MANUAL DE FÚTBOL

 

 

 

JUAN TALLÓN

 

Diseño de la cubierta: Edhasa

Diseño de la colección: Jordi Salvany

Primera edición impresa: mayo de 2014

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© Juan Tallón, 2014

© de la presente edición: Edhasa, 2014

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ISBN: 978-84-3501-997-2

Producido en España

A Eladio Gutiérrez

LA CRÓNICA

El fútbol es para contar. No es un deporte, contra las evidencias, sino un relato. Jugarlo a secas, como si fuese un altercado de once tipos contra otros once tipos, limitados por el tiempo y el espacio, resulta del todo vulgar y efímero. La belleza se escribe. Ahí, en la crónica de lo que sucedió en el campo aquel día, cuando llovía como si hiciese sol, y la tristeza de los espectadores adquiría tintes de felicidad, es donde el fútbol se vuelve una leyenda, el asunto más importante que te traes entre manos en toda la semana. Y para eso se necesita periodistas, hombres y mujeres que lo fían todo a describir lo que ven con sus ojos a base de sustantivos y verbos, muchos verbos. Nada de esto quita para que, en la primera fila del palco, las directivas se vuelvan a menudo hacia la zona de los medios de comunicación, y entre dientes susurren para sí, con gran desprecio: «La prensa». Lo susurran con esa mezcla de asco, repugnancia y miedo que los Cusamano emplean para describir en voz baja a sus vecinos los Soprano: «La mafia». En realidad, muchos directivos piensan como los Cusamano: la prensa es una organización malhechora, formada por esa clase de tipejos dispuestos a decir que el equipo jugó mal, o que en la gestión diaria del club se advierten bultos debajo de las alfombras. Por eso, calculo, en algunas ocasiones los periodistas deportivos acaban destituidos por los presidentes. Aunque en algunos casos, no antes de darse el gusto de ayudar a provocar la caída del entrenador desde sus crónicas, y que parezca que el presidente sólo cumple las órdenes del periodista. La conclusión es que no conviene fiarse demasiado de un directivo. Siempre hay un momento en el que experimenta la oscura tentación de hacer alineaciones y escribir crónicas. Eso lo conduce a concluir que le sobra la prensa, y le sobra el entrenador.

La historia del periodista argentino Rodolfo Braceli es esa clase de relatos útiles para hacernos una idea de a quién debe más el fútbol: ¿a los periodistas o a los directivos? Nadie amó tanto al Racing Club de Avellaneda como Braceli. Pero en la temporada 1967, después de cubrir varios partidos de la Copa Libertadores, denunció en las páginas de Los Andes de Mendoza que entre los jugadores suplentes del Racing –primer club argentino en ganar la Intercontinental– se advertía la presencia, con atuendo oficial, de un boxeador en activo. Se trataba de Ubaldino Escobar. No era el único. En las cercanías de la línea de banda, vestidos de paisano, había más púgiles –alguno incluso retirado– que según Braceli estaban contratados por el club para «colaborar» en las tanganas contra los jugadores de los equipos rivales. Naturalmente, después de denunciar esta mezcla extraña de fútbol y boxeo, los directivos del equipo visitaron la redacción del diario, alegaron traición a los colores de Racing, y Braceli fue despedido. Braceli sabía que se suicidaba desnudando a los boxeadores, pero en ese instante lo que convenía precisamente era suicidarse. A los periodistas les gusta morir de vez en cuando, si la ocasión lo merece. Hay días –sólo días– que con esa pasión tan suya por el suicidio, te hacen recordar a Elias Canneti, cuando confesaba con satisfacción que «yo jamás he cobrado un salario. Mi mujer me lo prohibió. Me convenció de que no debía perder tiempo ganándome la vida, que debía escribir y nada más. Siempre fui pobre, en todo caso modesto. Pero nunca lo lamenté».

El periodismo, cuando es del bueno, del que te hace vibrar con la elección de los verbos, cuando el periodista acude en corbata al partido porque el fútbol merece un buen traje, te redime incluso del mal fútbol. Todos hemos visto partidos insufribles, que unas horas después, en la sección de deportes del diario, mejoran notablemente, y brillan como los grandes versos de nuestra lengua. De hecho, si estás en casa, y esa tarde no funciona la tele, o simplemente has tirado el mando por la ventana, y enciendes la radio, es difícil encontrar un partido malo. El partido, en realidad, seguirá siendo horrible, pero la narración, si has caído en las manos adecuadas, será un revulsivo, como aquellas noches que los Pistons se atascaban y Chuck Daly metía en cancha a Vincent Horno microondas Johnson, que revolucionaba al equipo. De pronto, el geocentrismo quedaba abolido y de nuevo era el sol el que daba vueltas como un tonto alrededor de la tierra.

Allí arriba, en sus casetas, cobijados, o sin cobijar, a la intemperie, allí abajo, a pie de banda, de los periodistas conviene esperar siempre lo imprevisto. A menudo es la forma que adopta la verdad, cuando además está bien escrita. Hace muchos años, en Ourense, el periódico local contaba con un redactor que compaginaba su trabajo, especialmente mal pagado, con el arbitraje, que a veces, cuando tenías que escapar por el ventanuco del vestuario, ni se remuneraba. El tipo arbitraba en segunda regional, y cuando finalizaba el encuentro se pegaba una ducha rápida, si había agua caliente, o agua a secas, se vestía y elaboraba la crónica del partido para el diario. Después de un domingo desastroso, con numerosos penaltis no señalados, sintió que debía ser honesto con el lector desde la primera frase, y comenzó su crónica declarando: «Desastroso arbitraje en el estadio del Malecón…». El horror del arbitraje quedó compensando por la honestidad y belleza de la crónica.

Ahora bien, ¿pueden equivocarse los periodistas? Por supuesto que sí. Acaso el primer error es cuando se hacen amiguísimos del alma de los futbolistas. Acaban por perder de vista la verdad. Después están los errores de apreciación, o criterio, o redacción. Es hermoso que incurran en ellos de vez en cuando. Hay un tipo de errores que te conducen al acierto. Juan Carlos Morales, de la Cadena Eco, relataba que acudió a Costa Rica a radiar un Alajuelense-River, de la Copa Interamericana. Estaba en Venezuela, cubriendo la Copa Libertadores, y viajó todo lo rápido que pudo. Pero el vuelo se demoró y llegó con el partido terminado. «Nos dirigimos derecho al vestuario. Allí están los colegas costarricenses que nos reemplazaron charlando con alguien que, escuchamos, es el presidente. Le pregunto qué opina, como presidente de un club de poca historia, de jugar con un grande de América. Con mucha modestia, me aclara que es el presidente del país, no del Alajuelense».

Hay un error ejemplar en nuestro periodismo que no tiene que ver con el futbol sino de refilón, pero eso lo hace más futbolero todavía. Qué es el fútbol sino algo que a veces no tiene que ver con el fútbol. Era 1982, el año de nuestro Mundial, y Juan Pablo II visitaba España. Todos los medios dedicaron un montón de páginas y horas a relatar la visita. El Pontífice ofició una misa en el Paseo de la Castellana que duró más de dos horas, y que puso a prueba los recursos de muchos periodistas radiofónicos que no estaban familiarizados con el léxico litúrgico. Algunos, de hecho, optaron por darle a la misa carácter de retransmisión futbolística. Aquel día pudieron oírse perlas como: «El Papa aparece, entra, llega al altar, se quita el gorro…». Nada comparable a cuando un compañero, retransmitiendo en directo, manifestó: «En estos momentos, el Santo Padre coge el incienso, lo menea, se da la vuelta y comienza a incinerar a la multitud». No tardó en advertir que había dicho una barbaridad, e intentó corregirla con poca fortuna: «Perdón, perdón. Por dios, disculpen ustedes. Naturalmente, el Santo Padre no está incinerando a nadie, simplemente los está ahumando con un humo previamente consagrado».

MANUAL DE FÚTBOL

PRÓLOGO

El adolescente Tallón, cuando era portero, quedaba con su novia en el palo derecho y cuando se morreaba con ella los atacantes contrarios respetaban su amor. En la portería contraria, aún más chulo, Toñito García se apoyaba en el poste y fumaba Camel Light. «Era la clase de portero que me gustaba a mí, pero mi novia no me dejaba fumar», dice. Antes que ellos estaba El Loco Fenoy de Newell’s que miraba los disparos en los entrenamientos y decía en la portería, sin mover un músculo: «parable», «fuera», «imparable», «palo». Si le preguntaban a qué se debía tal comportamiento, contestaba: «Hoy, teoría».

Tallón, un hombre chupado como un cigarro encendido, de cabeza llena de recuerdos (porque lo importante no es leer, sino recordarlo), ha escrito un libro de fútbol. Una noticia interesante en la medida en que sabemos que los mejores carreras de Tallón han sido en el bar cuando el camarero avisa de que se acaba el licor café. Quizás por eso sea un espectáculo asistir a la criogenización que el gallego aplica a un deporte tan exprimido. Aquí dentro está todo, como en la taquilla de David Beckham. Garrincha desentendiéndose del juego al punto de preguntar en el vestuario por qué hay tanta gente en el campo («porque es la final de la Copa del Mundo», le contestaron); Pasarella confesando que pegaba por placer, no por necesidad, y los jugadores de regional que desfilan por el libro vestidos de heroes mitológicos, casi cunqueirianos, como el Chelis que avanza con el balón por su banda corriendo como alma que lleva el diablo para llegar al banderín del corner y ponerse a mear.

Hay dos maneras de ver este deporte: como lo ve la gente y como lo ve Tallón. De ahí la importancia capital que tiene este libro. Casi el testimonio de una especie de Gurb que llevase más tiempo en la tierra que los humanos. Lo que los demás escribamos a cuenta de esto no pasará de ir desde el análisis hasta un surrealismo distópico del que no se saca en claro ni el resultado. Pero Tallón, con esa habilidad tan propia, de repente lo ve todo con tanta lógica que no hay más remedio que pensar que el fútbol lo trajeron los extraterrestres cuando pararon en Baiona. Como cuenta aquí que decía el Bambino Veira a los delanteros que marcaba: «Abanícame el área, nene».

Comparto con Juan Tallón querencia por las historias que van de manos en manos por las hogueras de Galicia, de boca de las viejas o en los ultramarinos con barra, y también una lejanía estudiada por el fútbol que en él claramente tiene pose aristocrática y en mí de barrizal estupendo. Sólo por su mirada iluminando el campo de juego –yo siempre me imagino a Tallón escribiendo en la cama con la mujer de otro, con calma turbadora– merece la pena saber dos o tres cosas básicas de fútbol, como que se juega con balón, para leerse esta pequeña biblia de juguete que redescubre el juego a través de la escritura de un tipo en eterno estado de gracia. Esto se debe a que el autor, como mi padre, ve el fútbol desde la cantina. Crecí con él y, sin saberlo, con Juan. Soy un gran aficionado al fútbol de regional, sus crónicas (debuté en este oficio con una en la que no cabía un tópico más: puse hasta «trencilla») y su ambiente cutre, soleado y feliz. Todas esas estampas crudas de entonces, aquel fútbol aficionado y ochentero, se me aparecen a veces con ternura. Mi padre, jovencísimo, con bigote, mirando el partido desde la cantina como quien mira algo lejano, perdido irremediablemente. Aquellos señores encarnados que estaban siempre solos, tiesos como árboles, fumando muy despacio en la banda. Los niños jugando nuestro propio partido en un rincón del campo cuando el ataque era en la otra portería. Y las mujeres con sus gritos de «huuuy» cuando el rival se acercaba; sentadas en un banco de piedra, con el abrigo sobre los hombros, expuestas al susto de una lesión de los nuestros: «Ay, pobriño, pobriño».

Por eso me gusta este libro. Porque aquí conviven Nabokov, Moacyr, Joan Crawford y mi padre. Observo que también salgo yo en un partido benéfico contra la droga a cuenta del penalti más famoso de Sanxenxo. Por curiosidad me he puesto a mirar en internet qué fue de aquellos partidos contra la droga: Maradona, Julio Alberto, actores, cantantes, periodistas y políticos. Siempre íbamos los mismos. De eso no habla Tallón: aún debía de estar jugando al fútbol.

Manuel Jabois

Mayo de 2014

EL BALÓN

Un balón ni siquiera tiene que ser un balón. Puede ser un paquete de Chesterfield, o una naranja de mesa, o el papel de aluminio en el que iba envuelto el bocadillo de tortilla. Todo depende de tener unos pies capaces de convertir cualquier cosa andrajosa en un balón. A Maradona, en los calentamientos de los partidos, le lanzaban todo tipo de objetos desde la grada –incluido algún insulto– que a veces ni siquiera eran esféricos, para que interpretase con ellos la sinfonía Nº3 en Fa Mayor Op. 90 de Johannes Brahms. Maradona los recibía con el empeine o con el pecho, y con su habilidad ancestral y chamánica, ya glosada por Aristóteles, los trababa como un balón perfecto, pese a su irregularidad e imperfección. Los amansaba si eran indómitos, hasta acunarlos, y lentamente se dormían sobre su bota, igual que bebés, mientras sonaba la sinfonía de Brahms. «El placer nos usa», decía Baudelaire.

En futbol es común incurrir en un error de apreciación: no advertir que el balón, para que corresponda, merece antes ser tratado de usted. Mr. Balón sería un trato acorde. Sinceramente, el tuteo a la pelota ha hecho mucho daño al fútbol. Para empezar, posibilitó la aparición del golpeo de puntera, o el pase de sesenta metros a boleo, no tanto para buscar un desmarque como para alejar un fantasma. Afortunadamente, a ojos de mi generación, Bernard Schuster proporcionó otro sentido a ese tipo de golpeos largos, que requerían complejos cálculos para los que el mediocampista alemán usaba mapas, compases, y utensilios de navegación clásica. Sólo así podía alcanzar semejante precisión en el pase largo.

Schuster era un mundo aparte más, cuyo arte no era tanto acercar el balón a sí mismo para charlar de la filosofía patrística, como tal vez hacía Maradona, y avanzar juntos, como alejarlo. El amor al balón también se demuestra alejándose de él en un momento determinado, como cuando emigrabas para sostener a tu familia. Cada jugador empatiza con el balón a su manera. Coco Rossi, por ejemplo, no podía resistirse a tirar caños a los rivales a cualquier hora del día. Era un tic. Cuenta Héctor Bambino Veira que una vez fue a su casa y en el salón le hizo uno con una tortuga, pobrecita. Era como el fumador que, sin nada que fumar, porque era domingo y llovía como en la Biblia y no quería salir de casa, se fumaba un lápiz. El caso era que el gesto no se detuviese.

No hay un manual de estilo para tratar el balón. En realidad, hay un sinfín de estilos, algunos de ellos esperando a que los descubran. Incluso hay estilos definidos por la falta de estilo, como esos defensas cuadrados, de piedra caliza, que, cuando el balón se acerca a su área tocando el silbato, como una locomotora, creen ver en él al muchacho del colegio que les robaba el almuerzo en los recreos. En los casos más críticos, el balón es el demonio. Lo abominan. Necesitan patearlo lejos, exiliarlo a la grada, romperlo. Nada de controlar. En un momento así, con tu pasado de visita, abrumado por viejos fantasmas, sólo deseas ahuyentar el trauma infantil de una patada. En esas circunstancias vertiginosas, el balón es la granada de mano que ha perdido la anilla, la misma que Maradona hubiese dormido con el empeine, hasta convencerla de que proclamase la paz. Nada de explosiones.