos compartido toda la mierda de nuestras vidas. A otro perro con ese hueso.

El viejo policía apuró de un trago su copa y la alzó con una seña al camarero.

―Lo siento…

―Seguro.

―Joder, lo digo en serio. Vamos, hombre. Sabes que siempre he sido un poco sieso para esto de pedir disculpas… Me cuesta.

Héctor lo escuchó sin mirarlo a la cara. A veces lo observaba, pero a través del espejo, donde se reflejaba sombrío entre las botellas.