Agradezco especialmente a Carla Cordua, filósofa,

Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2011, y

al profesor Jaime Cisternas, doctor en matemáticas aplicadas.

Waldemar Sommer

ÍNDICE

Prólogo

Prefacio: Arte en Viaje: Preámbulo confesional

España: Rescatando a Iberia

Italia: Por siempre Italia

Francia: A través de las Galias

Bélgica: Dos lanzas flamencas

Inglaterra: La peculiar Albión

Alemania: Suite germánica

Holanda: Tierras de Orange

Dinamarca: El aporte danés

Suiza: La presencia helvética

Austria: Danubio imperial

República Checa: Junto al Moldava

Turquía: La permanencia turco bizantina

Israel: La tierra prometida

Jordania: Fulgor en el desierto

Bolivia: Resplandor del Alto Perú

Ecuador: La talla indiana

Perú: Fugaz asomo a su pasado

Colombia: El Dorado colonial

Paraguay: Arte de misiones

Estados Unidos: El nuevo mundo anglosajón

PRÓLOGO

Sobre arte se dicen y escriben, con toda razón, muchas cosas bien pensadas y reveladoras; sin embargo, debido a que la palabra ‘arte’ se usa para nombrar tantas cosas diferentes, no siempre resulta fácil comprender bien lo que está en discusión y ponerse de acuerdo sobre ello. Las artes distintas son muchas, los diversos productos del arte son llamados arte también; lo mismo vale para los talentos y prestigios artísticos relacionados con la esfera del arte. Tanto la gran apreciación de esta esfera humana como su crítica, la historia de las artes y sus períodos, los estilos y las maneras de hacer, son comentados y enseñados valiéndose de uno y el mismo vocabulario. Incluso otras actividades prosaicas y utilitarias, cuando alcanzan logros extraordinarios se sienten autorizadas para valerse del vocabulario de origen. Esto favorece malentendidos, dobles sentidos y ambigüedades. A pesar de ello respetamos la costumbre y el vocabulario usual; también Waldemar Sommer se vale sin vacilar en este libro del vocabulario de su disciplina.

Las obras de arte son siempre algo que le debemos a los seres humanos, estos las producen. Lo cual no es mucho decir, pero al menos puede ser afirmado con seguridad y aceptado por todos. Sin embargo, sabemos que esto no fue siempre tan obvio como hoy nos parece. La inspiración y el sentido de ciertas obras fueron concebidas alguna vez como originadas mágicamente o por poderes superiores. Y aún, más cerca de nosotros, algunos pensadores románticos estuvieron convencidos de que la cultura humana era un regalo de lo que ellos solían concebir como el juego de la naturaleza. Tal juego sería una función extática de la naturaleza que por sí tendería espontáneamente a superarse en la dirección de hacerse espiritual, y a celebrar su propio perfeccionamiento en la forma de una representación y exhibición teatral de sus energías. En tal caso, la actividad artística del hombre sería un subproducto de la naturaleza que, atravesando la humanidad para realizarse, se perfecciona mediante ello. El arte que nosotros aceptamos como procedente de la humanidad dependería realmente de un precedente superior. Por lo demás, esta opinión no debería sorprendernos ya que en cuanto miembros de la cultura cristiana occidental nos sentimos inclinados a agradecerle nuestras capacidades a Dios.

Waldemar Sommer, cuyo estudio de por vida han sido las artes y la escritura periodística destinada a comunicar sus experiencias y su juicio al público chileno interesado en el tema, se vale de la palabra ‘arte’ para designar todo su campo de interés. Este sentido amplio de ‘arte’ pone en juego nacionalidades, estilos, épocas, tradiciones, ciudades y multitudes de obras singulares. Siempre entendemos con facilidad la prosa de este escritor, su posición y las apreciaciones que nos propone. Antes de entrar en materia, el autor ofrece un “Preámbulo Confesional”. Ya de niño contemplaba, como tantos chilenos, el mar que amplía nuestro horizonte. La ópera fue una afición temprana con la que comienza su cultura sinfónica y su afición a los corales religiosos y a J. S. Bach. El interés en las artes visuales es posterior. pero lo cultiva sistemáticamente y siguiendo estudios en la Universidad de Chile. Su admiración por Alone lo pone en relación con la crítica de arte. El libro que presenta ahora es el fruto de una entrega a esta disciplina en varias revistas y periódicos. En particular, sus artículos dominicales en El Mercurio durante cuarenta años sirven de base a los ensayos que contiene el presente libro.

Aquí, donde se trata de prologar la publicación reunida del trabajo escrito, proponemos una descripción pormenorizada de las características de su contenido. La pintura, el dibujo, la escultura, la arquitectura, el grabado, las ciudades, la música y los mejores museos y exposiciones, los palacios, las galerías, la colecciones y las universidades son los asuntos principales del discurso crítico contenido en este libro. La vocación artística de este viajero internacional abarca también sus estudios acerca del arte nacional, pero dada la abundancia de sus trabajos sobre creadores extranjeros, el autor deja aquellos para otra publicación. El interés en lo propio y lo más cercano nunca faltó en los estudios del experto que, movido por una verdadera pasión por sus temas, acabó convirtiéndose en un viajero incansable. El gran arte europeo y el más logrado e interesante oriundo de los países americanos, en particular los de la América hispánica, constituyen los destinos más frecuentados por el viajero.

Para fortalecer la gran abundancia de obras y de temas que ofrece este libro apunto un contaje provisorio basado sobre su Índice, destacando aquí solo aquellos países honrados con el mayor número de ensayos. Francia, Inglaterra, Alemania, Italia, Estados Unidos de Norteamérica, Suiza, Turquía, España, Bolivia. Otros países, con un número algo menor, aunque no menos interesante, de estudios acerca de sus tesoros artísticos son: Bélgica, Holanda, Dinamarca, Austria, República Checa, Israel, Jordania, Ecuador, Colombia, Perú y Paraguay. La intensidad y esforzada concentración de los muchos viajes que inspiraron todos estos trabajos de Waldemar Sommer solo se pueden aquilatar mediante un sostenido estudio del libro. Aquí no podemos ofrecer otra cosa que el desnudo esquema de una vocación excepcional.

Esta obra de Sommer constituye una verdadera oportunidad para mantenerse al tanto en una especialidad sobre la que se escribe y se publica poco en nuestros ambientes más cercanos. La madurez del juicio ejercido en los ensayos y el gusto certero del autor son una garantía de que esta colección de su mejor obra constituye una introducción reveladora e interesante para el lector no especializado en la disciplina. Recomendando entusiastamente la lectura de su entero contenido, este prólogo selecciona, a modo de ejemplos, dos estudios de entre las numerosas investigaciones que el libro contiene. Debo confesar que la selección de los ensayos que comento enseguida fue guiada por mi conocimiento personal de las obras estudiadas en ellos. Pero el número de los temas tratados por el crítico en este libro supera grandemente mi experiencia del asunto en cuestión.

I QUITO, OTRA RAÍZ DEL BARROCO ANDINO.

En Quito, el viajero admira, antes que nada, las grandes obras del conglomerado religioso central y otros templos, iglesias y conventos en los que reconoce tanto la influencia de la arquitectura europea del siglo XVI y siguiente como el aporte estilístico del talento local. Dice: “Con la complicidad eficaz del marco circundante, los sonidos nos transportan cuatrocientos y tantos años atrás, haciéndonos percibir las disposiciones anímicas del aborigen precolombino recién convertido a la fe cristiana. Creemos entender, entonces, cómo el aliento sobrenatural del catolicismo pudo ser atractivo y convincente para los naturales de un mundo sorpresiva y violentamente subyugados por un invasor desconocido, aunque sí seguro de que hay alma inmortal y cuerpo que perece”. Al viajero le llama la atención, por ejemplo, la manera como el orden barroco es interrumpido por nichos que ahuecan las columnas y proceden del barroco indígena. El observador se detiene ante la riqueza de obras del convento de San Francisco. La abundancia de esculturas y pinturas podrían llenar un espacio mayor que aquel de que disponen aquí. En cualquier caso, entre ellas se encuentran algunas que merecen ser destacadas como supremas entre los tesoros que Quito luce con orgullo. Cito: “Las misas siguientes de San Francisco se ofician en el altar mayor. En medio de la esplendidez de su enorme retablo mayor del siglo XVII, nos mira la belleza exquisita de la Virgen de Quito, alada y aprisionando al demonio a sus pies, genuino aporte ecuatoriano a la iconografía religiosa universal. En efecto, el escultor dieciochesco Bernardo de Legarda creó, de acuerdo con la imagen del Apocalipsis, el tipo de figura alada de Santa María durante el momento en que reduce a la serpiente satánica. La elegancia etérea, el dinamismo flexible, la policromía luminosa de esta escultura de la Madre de dios basta para colocar a su autor en el primer plano de la imaginería indiana”. El viajero destaca también de la ciudad capital su Museo del Banco Central de la República, notable, sostiene, por sus riquezas de los siglos XVII y XVIII, especialmente las obras de Legarda y Capiscara.

II MOMA: ARTE CONTEMPORÁNEO DESDE LA GRAN MANZANA

El Museo de Arte Moderno de Nueva York ha sido intervenido arquitectónicamente varias veces. Su forma inicial data de 1939: tres grupos de arquitectos lo han dotado de nuevas entradas desde la calle, de nuevos pisos, mayores espacios para exposiciones, mejor iluminación y espectaculares visiones desde lo alto de grandes obras bien ubicadas para ser vistas desde arriba. También su jardín de esculturas ha crecido y lugares especializados están ahora disponibles para cine y audiovisuales, para el grabado, el dibujo, el libro ilustrado, la arquitectura, el diseño y la fotografía. Siempre fue muy concurrido por interminables filas de visitantes: ahora, después de todas las ampliaciones mencionadas y de otras más, sus dos entradas siguen siendo estrechas para la aglomeración del público tratando de entrar. La popularidad del MOMA, como se lo llama, no solo no decae sino sigue creciendo como si simbolizara el incremento de la población del globo terrestre.

Posee una colección impresionante de pintura moderna y contemporánea, la más rica de los Estados Unidos, y se ve forzado a disminuir todo el tiempo el número de las obras que puede mostrar simultáneamente. Ni los cuadros más representativos de su trecho histórico pueden estar todo el tiempo exhibidos. El montaje de las obras mostradas no es cronológico sino efectista y dialogante, un autor obliga a expresarse a otro, una tendencia provoca cierto contraste o reacción de otra. Waldemar Sommer se declara asombrado de haber visto tanto de “los pilares de la modernidad, de las primeras vanguardias, del resto del siglo XX y de los inicios del tercer milenio. Si uno se imagina las obras decisivas y más bellas de sus respectivos creadores, con verdadero estupor las halla en el MOMA.”

Carla Cordua, filósofa

Premio Nacional de Humanidades y

Ciencias Sociales de Chile, 2011

Santiago, diciembre de 2018.

PREFACIO

ARTE EN VIAJE: PREÁMBULO CONFESIONAL

Quizá fue frente al mar, donde la incansable línea acostada del horizonte no solo apaga la regularidad de las olas con sus tosidos de espuma, sino que también calma las turbulencias inesperadas que hacen mirar el suelo al pensar humano. Es la permanencia marina y sin nubes del Norte Grande. Podría constituir eso el entorno más adecuado para la contemplación; hasta quizá resultara propicio para despertar la sensibilidad de un niño. Precisamente, dentro de aquel escenario ocurrió mi infancia. Acaso fue el ambiente adecuado para que, poco a poco, el arte empezara a adueñarse de mí. Vino así, primero, la emoción musical en brazos del ritmo contagioso de un vals de Strauss, el Danubio azul incomparable. Me trajo una sensación tan novedosa e intensa que traspasó mi cuerpo entero, induciendo movimientos de piernas y brazos. Traté de repetir la experiencia sonora varias veces, pero con dificultad: solo contaba con las transmisiones radiales. Es que ellas resultaron la fuente exclusiva de mis afanes auditivos. Como en mi familia existía cierta cultura musical, el proceso siguió su curso con naturalidad. Sin embargo, la sugerencia mía de ir más allá, aprendiendo a tocar algún instrumento, mi padre la rechazó de plano: yo estaba destinado a ser ingeniero agrónomo, un fundo en la zona central me esperaba. Nada de desviaciones peligrosas, pues. Para consolarme, recibí un violín de juguete; sirvió nada más que para pronto quebrar su arco sobre la espalda de un amigo demasiado inquieto.

Escasos años después, la voz humana me conquistaba, cayendo de inmediato en su expresión máxima, la ópera. Desde mi entrada al colegio santiaguino hasta el ingreso a la universidad, la frecuenté casi como manifestación musical exclusiva. La italiana Cavalleria rusticana en la versión suprema de Gigli se volvió la preferida. A la edad de 14 años pude asistir a mi primera función en vivo, Tannhauser, en el capitalino Teatro Municipal. Aunque muy larga, la obra de Wagner me pareció fascinante. Más adelante, el horizonte musical creció: oí por la radio Manon, de Massenet, sin conocer siquiera el argumento; me cautivaron sus melodías sutiles y una pizca misteriosas, bastante diferentes a la hermosura directa de la lírica italiana o a los envolventes desarrollos teutones. Estos últimos se volvieron predominantes territorios de descubrimiento. A continuación, llegué a frecuentar el repertorio sinfónico. A él se sumaron testimonios corales del ámbito religioso y el descubrimiento inagotable de J. S. Bach. Finalmente, me entregué a la música de cámara, con sus bellezas tan profundas y con Schubert encabezándolas. Desde el punto de vista de la cronología histórica, había pasado del Romanticismo al Barroco, terminando décadas más adelante por internarme dentro de las riquezas del mundo contemporáneo: Debussy, Bartok, los rusos… Es que, más allá de los siglos, la música, aún mil veces oída, siempre tiene tanto que decir de acuerdo a la edad y a las circunstancias de nuestra vida.

En cuanto a las artes visuales, correspondieron a un fenómeno en mí bastante tardío. Casi al terminar los estudios de ingeniero agrónomo, un amigo abogado me echó en cara lo limitado de mis intereses artísticos. Hondo penetró en mí un reproche tan inesperado. No obstante, la reacción inicial resultó positiva: visité en su compañía una exhibición de pintura española de los siglos XVII y XVIII. Se trataba, por supuesto, de reproducciones. De esa manera, en el Instituto de Cultura Hispánica, Goya se permitió dejarme con la boca abierta, tanto por sus retratos, que me permitieron atisbar el ambiente cortesano pre Revolución francesa, como por sus grabados, cuyas líneas retorcidas y sombras misteriosas incentivaron mi imaginación. Asimismo, un compañero de curso más o menos enterado me llevó a la hoy Corporación Cultural de Las Condes, explicando -más bien, balbuceando- la morfología de la producción gráfica de Durero, donde a través de la precisión del encrespado dibujo, divisé una clara transición de épocas. Al mismo tiempo, me recomendó leer libros sobre pintura. Desde el principio noté que exigían una lectura atenta y concentrada, por lo que emprendí la tarea con bastante esfuerzo. Sin embargo, tan pronto como me acostumbré a su lenguaje, todo se facilitó. Tres de esos textos me influyeron particularmente, abriéndome un mundo visual nuevo. No puedo dejar de mencionarlos: Cómo se mira un cuadro, de Leonello Venturi -me enseñó a contemplar antes que a solamente mirar-; Tratado del paisaje, de Lhote, ayudó a que comenzara a adentrarme dentro de la técnica pictórica; Janneau, con su El arte cubista, me condujo a las puertas de la creatividad del siglo XX y su alejamiento de lo figurativo. De aquellos primeros tiempos recuerdo el apoyo obtenido mediante textos de Pijoan, de Herbert Ried, de Arnold Hauser, de Gombrich, en especial.

A paso lento empecé a visitar exposiciones de artistas nacionales y seguí leyendo. Después, y junto con la arquitectura vino lo demás, priorizando el estudio de la evolución del arte contemporáneo. Paulatinamente, mientras más miraba y leía, espontáneamente comencé a establecer para mí categorías: excelencias, mediocridades, deficiencias. Hasta comencé a emitir juicios de valor. Las sensaciones provocadas por las artes visuales terminaron por hacerme ver que no quedaban tan lejos de los arrobos sonoros. Sin embargo, el golpe de gracia que hizo del arte parte capital de mi vida se produjo con el primer viaje a Europa. Ya poseedor de un título universitario desligado del arte, pude permanecer varios meses allá. Durante ese tiempo, la experiencia directa constituyó mi actividad exclusiva. Por entonces, nunca imaginé que, a partir de aquellas vivencias reiteradas, enriquecidas en viajes posteriores y, algunos años después, cimentadas a través de una formación más sistemática en la Universidad de Chile, escribiría en el futuro para lectores desconocidos. Por entonces ya seguidor habitual de Alone, descubrí un artículo suyo donde señalaba los requisitos para atreverse a ejercer la función de crítico. Encontré que ellos y su insistencia en el valor de la intuición me calzaban a la perfección.

Varias décadas posteriores, las circunstancias y, más aún, la inquietud creciente por dar a conocer y hacer partícipe a los demás de mis aventuras estéticas nacionales y extranjeras terminaron por vencer timideces e inseguridades. Hasta logré establecerme de manera permanente en el periodismo nacional. Al principio, escribí en la revista Qué Pasa -inolvidable fue la ocasión en que su director destacó un artículo mío como el mejor de una semana-, luego en la fenecida Negocios, para permanecer hasta el día de hoy en el diario El Mercurio, durante más de cuarenta años.

Justamente, sobre la base de algunos de mis artículos dominicales en Artes y Letras, reunidos, ordenados, revisados y ampliados, entrego al lector el presente libro. Esos textos semanales son, en buena medida, frutos de la lucha constante con la riqueza del idioma castellano, productos del combate fascinante por encarnar en palabras conceptos, sensaciones, emociones personales que nacen de la contemplación de cada obra de arte. Y, desde luego, emergen de la necesidad imperiosa de tratar de ser justo al enjuiciar la producción estética de Occidente, de desentrañar sus virtudes y limitaciones, de realzar sus valores positivos en beneficio de quien se interese, ayudándolo a mirar -no solo a ver-, haciéndolo partícipe de alegrías estéticas en renovación constante. Por cierto, sin olvidar jamás que la evasiva claridad, que la sobriedad verbal resultan los intermediarios más adecuados. Y, de ese modo, conseguir la transparencia que ilumine, la concisión que entretenga, la sencillez que guíe. La creación artística de ayer y hoy tiene muchísimo que decir, ofrece mucho que descubrir al lector inquieto, curioso, estéticamente libre de inamovibles gustos preconcebidos.

Por otra parte, el hecho de pertenecer uno al mundo subdesarrollado puede proporcionar alguna ventaja en cuanto a las artes visuales. Si la literatura viaja por todo el mundo, sin las trabas de obra única, y la música cuenta con intermediarios más o menos competentes en cada nación del globo, el estigma de constituir un producto exclusivo y original limita las artes visuales. Sin embargo, esa circunstancia nada favorable permite, desde la periferia, ir conociendo progresivamente cada cumbre testimonial. Ya las reproducciones, que la tecnología ha conseguido volver más fidedignas, van acercando a las fuentes originales. Sin duda, acercamiento semejante acrecienta apasionadamente el deseo de la contemplación directa.

Acaso con miras a la amplitud de un texto futuro, ha quedado afuera de estos escritos todo lo que se refiere al arte en Chile. El hecho de su cercanía anímica y física, de la cantidad de autores nacionales de ayer y, sobre todo, de nuestra época digna de comentarse, impone la necesidad de un libro dedicado por entero a ellos. De esa manera, los presentes artículos recogidos en el extranjero hablan, opinan y sueñan frente a la creación artística de Europa y América. He tratado de evitar las vías más transitadas, procurando destacar países y lugares novedosos, posiblemente menos conocidos para el lector: Bolivia, Dinamarca, Petra, Einsiedeln, por ejemplo.

Cabría preguntarse ahora, ¿por qué Oriente queda excluido? Sencillamente, por cuestión de afinidades. Es que el panorama artístico del extremo este de nuestro planeta nos parece, a través de siglos y milenios, bastante estático y reiterativo. Si bien cuenta con testimonios maravillosos, definitivos y del todo perdurables -pensemos en China, India, Japón, el arte khmer-, sus cánones estéticos, sus imágenes y formas, sus desarrollos permanecen sin variaciones significativas durante siglos y milenios. Se trata, pues, de un hecho capital que lo diferencia radicalmente con lo que ocurre en Occidente. Por eso preferimos permanecer dentro del hemisferio oeste y ofrecer, pues, de él un panorama sintético que realce sus inquietudes peculiares, su variedad enorme de estilos, su riqueza de individualidades, tanto del pasado como del ámbito contemporáneo. Desde luego, ese mundo se halla captado desde el punto de vista completamente personal de un habitante del tercer mundo, deslumbrado ante los caudales del Viejo Continente y admirador creciente de las riquezas del Nuevo. Es, entonces, una mirada no poco ingenua en este aventurarse a través de un territorio, donde los caminos se bifurcan, se entrecruzan, se superponen. Por geografía, historia o solo como un modo de comenzar, emprendemos viaje con un vistazo a la Madre Patria, si bien por causas distintas nuestras referencias a ella resulten breves. En líneas generales, el avance europeo se lleva a cabo, aproximadamente, desde de oeste a este, para concluir el recorrido por las acaso menos frecuentadas tierras de Sudamérica.

Capitel en la Cámara Santa de la catedral de Oviedo, España. Foto: Ángel M. Felicísimo.

España:
Rescatando a Iberia

San Juan de Baños, Palencia, España. Foto: Rosa Inés Parra (Roinpa).

Santo Domingo de Silos, Burgos, España.

Universidad de Salamanca, Salamanca, España. Foto: Zarateman.

Plaza Mayor de Salamanca, Salamanca, España. Foto: Stefano Laudani.

Museo Guggenheim, Bilbao, España (izq. fachada, der. interior). Foto: Naotake Murayama.

VÍAS ESTÉTICAS DEL MILENIO ESPAÑOL

El panorama cultural hispánico alrededor del año 1000 difícilmente podía ser menos unitario y centralizado. Además, frente al amenazante mundo del islam que cubría hacia el sur buena parte de la península, solo el reino de asturias exhibía un centro dotado de arte propio: el asturiano, continuación directa del visigodo. Más tarde, con la incorporación de territorios al otro lado de la cordillera cantábrica y con el traslado de la capital a león, floreció, casi junto a una estética que comenzaba a fraguarse, un nuevo estilo, el mozárabe, síntesis interesante de elementos visigóticos e islámicos.

Hacia el año 977 habían sido creadas dos de las obras fundamentales del mozárabe: las miniaturas del Comentario del Apocalipsis -pinturas del llamado Beato de Liébana, cuyo obsesivo expresionismo y amarillos inolvidables todavía nos deslumbran- y, en arquitectura, la iglesia de San Miguel de Escalada (provincia de León). No obstante, cabe establecer de dónde provenía el constituyente plenamente occidental del estilo. Mucho tiempo atrás, había nacido como criatura originalísima de la España del siglo V, perdurando hasta trescientos años más tarde. Por aquel entonces, con la desaparición del influjo de Roma, se fraguó sobre la base de tradiciones locales e hispanorromanas, más aportes venidos desde puntos tan diferentes, pero de tanta potencia como Bizancio, el norte de África y Germania. Se inventó, así, algo tan original como el arco de herradura. Este, por apropiación, se tornará tiempo después elemento distintivo de la civilización del islam. También, contra lo que pudiera creerse, el aire oriental que parece envolver las más bien pequeñas iglesias visigóticas del siglo VII proviene de la propia Iberia. Por ejemplo, San Juan de Baños (cerca de Palencia) y San Pedro de la Nave (provincia de Zamora), ambas de típico exterior blindado y aberturas antes que ventanas. Ejecutadas, por supuesto, en sillería de piedra, al igual que toda la arquitectura de aquellos tiempos.

Luego el arte visigótico del setecientos y del ochocientos tendió, con la suma del arco de medio punto, a revalorizar su componente romano. La ciudad de Oviedo constituye el epicentro más adecuado para visitar sus testimonios. En ella misma encontramos, pues, la Cámara Santa de la Catedral y San Julián de los Prados. Además de su espléndido tesoro sacro, resultaba la primera un centro de peregrinación por las reliquias que guarda. Llaman ahí la atención, sobre la mitad alta de los muros y esquinas de su segundo piso, las estatuas columnas románicas posteriores, dispuestas pareadas. Ricos frescos de inspiración paleocristiana ornamentan, junto con pilares, el interior macizo y espacioso de San Julián. Ambas obras permiten observar cambios de la suficiente importancia como para hablar de un nuevo estilo, como antes decíamos, el asturiano. Y alcanza este un florecimiento tal durante la novena centuria que lo transforma en algo diferente y de rasgos peculiares. Se trata ahora del arte ramirense. Su extraordinario palacio-iglesia de Santa María de Naranco resulta el mejor ejemplo de arquitectura civil de todo aquel entonces.

Se ubica apenas a cuatro kilómetros de la capital de asturias, en la boscosa a ladera sur del monte Naranco. Un amplio prado de hierbas la antecede en este lugar solitario. A mediados del siglo IX fue palacio del rey Ramiro I; más adelante, se transformó en iglesia. Sobre basamento pétreo, emerge como un paralelepípedo de dos pisos, alargado y más bien angosto. Su porción externa ofrece un ritmo particularmente armonioso de masa cerrada, líneas verticales -contrafuertes esbeltos-, oblicuas -el par de escaleras al exterior- y aberturas airosas. Constituyen estas, arriba, el vestíbulo de ingreso, dos balcones y la gracia de sus ventanas mirador. Por dentro presenta cubierta de cañón seguido y arcos fajones, columnas con ornamentación vegetal y fustes sogueados. Cada piso posee un cuerpo central o salón y dos laterales más cortos. Si en general los relieves que la adornan son finos, destacan los peculiares medallones que cuelgan de cintas y que, curiosamente, aparecen en los muy posteriores palacios venecianos. El encanto de este edificio obliga a lamentar más las profundas modificaciones posteriores sufridas por su pariente san Miguel de Lillo, situado a metros escasos de la construcción anterior. Solo permanece allí la autenticidad de sus tallados, alguno con inesperadas escenas circenses. O la preciosa y pequeña ventana geminada con atisbos de vidriera sobre su par de arcos.

A una distancia algo mayor de Oviedo se alzan otros importantes templos ramirenses. En primer término, Santa Cristina de Lena. En una región montañosa y sobre una colina, solo se accede a ella caminando desde la carretera cercana. La influencia de Naranco se advierte evidente. Sin embargo, esta vez se utiliza planta de cruz griega, muy destacada por afuera, lo mismo que los contrafuertes numerosos. Aunque más notable resulta su hermoso interior: espacio reducido, esbelto, muy armonioso y con bóveda de cañón, muestra muros laterales provistos de potente arquería ciega de medio punto. También, tres arcos de la misma clase, con cinco inesperadas celosías de piedra tallada encima, cual muro pantalla, separan el presbiterio. Ubicado este a mayor altura, una con tallas bajo el arco central contribuye a darle mayor realce. En el caso de San Salvador de Valdediós, los rasgos ramirenses -ventanas con dos arcos, columnas geminadas, restos pictóricos- suman elementos provenientes del califato de Córdova, para dejar paso a las estructuras del románico naciente.

Ahora, en cuanto al componente islámico del arte mozárabe, debe recordarse cómo, durante la Reconquista, lo árabe representaba para el hispano cristiano la cultura, el refinamiento. Se comprende: la Mezquita de Córdoba se construyó el siglo VIII y sus ampliaciones continuaron durante los doscientos años siguientes. Y de este portentoso edificio cordobés salieron paradigmas arquitectónicos suficientes no solo para influir en los incipientes reinos peninsulares, sino además para alcanzar, en el siglo XII, hasta Inglaterra e Italia. Por su parte, el gran palacio la Aljaferia de Zaragoza corresponde a la décima primera centuria. En cuanto a la Giralda, el Alcázar de Sevilla y, sobre todo, la Alhambra de Granada -probablemente, la más bonita construcción del genio islámico- son productos bastante más tardíos a esta intensa penetración de lo árabe en el arte del oeste de Europa.

No obstante lo recién expuesto, muy poco antes del año 1000 una voluntad estética empezaba a amalgamar, dentro de un crisol de sello internacional que abarcaría el Occidente entero, la totalidad de aquellas manifestaciones contemporáneas aisladas y las corrientes antiguas todavía fecundas. De esta manera, el visigodo -arte genuinamente español-, la lejana y no olvidada tradición clásica romana, la fuerza del espíritu sirio cristiano y la rígida esplendidez bizantina fueron fundidos para procrear uno de los momentos culminantes de la historia de la estética, el románico.

EL PRIMER ROMÁNICO POR TIERRAS CASTELLANAS

Gracias a los progresos de la Reconquista durante los siglos IX y X, la repoblación de Castilla trajo aparejados requerimientos constructivos. Pero se principia a operar activamente sobre todo a lo largo del último tercio del XI. Estas comarcas que llegaron a ser tan abundantes en castillos ofensivos y defensivos terminaron por imponer su nombre a la vasta meseta que servían. Por desgracia, poco resta de los afanes arquitectónicos de aquella época. A pesar de eso, pueden determinarse ciertas características de un estilo que, a partir del 1100, inicia un marcado proceso de europeización y pérdida de su fisonomía nativa. El camino de las peregrinaciones a Santiago de Compostela estableció el conducto más expedito para su apertura hacia el exterior. De esa manera, circunstancia semejante significó acentuar el influjo extranjero, especialmente el francés, al que se añadieron, asimismo, elementos bizantinos y del Cercano Oriente. Entonces, ¿qué matices distintivos ostenta este románico español?

Podemos afirmar que, en general, muestra una decidida austeridad y un hálito viril, cuyo rigorismo formal se lleva a cabo a través de una predilección por los elementos sencillos y no carentes de cierta rusticidad. Por su parte, la arquitectura enseña proporciones que tienden a la pesadez, otorgando preponderancia al volumen cúbico. Entretanto, la escultura parte imitando a las artes menores, para luego independizarse y tornarse monumental: se fragmenta y dispersa en las fachadas y en los capiteles con dinámico expresionismo. Así, sus figuras -el hombre, los animales, el follaje y los seres monstruosos- reducidas a tipos, cumplen una función ornamental, transformándose en miembros inseparables del edificio. Con el aumento desproporcionado de las porciones expresivas de rostro y cuerpo, pasan los personajes a estirarse, reducirse, torcerse según el espacio que deben ocupar. La fuerte tradición mozárabe se deja ver aquí con intensidad: su bestiario y su peculiar sensibilidad para los detalles ornamentales demuestra en qué medida conserva una enorme vitalidad.

El primer testimonio románico descubierto en tierras de Castilla resulta ser la cripta de la Catedral de Palencia. De 1034, e inspirada en la Cámara Santa de Oviedo y en el subterráneo de Santa María de Naranco, a su parte delantera antecede la porción visigótica del fondo. Se entabla, pues, un auténtico diálogo estilístico dentro de la cripta catedralicia. Empero, quien proporciona mejor el románico temprano es San Martín de Frómista, en plena ruta de ese mítico Camino a Santiago que, en ciertos tramos, se convierte en simple sendero campesino de tránsito peatonal. La primera visión de conjunto que provoca este monumento del año 1066 es el de inusitada esbeltez, al mismo tiempo que se levanta muy bien plantado sobre el terreno. Sus masas pétreas equilibran entre sí sus armoniosas proporciones. Nada hay de la fisonomía de fortaleza de sus congéneres germanos o de la graciosa suficiencia gala. Toda su fábrica se halla fijada con sobria exactitud, a partir de su estructura interna: un templo de tres naves, la principal casi el doble de las laterales, lo cual determina las dimensiones de sus tres ábsides semicirculares.

Si afuera encanta la abundante sucesión de canecillos tallados -antro y zoomorfos-, bajo el ajedrezado de los aleros desconciertan las dos torres cilíndricas que flanquean la entrada. Estas, en cambio, resultan típicas del grandioso románico alemán. Dominando el crucero, una cúpula se oculta al exterior por una linterna a modo de torre ochavada que contribuye a hacer más airosa la construcción. En el interior de sobria sencillez sobresalen, enriqueciendo la iglesia, más de cien capiteles esculpidos, cuyo estilo se emparenta con la escultura pirenaica de la Catedral de Jaca, si bien Frómista exhibe una mayor perfección en la talla de la piedra. Esto último debido, quizá, al material del lugar, más fácil de trabajar.

Otros dos monumentos castellanos del primer románico son San Andrés de Ávila y el Claustro de Santo Domingo de Silos. San Andrés constituye el templo más antiguo de la venerable ciudad magníficamente amurallada y pródiga en iglesias de similar estilo. De arquitectura más bien chata y modesta, ostenta al exterior una reciedumbre muy de Castilla y, por dentro, unos capiteles historiados con sabrosísimas figuras. Entretanto, en las afueras de un poblado de la provincia de Burgos y luego de largos muros de piedra, y de algunas viejas casas del mismo material, nos espera Santo Domingo. De la segunda mitad del siglo XI, su claustro es todo lo que se conserva del monasterio original. Consta de dos pisos -el inferior, el más antiguo- con dieciséis arcos de medio punto por el lado de las galerías norte y sur, con catorce en los lados restantes. Esta arquería se apoya sobre columnas pareadas con exuberantes capiteles historiados o provistos de animales fabulosos. La del costado norte hasta muestra en su centro sus cuatro fustes curiosamente torcidos.

Sin duda, es la escultura el aporte más esplendoroso del claustro. Un mórbido modelado define el encanto una pizca campesino de sus figuras esbeltas. Además de los variados capiteles, se hace admirar la maestría de los ocho relieves instalados en las pilastras de los ángulos de este cuadrado. Narran escenas de la vida de Jesucristo. Su religiosidad profunda llega a emocionar al espectador, pues se haya impregnada de humanidad; a diferencia, si recurrimos a una comparación extrema, de la sensualidad terrestre de la escultura hindú y su frío hieratismo reiterativo. Basta detenerse en el rostro de Jesucristo para que su mirada nos reciba abierta, acogedora, paternal. Por su parte, La anunciación a María -detenerse en el dinamismo de los pliegues de la vestiduras- revela ciertos rasgos clásicos. Al abandonar el lugar, en uno de los rincones del jardín central, su viejísimo ciprés sobreviviente pareciera decirnos adiós.

SALAMANCA, CIUDAD DE PIEDRA

Grises, rojizas, amarillentas, verdosas piedras de Europa, ¿por qué en Salamanca os volvéis doradas? De un dorado que humaniza, que hace amable bajo el cielo azul la potencia, la reciedumbre de la docta ciudad castellana. Piedra que tapiza a lo ancho y a lo alto su centro urbano.

Sin embargo, nuestra llegada, nocturna y lluviosa, no nos permitió apreciar coloración alguna. Por lo demás, entre la estación de ferrocarriles y el hotel no se divisaban más que impersonales construcciones modernas. Tuvimos que esperar la asoleada mañana siguiente. A través de la ventana, Salamanca se dignó entregarnos el primer testimonio de su grandeza pétrea, la Plaza Mayor. La más hermosa de España, desde luego. Con ochenta metros de longitud por cada uno de sus cuatro lados, forma un pórtico continuado de arcos de medio punto que sostienen tres pisos coronados por una balaustrada que podría evocar, acaso, la de nuestro Palacio de la Moneda. El tan unitario conjunto pertenece al barroco del siglo XVIII, si bien en su punto culminante, el Ayuntamiento espléndido, deja ver ya algún toque neoclásico. Curiosos medallones con retratos de personajes -no falta el de los reyes actuales- se ubican en las enjutas de todos los arcos.

Pero basta atravesar hacia afuera la esquina suroeste de la plaza, para retroceder seiscientos años. Ahí está la iglesia románica de San Martín. Su sobria portada se cobija dentro de un arco apuntado, mientras el oscuro interior se nos adelanta, poseyendo bóveda de crucería y un altar mayor barroco con estípites. Otros templos del siglo XII, a menudo provistos de espadaña, corresponden a San Marcos -de planta circular-, San Juan de Barbalos, Santo Tomás de Canterbury, San Cristóbal, la torre de San Julián.

Un ejemplar románico muchísimo más importante resulta la Catedral Vieja. Transitamos directo hacia ella por la Rúa Mayor, rumbo al sur. La imponente Catedral Nueva, que se le une estrechamente, tiende a esconderla por fuera. Afortunadamente, en la construcción de la segunda se respetó la existencia de la primera, aunque en el exterior apenas se destaca su Torre del Gallo, culminada por una veleta con la figura del ave. De original cubierta escamada y torrecillas en las esquinas curvas, delata influencia bizantina, llegada a través de la francesa Aquitania. Por dentro, la famosa torre ofrece nervaduras que descansan en columnas de aire renacentista. Una tradición de más de doscientos años estableció su escalada anual hasta el gallo mismo. Así, en conmemoración de un terremoto que respetó aquella parte más alta de la construcción, un miembro de la familia Mariquelo estuvo trepándola cada víspera de la fiesta de Todos los Santos.

Respecto a la entraña de este viejo edificio de la Edad Media, sus tres naves están separadas por gruesos haces de columnas, en tanto que arcos ojivales cubren el crucero y el corto ábside, al que ornan un gran retablo pictórico del siglo XV y un fresco del Juicio Final. Amplios y fantásticos capiteles románicos hay, por puesto, en toda la iglesia. Además, el crucero derecho se prolonga, con tumbas y una capilla, hasta el claustro. De este sobreviven pequeños recintos -Talavera, Santa Bárbara, Anaya, San Martín- con cuadros, frescos y esculturas admirables. Sus estilos transitan, junto a instantes mudéjares, entre el románico y el gótico. Sin embargo, mayor huella deja en nuestra memoria la magia envolvente de su indeleble aroma medieval, de su especial conjunción de arquitectura, pintura y escultura. Asimismo, las salas capitulares albergan un museo, donde descuellan los testimonios pictóricos de Fernando y Francisco Gallego -siglo XV-.

Por grandiosa, riquísima y llena de luz que resulte la Catedral Nueva -en el más tardío de los góticos-, por notable que sea allí el aporte de Juan de Juni, de los hermanos Churriguera -sillería del coro, ante todo-, su atractivo cede ante la hermosura cálida y la fluidez estilística de la Catedral Vieja.

LA UNIVERSIDAD

A pasos del conjunto anotado se ubica, un poco escondido, el edificio más característico de Salamanca, su Universidad. Fundada en el siglo XIII, consta de varias construcciones. De ellas, la disposición un tanto laberíntica nos hace conocer primero, doblando por calle Calderón de la Barca, el patio de las Escuelas Menores. Lo rodean veintiochos columnas de basa alta y labrada, que sostienen característicos arcos mixtilíneos, con crestería muy elegante encima. Desembocan en él las aulas donde se estudiaban el trivium y el quadrivium. Al centro del patio cubierto por césped, una fuente. En el lugar, bajo la diurna claridad celeste, se produce un inesperado diálogo entre naturaleza y arquitectura. También bonito, un pórtico renacentista, de crestería calada y figuras fantasiosas, comunica con una alargada plazoleta rectangular.

A continuación, el espacio callejero con la broncínea estatua de Fray Luis de León nos deja frente a la célebre portada plateresca -siglo XVI- de la Universidad. Cima del relieve escultórico en España, conforma un verdadero tapiz pétreo. Desarrolla a través de las más delicadas filigranas, una narración llena de símbolos, cuyos arcanos -la rana sobre la calavera, entre otros- aún no se logran descifrar. Están los Reyes Católicos, fundadores de la universidad, diversos personajes entre históricos y míticos, sumándose a ellos una típica ornamentación renacentista con conchas y grutescos. Construida en torno a 1529-33, costó la elevada cifra de 30.000 ducados. Sobre dos puertas gemelas escarzanas separadas por un mainel se desarrolla, a modo de enorme bastidor, todo un programa iconográfico, como si de retablo se tratara. La fachada está constituida por tres cuerpos sobrepuestos, separados por sus correspondientes frisos. El compartimiento inferior está dividido en cinco espacios, apreciándose en el central el retrato de los Reyes Católicos en un medallón, con una leyenda en griego en la que se lee: “Los Reyes a la Universidad y esta a los Reyes”. Los cuatro espacios restantes presentan una decoración vegetal, zoo y antropomorfa. En la pilastra de la derecha, a la altura del primer cuerpo, se hallan tres calaveras, en una de las cuales encontramos la famosa rana. El segundo compartimiento también está dividido en cinco espacios: en el central, el blasón con las armas de Carlos I rodeadas del collar del Toisón. A la izquierda, el águila imperial bicéfala, y a la derecha, el águila de san Juan.

En los medallones de los laterales encontramos la primera controversia entre los expertos: el de la izquierda podría ser Carlos I o Hércules, mientras que el de la derecha sería interpretado como Isabel de Portugal o Hebe. Las figuras que en una concha coronan cada uno de los medallones y escudos también presentan controversia. Las de la zona izquierda podrían ser Jasón y Medea mientras que en la derecha se ubican Escipión, Aníbal o Alejandro. El compartimiento superior es el que más problemas iconográficos presenta. En el centro encontramos un sumo pontífice sentado en su cátedra, rodeado de cardenales y otros personajes. Ha sido interpretado como Martín V, Benedicto XIII o Alejandro IV. En las figuras de la izquierda, alguno interpreta que se trata de Eva rodeada de Caín, Abel y un ángel, mientras otros piensan que estamos ante las representaciones de Venus, Marte, Baco y Príapo, coronados por un relieve de amorcillos y delfines. En la derecha tampoco existe unanimidad; se considera que la figura central sería Hércules acompañado por Juno y Júpiter o Teseo y Fedra, también coronados por un relieve de amorcillos y delfines; o bien afirma que se trata de Adán acompañado de sus dos hijas.

Debajo de este ingreso espléndido, un par de puertas introducen en un zaguán gótico.

Pronto entramos a las salas de clases. Vidrieras cierran el patio dominado por una alta sequoia. Entre estas aulas de piedra -hoy todas provistas con los más modernos sistemas de audio-, la más interesante corresponde a la de Fray Luis de León. Ostenta bancas largas y mesas muy angostas, todas realizadas con la madera más rústica, mientras su cátedra parece púlpito de iglesia vieja. Siguen paraninfos de épocas posteriores -el de Unamuno, por ejemplo-, la Sala de Juristas, la Capilla, la escalera renacentista asimismo con grutescos de piedra. En el segundo piso, de rico artesonado, están la biblioteca y su enmaderado del siglo XVII.

También cuenta la ciudad castellana con una Universidad Pontificia. Es la Clerecía o Colegio Real de la Compañía de Jesús. Las calles Compañía y de Libreros nos llevan a esta. Si imponente se eleva el grandioso exterior de su iglesia del siglo XVII -entre herreriano y barroco-, el contiguo patio dieciochesco, que abarca tres pisos, ofrece uno de los más bellos, armoniosos y monumentales testimonios barrocos de España. Al frente mismo de la Clerecía tenemos la Casa de las Conchas, modelo de arquitectura civil salamantina. De tiempos de los Reyes Católicos, une austeridad estructural y esplendor ornamental. Así, magnífico enrejado gótico cierra las ventanas del primer piso, en tanto que conchas pétreas se derraman sobre la totalidad de su fachada. Igualmente hermoso resulta su patio interior.

Cerca de ahí tenemos los palacios de La Salina -del siglo XVI, con soberbio patio dotado de ménsulas sorprendentes- y el de Orellana -destartalado y en cien años posterior-. Una pizca más lejos, el palacio de Monterrey -grande, con crestería frondosa-. En el extremo sur del casco antiguo, y próximo al río Tormes y su puente romano, Salamanca nos propone su contribución al siglo XX, la Casa de Lis (1905). Bonito ejemplar de art nouveau, es hoy día la sede del Museo de Artes Decorativas.

A pesar de los admirables méritos salmantinos que acabamos de comentar, debe destacarse con el mayor énfasis un conjunto arquitectónico del siglo XVI. Es que en él alcanza el urbanismo un rango monumental, capaz de evocar a la mismísima Roma. Se trata del grupo compuesto por el Convento de las Dueñas, la iglesia de San Esteban y su claustro dominicano, alrededor de la Plaza del Concilio de Trento. Un precioso puente de piedra relaciona esos edificios, mientras una hilera de verdes cipreses subraya el sabor romano del lugar. La nave única de San Esteban está precedida por un pórtico grandioso con arco triunfal. Su Claustro de los Reyes sobrecoge por sus dimensiones, amalgamando gótico flameante y plateresco. Plateresco, asimismo, el cercano Convento de las Dueñas luce todavía mayor hermosura. Ahí sobresale la exuberancia de sus capiteles -zapata-. No obstante, el tiempo transcurre y hay que partir. Al hacerlo en dirección al sur de España y abandonar Salamanca, lo que nos acompaña hasta muy lejos, como un saludo de despedida, es la silueta de sus moles gráciles: la Catedral Nueva, La Clerecía y una torre románica que no pudimos identificar... Y del pasado pasamos violentamente a tiempos más recientes.

EL FLAMANTE MUSEO DE BILBAO

Es cierto que la capital del país vasco recoge tanto la atmósfera gris y funcional de una ciudad industrial como la fisonomía heterogénea de su poca atractiva arquitectura del siglo XIX y de comienzos del XX. No obstante, las verdes colinas que la rodean, las aguas profundas de la ría del Nervión que la penetran, la amplitud de sus avenidas -con la de López de Haro a la cabeza- hacen que se convierta en un lugar agradable. Pero la prosperidad de Bilbao exigía mucho más: un emblema constructivo, a la vez espectacular y cultural. Con buen sentido se optó por el mejor testimonio de nuestro tiempo, un gran museo. Por entonces, la neoyorquina The Solomon Guggenheim Foundation pensaba añadir otros jalones en Europa a su importante serie de museos, como la célebre construcción de Wright en la Quinta Avenida, la de Arata Isozaki en el Soho, el truncado edificio dieciochesco en el Gran Canal veneciano. El Gobierno vasco aprovechó la oportunidad. Y de tal manera que el proyecto de un nuevo Guggenheim para Berlín fue desechado por la iniciativa hispana.

Pero la magna empresa debió cumplir varios tanteos y etapas previos. Primero se pensó en adaptar la Alhóndiga, destartalado y pintoresco edificio en pleno corazón comercial de Bilbao. Luego se impuso la idea de un local de nueva planta y su emplazamiento junto a la ría, cerca del Museo de Bellas Artes. Por su nivel topográfico más bajo, capaz de provocar el efecto de escenario griego frente a la gradería formada por la ciudad, el sitio ideal era el Muelle Churruca, capaz del más espectacular lucimiento espacial. El futuro arquitecto del museo tuvo un rol capital en esta elección, dentro de su rol como asesor. Además, la proximidad del gigantesco Puente de la Salve constituía un desafío para el más avezado constructor.